
Salvador Díaz Mirón, cuyo nombre de bautizo fue Salvador Antonio Edmundo Espiridión y Francisco de Paula Díaz Ibáñez (Puerto de Veracruz, 14 de diciembre de 1853 – Ib., 12 de junio de 1928) fue un poeta mexicano precursor del modernismo. Trabajó como periodista y profesor.
Realizó sus estudios de forma irregular en Xalapa. En 1865 entró al seminario donde estuvo más de un año. Volvió a Veracruz y a los 14 años se inició en el oficio de periodista. En 1872 su padre lo envió a Estados Unidos de América para alejarlo de sus malas amistades. Cuando volvió ya hablaba inglés, francés y tenía nociones de latín y de griego.
Su primera etapa poética se enmarca en la corriente del Romanticismo, y a ella corresponden obras como «Oda a Víctor Hugo», «A Gloria», «Voces interiores», «Ojos verdes» y «Redemptio», entre otras. Este período está marcado por el doble influjo de Gaspar Núñez de Arce y Víctor Hugo. Famosa es su frase del poema A Gloria: «Hay aves que cruzan el pantano/ y no se manchan… ¡mi plumaje es de esos!». Poema que ofrecemos hoy íntegramente como homenaje al cumplirse otro aniversario luctuoso del poeta.
Durante su segundo período creativo publicó en Estados Unidos (1895) y en París (1900) su libro Poesías. Un año después, en Xalapa, publica Lascas, obra considerada su principal libro, que contenía un total de 40 poesías inéditas. En esta etapa evoluciona hacia la concisión y la sutileza de concepto. Destacan en dicho periodo sus poemas «Paquito», «Nox», «A Tirsa», «A una araucaria», «Claudia» e «Idilio», entre otras. En esos poemas refleja su resentimiento hacia la sociedad.
Debido a sus ideas revolucionarias tuvo que exiliarse de México. Vivió entonces en diferentes países, residiendo fundamentalmente en Santander (España) y La Habana (Cuba), donde dictó clases de literatura.
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A Gloria
No intentes convencerme de torpeza con los delirios de tu mente loca: mi razón es al par luz y firmeza, firmeza y luz como el cristal de roca. Semejante al nocturno peregrino, mi esperanza inmortal no mira el suelo; no viendo más que sombra en el camino, sólo contempla el esplendor del cielo. Vanas son las imágenes que entraña tu espíritu infantil, santuario oscuro. Tu numen, como el oro en la montaña, es virginal y, por lo mismo, impuro. A través de este vórtice que crispa, y ávido de brillar, vuelo o me arrastro, oruga enamorada de una chispa o águila seducida por un astro. Inútil es que con tenaz murmullo exageres el lance en que me enredo: yo soy altivo, y el que alienta orgullo lleva un broquel impenetrable al miedo. Fiando en el instinto que me empuja, desprecio los peligros que señalas. «El ave canta aunque la rama cruja, como que sabe lo que son sus alas». Erguido bajo el golpe en la porfía, me siento superior a la victoria. Tengo fe en mí; la adversidad podría, quitarme el triunfo, pero no la gloria. ¡Deja que me persigan los abyectos! ¡Quiero atraer la envidia aunque me abrume! La flor en que se posan los insectos es rica de matiz y de perfume. El mal es el teatro en cuyo foro la virtud, esa trágica, descuella; es la sibila de palabra de oro, la sombra que hace resaltar la estrella. ¡Alumbrar es arder! ¡Astro encendido será el fuego voraz que me consuma! La perla brota del molusco herido y Venus nace de la amarga espuma. Los claros timbres de que estoy ufano han de salir de la calumnia ilesos. Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan... ¡Mi plumaje es de esos! ¡Fuerza es que sufra mi pasión! La palma crece en la orilla que el oleaje azota. El mérito es el náufrago del alma: vivo, se hunde; pero muerto, ¡flota! ¡Depón el ceño y que tu voz me arrulle! ¡Consuela el corazón del que te ama! Dios dijo al agua del torrente: ¡bulle!; y al lirio de la margen: ¡embalsama! ¡Confórmate, mujer! Hemos venido a este valle de lágrimas que abate, tú, como la paloma, para el nido, y yo, como el león, para el combate.
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