Después del ataque contundente de Sanguily, vendrían las réplicas a su discurso nacionalista. Por cierto todos sus oponentes se cuidaron muy bien de demostrar que a pesar de todo continuaban siendo «patriotas». Los senadores moderados que habían adoptado una postura inconsecuente con la acción oficial del gobierno de aprobar el tratado con Londres tuvieron un defensor en el senador Font. Después de los reclamos prepotentes de Washington y ante el empuje de las corporaciones económicas que buscaban un nuevo arreglo comercial con los Estados Unidos a cualquier precio, los senadores moderados habían entrado a conspirar con Estrada Palma para enmendar el Tratado anglo-cubano. Las enmiendas al Tratado desvirtuaban los propósitos del mismo y constituían una burla al espíritu con que se habían unido los gobiernos cubano y británico para refrendarlo.
Le tocaría entonces el turno al estratega de los intereses norteamericanos en Cuba, el «Caballero de la Blanca Luna», rival histórico de Sanguily, senador Antonio Sánchez de Bustamante, quien defendió vehementemente cada una de las enmiendas al Tratado anglo-cubano. Bustamante haría hincapié en la necesidad de limitar o en todo caso rechazar la cláusula de nación más favorecida para los convenios de Cuba con otros países:
Si un país nos da algo a cambio de ciertas y determinadas concesiones, nosotros no debemos darle gratis las mismas concesiones a un tercero, y eso es precisamente lo que indujo a limitar la cláusula de la nación más favorecida respecto de los derechos compensadores y de los casos de reciprocidad. (…) No debe entregarse a nadie gratis lo que a otro se le da a cambio de alguna cosa: es convertir en perjudicial la cláusula de nación más favorecida; es dificultar extraordinariamente la vida mercantil del país.[1]
La pregunta obligada sería: ¿y por qué los Estados Unidos debían ser el único país que nos diera algo a cambio de determinadas concesiones?, ¿acaso no se resolvía mejor la problemática si no se establecían distinciones entre los diversos países, fueran o no potencias? Hablando de concesiones, ya de por sí el Tratado anglo-cubano respetaba las rebajas arancelarias exclusivas que se ofrecían Cuba y los Estados Unidos. Lo cierto era que ello no era suficiente para el apetito voraz del imperialismo norteamericano y su temor a que Gran Bretaña se convirtiese en un competidor formidable en el mercado cubano. Hasta los mismos empresarios norteamericanos en el Wall Street Journal habían apelado a su orgullo propio para indicar que no necesitaban del apoyo del Tío Sam para enfrentar la competencia comercial con Europa en el mercado cubano.
En cuanto al derecho al diferencial de banderas que beneficiaba exclusivamente a los Estados Unidos, Bustamante demostraría sus simpatías por los grupos de cubanos proanexionistas. En su intervención les dejaba abierto el camino a sus propósitos:
Yo tengo, después de alguna meditación, ciertas convicciones económicas, pero entiendo que las convicciones económicas son siempre muy relativas (…). No soy personalmente partidario del derecho diferencial de bandera: pero no me atrevo, como el Señor Zayas, a colocar frente al derecho diferencial de bandera la palabra «jamás». Creo que esa fórmula, que no es el cabotaje colonial de que hablaba el Señor Sanguily, puede ser en determinadas circunstancias perjudicialísima para el país cubano; y en otras circunstancias y en otra forma no tan perjudicial.[2]
El propio Bustamante caería en francas contradicciones porque mientras no objetaba que en un futuro, bajo determinadas circunstancias, se pudiera acordar el derecho al diferencial de banderas, criticaba el artículo V del Tratado anglo-cubano porque limitaba el desarrollo de la marina cubana. ¿Cómo podría sobrevivir esta a la competencia de la flota mercante norteamericana bajo el régimen del derecho al diferencial de banderas? Eufemísticamente señalaba: «Cuido que si alguna vez surge ese derecho diferencial de bandera, contemos con un pabellón aquí que pueda combatir contra el pabellón americano».[3] Ni él mismo se podía creer lo que decía. Por último, arremetía contra los argumentos de fondo que había empleado Sanguily para denunciar las intenciones hegemónicas de los Estados Unidos:
Lo que no cabe en lo posible y lo que yo no aceptaré nunca, es que el Tratado con Inglaterra pueda constituir en mi intención, como parece constituirlo en la del Señor Sanguily, un punto de apoyo que nosotros tomamos en la gran monarquía inglesa contra los Estados Unidos. No, nosotros no podemos tomar contra los Estados Unidos absolutamente ningún punto de apoyo (…)
Con ninguna nación debemos tener una política de desconfianza y recelo; pero menos que con otra, con los Estados Unidos de la América del Norte.[4]
En realidad los criterios de Sanguily se suscribían a hechos fehacientes de la historia pasada y más reciente de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Estaba todavía abierta la herida que había causado a la soberanía nacional la aprobación forzosa de la Enmienda Platt y las presiones ejercidas por el Ministro Squiers para que se derogase el Tratado con Inglaterra no eran más que la extensión de esa misma política de rapiña del águila imperial. En tanto Bustamante pretendía ignorar esa realidad y contra toda lógica señalaba: «Hasta ahora no hemos recibido de ellos sino pruebas de lealtad en nuestras relaciones internacionales; por ellos somos independientes; tenemos nación, porque después de la intervención nos entregaron el gobierno propio».[5]
De los razonamientos expuestos por Bustamante acerca de las enmiendas al Tratado anglo-cubano, Sanguily solo fue receptivo a la propuesta de que las disposiciones entorno a la pesca eran necesarias. Se temía que por la cercanía con Jamaica y otras islas que eran colonias británicas, pudieran entrar libremente sus barcos a practicar la pesca indiscriminada en aguas cubanas. En realidad no se trataba de un peligro que pudiera afectar mucho nuestra economía, pero Sanguily debió transigir para restarle peso a los otros argumentos que favorecían las intenciones de Washington e impedir que se utilizase este como hojita de parra para defender los intereses nacionales.[6]
En la contrarréplica de Sanguily se cuestionaba cómo a esas alturas, después que el Senado cubano hubiera aprobado la cláusula de nación más favorecida utilizada en el Tratado con Italia, iba ahora la Alta Cámara a renunciar de ese recurso en el caso del Tratado con la Gran Bretaña.
En cuanto a otro argumento fútil, utilizado tanto por Zayas como Bustamante para enmascarar su defensa a los intereses norteamericanos y presentarse como defensores de nuestra nación, acerca de los peligros que afrontaría la marina mercante cubana, Sanguily señalaría:
Pero el Tratado no dura más que diez años; y en diez años, creen los Señores Bustamante y Zayas que es posible que nosotros fundemos, y todavía más, acrecentemos una marina? (…)
¿Es que por las modificaciones que se quieren establecer en el Tratado inglés, se preparan las que puedan introducirse en nuevos tratados con los Estados Unidos? ¿Es que no se abren las puertas precisamente al predominio absoluto de la marina mercante de los Estados Unidos?[7]
En cuanto al lealtad ciega demostrada por Bustamante en defensa de los Estados Unidos, Sanguily con agudeza e ironía ponía el dedo en la llaga. Veamos este intercambio de opiniones:
Sanguily: ¿Qué tiene que hacer en este momento el ideal cuando acabamos de oír al Sr. Bustamante y casi debemos pensar que la suerte está echada, por lo mismo, no debemos defendernos de los Estados Unidos, sino antes bien entregarnos a la fatalidad de la historia?
Bustamante: No, nosotros debemos tener plena confianza en los Estados Unidos.
Sanguily: Nosotros debemos tener fe en los Estados Unidos. ¡Ese es el problema! Y es que nadie la tiene… Y por tanto no creo que la tenga el Señor Bustamante, profesor de Historia del Derecho Internacional (…) tan profundo y tan ilustrado (…) ¿Cómo voy a suponer que él (…) o por patriotismo o por las exigencias de su mismo profesorado, no ha seguido la evolución de los sucesos en las relaciones de los Estados Unidos con Cuba desde principios del siglo pasado?[8]
Para todos aquellos que cambiaban principios por ventajas materiales y que temían de la furia del imperialismo norteamericano, Sanguily sentaría cátedra de patriotismo y dignidad:
Ah! pero los americanos (…) son también muy peculiares; los americanos no respetan a los pueblos cobardes; los americanos no respetan a los pusilánimes. En cambio por débil que se sea, hay cierta grandeza a sus ojos, cuando se mantiene el derecho. Señores senadores: yo deseo la prosperidad para Cuba (…) deseo sí, para mi patria, todos los bienes, todas las prosperidades, pero deseo como condición inexcusable e indiscutible la conservación de su absoluta independencia!
Yo sé que la prosperidad y la independencia no son nociones fraternas; sé que cabe la independencia sin la prosperidad, pero también sé que cabe la prosperidad sin la independencia; y por encima de todo, quiero, no que mi país sea rico y poblado, sino que sea de los cubanos, aunque pobre y escasamente poblado.[9]
La respuesta de Bustamante al alegato de Sanguily volvía de nuevo a hacer énfasis en que no podíamos desconfiar de los norteamericanos porque ellos nos permitían sobrevivir como nación:
No se diga que queremos este tratado para adquirir nuevas relaciones en el orden internacional, que nos defiendan de enemigos que no tenemos. (…)
¿Quiere esto decir en modo alguno que nosotros debemos sacrificar nuestras aspiraciones e ideales? No, no estoy en ese punto conforme con el Señor Sanguily (…). Estoy ligado por mi pobre historia, a contribuir con mi modesto concurso a que esa independencia subsista siempre; me importa poco que Cuba sea rica o pobre, lo que me importa es que subsista.[10]
Después de concluida esta enconada discusión entre Sanguily y Bustamante que esbozaba dos proyectos de República diferentes se sometió a votación nominal el dictamen de la Comisión de Relaciones Exteriores que proponía las enmiendas al Tratado anglo-cubano. El resultado de la votación fue once que sí y cuatro que no. Dijeron que sí los senadores Alfredo Zayas, Antonio Sánchez de Bustamante, Antonio González Beltrán, Carlos Párraga, Martín Morúa, Francisco Carrillo, Carlos Fonts, Francisco Duque de Estrada, Federico Rey, Tomás A. Recio y José Antonio Frías. Dijeron que no los senadores Pedro Betancourt, Manuel Sanguily, Juan M. Galdós y Diego Tamayo.[11]
La discusión no quedó cerrada con esa votación general sobre el dictamen de la Comisión de Relaciones Exteriores pues en sesiones posteriores el Senado debía decidir sobre cada una de las enmiendas en particular. Lo cierto era que a los efectos prácticos, la más mínima modificación que se hiciera al Tratado implicaba su invalidación por lo que la votación general de esa jornada abrió las puertas a un nuevo proceso de renovación del Tratado con Londres. Finalmente el gobierno británico no aceptó las enmiendas del Congreso cubano y el convenio fue descartado.
[1] Ibídem. p. 16.
[2] Ibídem. pp. 16-17.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem. p. 18.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem. pp. 18-19.
[7] Ibídem. pp. 19-20.
[8] Ibídem.
[9] Ibídem. p. 21.
[10] Ibídem. pp. 21-22.
[11] Las actas del senado solo recogen los apellidos de quienes intervenían en las sesiones, nos queda la duda de si la Secretaria de Actas, al indicar el apellido Tamayo se estuviera refiriendo a Diego Tamayo, electo senador a fines de 1905 por el Partido Moderado en La Habana, o a Eudaldo Tamayo, electo también senador en el plazo largo por el Partido Liberal en Oriente durante 1901.
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