El término originalidad es muy relativo. Puede referirse la particularidad con que un poeta expresa la poesía, o se refiere a la novedad de su apuesta lírica personal, o también a usar formas expresivas nunca antes empleados por otros autores. A lo largo de la historia humana el ser social y biológico repite temas, problemas, ofrece nuevas connotaciones a esos temas y problemas según su propio tiempo vital, adopta y adapta, dice no cosas nuevas sino de maneras nuevas, y la mayor parte de las veces la originalidad radica en el mundo de lo formal.
Hasta al menos el siglo XVIII, era muy relativo el concepto de original y de plagio. Las obras de Shakespeare o las referencias de un Cervantes no eran estrictamente dechados de «originalidad» tal y como hoy lo entendemos, en el origen de los temas elegidos, pero sí en su expresión, en la manera en que se expresan con muy claro rango de novedad. Algunos piensan que ya todo está dicho y que cada época repite desde su propio espíritu. Creo sinceramente que hay muchos soles en el cosmos, y siempre habrá algo nuevo debajo (dentro de la órbita) de esos soles. No te alumbrarás dos veces con la misma luz. Las partículas y ondas que salen del Sol, se esparcen por el cosmos y al día siguiente, como en las aguas de un río, habrá partículas similares que nos iluminen, pero no las mismas. Cada pareja de amantes siente el amor como lago suyo, único y no estrenado: «nadie te amará como yo».
La poesía es el ámbito de la gran originalidad, siempre es nueva, «siempre habrá poesía» (dijo Bécquer), y Juan Ramón Jiménez afirmó: «mientras haya algo que no hayas dicho tú, tú nada has dicho». Cada poeta, grande y poderoso en su expresión o sencillo y hasta solo débil versificador, trae algo al que decir del mundo. A veces lo que consideramos «malos poetas» dicen al mundo cosas que no pudieron estar en el orbe de las grandezas. Somos los seres humanos los que clasificamos en grandes, medianos y pequeños. La naturaleza no identifica a la flor en ese sentido, una rosa, una orquídea o una florecilla silvestre valen tanto para ella como cualquier otra. En verdad, podemos preferir leer a Rilke, a Borges, a Lezama o a Rimbaud antes que a alguien que se autoproclama poeta, publica varios libros y no eleva nunca su tono más allá de la inmediatez del desahogo emocional. Es tan noble la poesía que a veces sirve (servicio de utilidad) a los revulsivos sicológicos de personas que desean más ser poetas que serlo en verdad. Tampoco querría mirar sobre el hombro a los que usan a la poesía para su beneficio síquico y redención de su personalidad. Ella es salvífica, y su rango de expresión va desde el arte refinado hasta la expresión de afición.
En materia poética las discusiones cualitativas y de originalidad pueden descentrarnos, sacar de quicio a los críticos, crear batallas de todo tipo entre los propios poetas, que de asirse al Poder, podrían crear guerras mundiales estéticas. Pero no lleguemos hasta tanto, puede parecer que la originalidad es condición esencial de la llamada «alta poesía», término que prefiero desterrar de mi estudio. La poesía escrita quiere buscar lo nunca dicho o al menos si no algo nuevo, al menos dicho de manera nueva y en ese afán surgen escuelas formalistas o de diversos grados de experimentalismo. Entonces los poetas exploran la lengua y tratan de hallar resortes expresivos de cualidades densas, y desean separarse de la tradición. Tenemos etapas de rupturas con lo anterior, y esas rupturas suelen estar asociadas a la búsqueda de lo original, de «lo nuevo». Siempre habrá algo nuevo bajo cualquier sol, los futuros viajes estelares de nuestra especie lo demostrará, pero a veces los idiomas han conformado sistemas literarios cerrados en los que se hace difícil el concepto y la praxis de la originalidad, de modo que los poetas buscan en las esferas tropológicas, suelen adensar y hasta hacer oscuros sus lenguajes y a la larga esto tiende a que nuevas generaciones se entreguen a expresiones de mayor sencillez, a veces ligadas al estro popular. Es una razón cierta la siguiente idea de Pfeiffer:
Hay versificadores ansiosos de novedad que solo imitan y fingen la originalidad; y hay, por el contrario, conservadores de lo viejo que despiertan y animan de nueva originalidad lo heredado de sus antepasados. Hay cazadores de novedades que a cualquier precio quieren lo extraordinario, lo nunca hecho, y que, sin embargo, se estancan en lo convencional; y hay poetas que tendrían que decir, con Karl Kraus: «Yo soy solo uno de aquellos epígonos / que habitan en la vieja casa del idioma», y que, sin embargo, logran lo asombroso, el tono único e inconfundible.[1]
Claro que la originalidad existe, no vengamos a negarla como torpes tradicionalistas. Si hemos sostenido que siempre habrá algo nuevo debajo del sol, formas y contenidos estarán sujetos a la expansión y expresión humanas, pero a veces, y desde el enunciado de Pfeiffer, hallamos poetas muy originales donde creíamos extinta la originalidad, por ejemplo, en el sesgo de la poesía popular. La gran corriente de poesía neopopularista de la lírica hispánica del siglo xx, lo demuestra, poetas como Federico García Lorca, Nicolás Guillén, Rafael Alberti, zonas de las creaciones líricas de Jorge Guillén y de Gerardo diego, o antes, en las obras de José Martí o Antonio Machado, entre otros, nos demuestran cuánto de novedad puede extraerse de la tradición. La tradición y la ruptura son un par dialéctico que se acompañan siempre y no están ajenas al acto creativo de la poesía.
[1] Pfeiffer Johannes. La poesía. Hacia la comprensión de lo poético. México, Fondo de Cultura económica, 1951. pág. 73.
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