
Sobre el autor
José Gastón Eduardo Baquero Díaz (Banes, 4 de mayo de 1914 – Madrid 15 de mayo de 1997), más conocido como Gastón Baquero, fue un poeta, periodista y ensayista cubano, considerado una de las figuras más relevantes de la poesía cubana de la segunda mitad del siglo XX.
Publicó sus poemas en revistas como Espuela de Plata y Orígenes, grupo en cuya órbita produjo la primera parte de su obra literaria. Influido sobre todo por las ideas de José Lezama Lima sobre el barroco latinoamericano en la poesía y el papel de las imágenes, así como por la poesía de Cernuda y Ballagas, escribió varios libros —como es el caso de Poemas y Saúl sobre la espada (ambos de 1942)— de versos meditativos, reposados, envueltos en una metafísica y religiosidad sensual. En esta etapa produjo importantes poemas como el antológico canto a la ciudad «Testamento del Pez».
Para finales de la década del 40 y durante los años 50 Baquero ganó reputación como intelectual, no solo de su obra poética, sino también por los trabajos que aparecían con regularidad en la prensa. En este período se sus ensayos periodísticos y editoriales lo ubican entre los más destacados periodistas de la prensa cubana, que lo llevaron a obtener varios premios periodísticos, entre ellos el Justo de Lara y el Primer Premio Juan Gualberto Gómez, en la categoría de Artículo o Crónica en 1948. Ocupó el cargo de Vocal de la Asociación de la Prensa y fue miembro correspondiente de la Academia Nacional de Artes y Letras.Fue cofundador de la revista Clavileño (1942-1943) y cultivó regularmente periodismo en el Diario de la Marina, al que consagró buena parte de sus energías antes de irse de Cuba.
A partir de su vida en Madrid, su poesía se renueva, como lo manifiestan libros como Poemas escritos en España (1960), Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984) y Poemas invisibles (1991), de obligada referencia en la lírica hispanoamericana.
Como homenaje en el aniversario 109 de su natalicio, compartimos una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
Preludio para una máscara
El rocío decora los restos de un naufragio Donde sólo la muerte palpita débilmente. Los astros ya no agitan sus tiernas cabelleras Sobre el rostro invisible que decora el rocío. Sin color se adelanta por la muerte un recuerdo Que aprisiona en sus alas la forma que mi cuerpo Tendrá cuando sea el tiempo de que la muerte quede Enterrada en el rostro que decora el rocío. Yo no quiero morirme ni mañana ni nunca, Sólo quiero volverme el fruto de otra estrella; Conocer cómo sueñan los niños de Saturno Y cómo brilla la tierra cubierta de rocío. Algo visible y cierto me arrastra por el alma Hasta un balcón vastísimo donde nada aparece. Allí me quedo inmóvil escuchando que muero; Presintiendo aquel rostro que decora el rocío. El árbol que mi sombra levanta cada día Sediento de los cielos devora sus raíces; Toca en las puertas blancas del naufragio lejano Y florece en el rostro que decora el rocío. Con el sol que solloza por la muerte que un día Le hará rodar oscuro debajo de la tierra, De súbito ilumina mi estancia venidera Donde deslumbra el rostro que decora el rocío. No soy en este instante sino un cuerpo invitado Al baile que las formas culminan con la muerte. Dondequiera que al tiempo me disimulo o niego Surge radiante el rostro que decora el rocío. Ahora me reconozco como un huésped que llega A una estación extraña a pasar breves días. Mi patria se desnuda serena entre las nieblas: Su extensión es el rostro que decora el rocío. No importa que la muerte sea una nieve eterna Que a la forma en el tiempo aprisiona y exige. Un valle silencioso florece en mi recuerdo, Y siento que a mi rostro lo decora el rocío.
Incluido en Diez poetas cubanos de Cintio Vitier (1948)
Canción sobre el nombre de Irene
¡Qué bueno es estar contigo ante este fuego, Irene, saber que sigues llamándote así, Irene; que tu nombre no se te ha evaporado de la piel como se evapora el rocío de la panza del sapo! Ah decir Irene, Irene, Irene, Irene, cerrando los ojos y diciendo nada más Irene por el solo placer y la magia de decir Irene, Pedaleando en el aire existas o no existas, ¡qué real y sólida eres, qué verdadera eres en medio del irreal universo por llamarte Irene! Las salamandritas del fuego se te quedan mirando, y el humo, antes de irse, se detiene feliz a contemplarse en el topacioespejo de tus ojos, como una mujer que se empolva la nariz antes de entrar en el cementerio.Y tú en tu aire, y tú, impasible con tu abanico de llamas, sigues nada más llamándote Irene, segura de que todo el universo no puede despojarte de tu nombre de Irene!Yo paseaba un día por el Tíber, —Tíber de cascabeles ahogados, Tíber de pececitos oscuros Tíber meado por Tiberio-, y vi en medio del río una isla verdeante, trabajada en la materia de las madréporas o de las malaquitas, ¡vaya usted a saber!, pero pequeñita y completamente real; y vi en la orilla una de esas estatuas del Tíber sumergidas por siglos, donde el mármol se ha hecho róseo, y carnal, y blando; y con mucho temor, con una reverencia, pregunté a la estatua: —Perdone usted, señor, ¿cómo se llama esta isla? Y con un gran desdén, entreabriendo apenas los labios y mirándome para nada, dijo suavemente: —¿Cómo va a llamarse esta isla? Esta isla se llama Irene. ¡Qué bueno es estar contigo junto al fuego, y saber que ahí estás, real y verdadera, saber que estás ahí mientras afuera se evapora el mundo, y que sigues y sigues, y seguirás para siempre llámandote Irene!
Breve viaje nocturno
Mi madre no sabe que por la noche, cuando ella mira mi cuerpo dormido y sonríe feliz sintiéndome a su lado, mi alma sale de mí, se va de viaje guiada por elefantes blanquirrojos, y toda la tierra queda abandonada, y ya no pertenezco a la prisión del mundo, pues llego hasta la luna, desciendo en sus verdes ríos y en sus bosques de oro, y pastoreo rebaños de tiernos elefantes, y cabalgo los dóciles leopardos de la luna, y me divierto en el teatro de los astros contemplando a Júpiter danzar, reír a Hyleo. Y mi madre no sabe que al otro día, cuando toca en mi hombro y dulcemente llama, yo no vengo del sueño: yo he regresado pocos instantes antes, después de haber sido el más feliz de los niños, y el viajero que despaciosamente entra y sale del cielo, cuando la madre llama y obedece el alma.
El hombre habla de sus vidas anteriores
Cuando yo era un pequeño pez, cuando sólo conocía las aguas del hermoso mar, y recordaba muy vagamente haber sido un árbol de alcanfor en las riberas del Caroní, yo era feliz. Después, cuando mi destino me hizo reaparecer encarnada en la lentitud de un leopardo, viví unos claros años de vigor y de júbilo, conocí los paisajes perfumados por la flor del abedul, y era feliz. Y todo el tiempo que fui cabalgadura de un guerrero en Etiopía, luego de haber sido el tierno bisabuelo de un albatros, y de venir de muy lejos diciendo adiós a mi envoltura de sierpe de cascabel, yo era feliz. Mas sólo cuando un día desperté gimoteando bajo la piel de un niño, comencé a recordar con dolor los perdidos paisajes, lloraba por algunos perfumes de mi selva, y por el humo de las maderas balsámicas del Indostán. Y bajo la piel de humano ya llevo tanto sufrido, y tanto y tanto, que sólo espero pasar, y disolverme de nuevo, para reaparecer como un pequeño pez, como un árbol en las riberas del Caroní, como un leopardo que sube al abedul, o como el antepasado de una arrogante ave, o como el apacible dormitar de la serpiente junto al río, o como esto o como lo otro ¿o por qué no?, como una cuerda de la guitarra donde alguien, sea quien sea, toca interminablemente una danza que alegra de igual modo a la luna y al sol.
La casa en ruinas
Une rose dans les ténèbres
S. M.
Hoy he vuelto a la casa donde un día mi infancia campesina conociera el pavor y la extraña melodía de encontrar otra vez lo que muriera. Ya nada atemoriza, nada altera el ritmo de la sangre. Aquí vivía (cuando era mi vida primavera) la que a los niños en dioses convertía. Vacío el caserón, rotas las jarras que las rosas colmaron de belleza, en vano vine en busca de mí mismo: todo es inútil ya, perdidas las amarras, y vencedoras las ruinas, es la pobreza la única rosa nacida en el abismo.
Génesis
Sus rodillas de piedra, sus mejillas frescas aún de la reciente alga; sus manos enterradas en la arcilla que el cuerpo oscuro hacia la luz cabalga; y su testa nonata todavía, blanda silla de recóndita luz, de espera larga, fue ascendiendo detrás de la semilla ida del verbo a la región amarga. Ciego era Adán cuando la augusta mano le impartió su humedad al rostro frío. Por el verbo del agua se hizo humano, por el agua, que es llanto en desvarío, se fue mudando hacia el jardín cercano e incendió con su luz el astro frío.
Incluido en Diez poetas cubanos de Cintio Vitier (1948)
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