Nuevo Jerusalén
¿Y hollaron esos pies, antaño, los verdes montes de Inglaterra? ¿Y viose el sacro Cordero de Dios por los pastos ingleses, placenteros? Resplandeció el divino rostro sobre nuestras colinas nubladas? ¿Y edificose una Jerusalén en medio de esos negros, satánicos molinos? ¡Dadme mi arco de oro ardiente! ¡Dadme mis flechas de deseo! ¡Traed mi lanza! ¡Abríos, oh nubes! ¡Traedme mi carro de llama! No cejará en mi espíritu la lucha ni ha de dormirse en mi mano la espada, hasta que levantemos otra Jerusalén en el solar verdeante y dulce de Inglaterra. Traducción de Màrie Montand
Un sueño
Cierta vez un sueño tejió una sombra sobre mi cama que un ángel protegía: era una hormiga que se había perdido por la hierba donde yo creía que estaba. Confundida, perpleja y desesperada, oscura, cercada por tinieblas, exhausta, tropezaba entre la extendida maraña, toda desconsolada, y le escuché decir: «¡Oh, hijos míos! ¿Acaso lloran? ¿Oirán cómo suspira su padre? ¿Acaso rondan por ahí para buscarme? ¿Acaso regresan y sollozan por mí?» Compadecido, solté una lágrima; pero cerca vi una luciérnaga, que respondió: «¿Qué quejido humano convoca al guardián de la noche? Me corresponde iluminar la arboleda mientras el escarabajo hace su ronda: sigue ahora el zumbido del escarabajo; pequeña vagabunda, vuelve pronto a casa.»
Canto del reír
Cuando los verdes bosques ríen con la voz del júbilo, y el arroyo encrespado se desplaza riendo; cuando ríe el aire con nuestras divertidas ocurrencias, y la verde colina ríe del estrépito que hacemos; cuando los prados ríen con vívidos verdes, y ríe la langosta ante la escena gozosa; cuando Mary y Susan y Emily cantan «¡ja, ja, ji!» con sus dulces bocas redondas. Cuando los pájaros pintados ríen en la sombra donde nuestra mesa desborda de cerezas y nueces, acercaos y alegraos, y uníos a mí, para cantar en dulce coro el «¡ja, ja, ji!» Traducción de Antonio Restrepo
La primavera
¡Que resuene el flautín que ahora está callado! Delicia de las aves de día y de noche; el ruiseñor en la quebrada, la alondra en el cielo, festivamente, festivamente, festivamente, para darle la bienvenida al año. El muchachito, repleto de gozo; la muchachita, dulce y diminuta; el gallo canta como tú lo haces; voz alborozada, barullo infantil, jubilosamente, jubilosamente, para darle la bienvenida al año. Corderito, aquí estoy; acércate y lame mi blanco cuello; deja que tironee tu lanilla suave; déjame besar tu suave rostro: jubilosamente, jubilosamente, para darle la bienvenida al año.
La noche
Desciende el sol por el oeste, brilla el lucero vespertino; los pájaros están callados en sus nidos, y yo debo buscar el mío. La luna, como una flor en el alto arco del cielo, con deleite silencioso, se instala y sonríe en la noche. Adiós, campos verdes y arboledas dichosas donde los rebaños hallaron su deleite. Donde los corderos pastaron, andan en silencio los pies de los ángeles luminosos; sin ser vistos vierten bendiciones y júbilos incesantes, sobre cada pimpollo y cada capullo, y sobre cada corazón dormido. Miran hasta en nidos impensados donde las aves se abrigan; visitan las cuevas de todas las fieras, para protegerlas de todo mal. Si ven que alguien llora en vez de estar durmiendo, derraman sueño sobre su cabeza y se sientan junto a su cama. Cuando lobos y tigres aúllan por su presa, se detienen y lloran apenados; tratan de desviar su sed en otro sentido, y los alejan de las ovejas. Pero si embisten enfurecidos, los ángeles con gran cautela amparan a cada espíritu manso para que hereden mundos nuevos. Y allí, el león de ojos enrojecidos vertirá lágrimas doradas, y compadecido por los tiernos llantos, andará en torno de la manada, y dirá: «La ira, por su mansedumbre, y la enfermedad, por su salud, es expulsada de nuestro día inmortal. Y ahora junto a ti, cordero que balas, puedo recostarme y dormir; o pensar en quien llevaba tu nombre, pastar después de ti y llorar. Pues lavada en el río de la vida mi reluciente melena brillará para siempre como el oro, mientras yo vigilo el redil.
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