Después de las erupciones que iniciaron el desastre, lejos de aplacarse, los volcanes se irritaron todavía más. Como al conjuro de una orden demoniaca y mostrando una cólera escondida bajo la tierra durante eones, miles de cráteres despertaron casi a la vez y entraron en actividad en todas partes. Los aludes de lava se paseaban inexorables, como poderosos señores de la destrucción. Las cenizas arrojadas al aire desde todos los confines del planeta hacían al cielo cada vez menos respirable. Además del fuego y el humo, hubo sismos y tormentas, montes arrancados de raíz, desiertos tragados por las aguas y bosques perdidos en huracanadas alturas. El mundo, tal como era conocido, jamás volvería a ser el mismo.
Apenas en las primeras horas del cataclismo, la pequeña isla de Lyrica fue uno de los territorios más afectados. Sus campos, ciudades y memorias desaparecieron casi por completo bajo el puño portentoso de las aguas. El amable y azul novio de las costas se había convertido en un monstruo irreconocible. Unas escasas cumbres, como dedos desesperados que intentaran pedir ayuda, era todo lo que había dejado sobre la superficie el furioso impacto del leviatán oceánico.
En una de las cimas, no sin visibles heridas, una casa se mantenía en pie. Había sido una cómoda residencia de descanso, una perla blanca rodeada por todas partes del verde cojín del monte y la vista azul del litoral. Sin embargo, ahora, bajo el hambriento asedio de las olas y casi sumergida en la cortina gris de un aire cada vez más viciado, parecía un fantasma enfermo, un alma abandonada hasta por los mismos poderes que debían castigar sus posibles pecados.
Pero justo en esa casa, en el último rastro de lo que fuera Lyrica, se produciría el encuentro de dos desconocidos. La doctora Oda Donné y el escritor Feder Dichter, dos turistas de vacaciones en la isla, fueron los únicos sobrevivientes a la tragedia.
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