Aunque había amanecido desde hacía un buen rato, una leve claridad tras las cortinas era la única señal del día. Las ráfagas de un aire denso, cargado de cenizas, y unas lóbregas olas cercaban la casa. El agua ya lamía los escalones de la entrada.
Tras unas horas de sueño, algo recuperados de las impresiones de la jornada anterior, Oda y Feder se encontraron. La llegada, toda una odisea, los había dejado exhaustos. Una balsa de goma, desplegada por los instructores de buceo de un complejo hotelero cercano, fue el ángel flotante que los condujo a salvarse. El resto de los pasajeros, otros cuatro turistas más un buzo, no tuvo igual suerte.
El desayuno fue triste. Oda había perdido a su mejor amiga. Feder, al matrimonio de sus editores. Solos en la casa, donde encontraron todavía algunos alimentos y agua potable, intentaron acomodarse lo mejor posible. Las habitaciones de la segunda planta, aunque cerradas las ventanas por las escorias que arrastraba el viento, eran estupendas. Más que la incomodidad por la falta de electricidad, los devastaba la ignorancia. Ya ningún aparato funcionaba a esas horas. Entre un suceso y otro, llevaban unos tres días sin noticia alguna.
–¿Existirá el mundo todavía?
–Al menos, existimos nosotros, doctora. ¿Ha comido? Por favor…
Ella, a pesar de la tristeza, aceptó aquel amable ofrecimiento. Luego limpió y cosió una fea cortadura que descubriera en el antebrazo de él.
–¿Usted sabe, Feder? He leído su obra. Aunque prefiero su poesía.
–Pues, se lo agradezco… Pero, mire ahora, ¿de qué sirven los poemas, mis novelas, mis cuentos?
–Oh, no, no diga eso… Ustedes los escritores tienen una magia especial que es siempre útil. Eso es un talento admirable…
–La magia es suya. Yo no sabría curar y coser esta herida.
–No lo crea. Usted podría aprender a atender una cortadura. Yo jamás haré un poema. Y la poesía puede curar el alma o, al menos, aliviarla.
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