La noche siguiente fue terrible para Oda. Una pesadilla la despertó y se aterró al no reconocer el sitio oscuro donde estaba. Unos segundos después, tras la puerta, un agitado Feder preguntaba si estaba bien. La mujer tranquilizó a su acompañante, pero no logró volver a dormir. Allí quedó, triste, recogida en un indefenso ovillo.
Sin voluntad, pasó el día en la cama. Sus pensamientos ya solo aceptaban rendirse y esperar el fin. Sería un último capítulo que las ráfagas y la furia del agua de seguro tenían ya previsto. Caía la noche cuando un toque en la puerta, y un reclamo atento, lograron que al menos se sentara sobre el lecho.
La voz amable pidió permiso. Una mano, con una gruesa vela un poco ridícula, y otra alzando una bandeja, se asomaron a la puerta.
–Doctora, otra vez sin comer nada todo el día…
El escritor era muy gentil, no merecía ser maltratado. Jamás imaginó ella que sería alguna vez su compañero de infortunio.
–Ay, Feder, yo no tengo remedio ya…
–Hasta tenemos un servicio de primera. Conservas frescas y este horrible cirio que apareció en la despensa. Pero lo cambié. Ahora se llama nuestro candelabro de lujo. La invito a cenar.
–¿De veras cree que cambiar las palabras ayuda en algo? –Oda tuvo que sonreír. Él otro ripostó–. Usted misma lo dijo ayer.
Sí, él lo creía. Pero más que creerlo, lo llevó a cabo. Las palabras podían sanarlo todo. La palabra cena, llevó a la palabra ánimo. Luego la palabra calma, las muchas palabras de la palabra diálogo, y al fin, la palabra sonrisa, empezaron a tejer un tibio refugio, una isla a salvo. Despacio, la palabra tiniebla se convirtió en tenue luz. Al desastre lo desdibujó la palabra compañía y los miedos callaron ante la palabra humanidad. Durante la noche, luego compartida madrugada, las buenas palabras se apoderaron del mundo.
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