El alba, a pesar de las luces que nunca brillaron del todo, lució distinta para los dos sobrevivientes. Después de una larga velada, donde conversaron de lo humano, lo propio y lo divino, Oda y Feder acordaron ir a dormir. A pedido de ella, el escritor compartió la espaciosa habitación. La soledad me aterra más que todo, confesó la mujer. Has logrado al menos espantar mi tristeza, explicó sin recato y sonrió, por enésima vez desde la noche.
Casi a mitad del día despertaron. Alrededor todo empeoraba. Tanto el agua como el viento habían hecho progresos en su sistemático empeño de acabar con la casa. El sótano estaba casi por completo anegado. El oleaje ya amenazaba el piso de la planta baja.
De mutuo acuerdo, intentaron reunir algunas vituallas, luces, mantas, lo que sirviera para resistir. Los resultados fueron escasísimos. Prácticamente, podrían hacer sólo una comida más. Dos linternas descargadas y nada que sirviera para navegar o comunicarse, fueron los hallazgos. Sin embargo, el desespero no acudió a atormentarlos. Estar ocupados, todavía disfrutando el diálogo, los ayudó a superar las horas. Conversar, descubrirse, hallar consuelo y comprensión en el único prójimo cercano, fue un incomparable bálsamo de paz.
Apenas se hizo la noche, en despreocupado despilfarro, abrieron las últimas conservas de carne y fruta que habitaban la despensa de la casa. La segunda mitad del ridículo cirio, nuestro candelabro, rectificó Oda, coronó el centro de la mesa. Ella estrenó un hermoso vestido de blancos tejidos, que había encontrado en un incongruente ropero todavía útil. Él ofreció, como sobremesa llena de equívocos y olvidos, un improvisado recital de sus poemas. Una botella de vino, cuya aparición aplaudieron con entusiastas vítores, fue el colofón del festejo.
Esa mínima alegría, compartida, natural, casi primitiva, fue la puerta que dejó entrar hasta los dos, cual bálsamo todavía mejor, al primer beso.
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