Primero fue la risa de ella. Un pájaro enjaulado detrás de las tristezas, se liberó a través de la garganta de Oda. El mundo quizás no llegaría a mañana. La pena, el recuerdo de los muertos, el desconsuelo por todo lo que fue o no sería, no los abandonaban. Pero ahora, aquí, todavía estaban vivos.
Feder se empeñó en pintar su risa. Sin papeles, sin nada más que sus palabras en el espacio. Dibujó paisajes con sus verbos. Levantó catedrales, calles mutuas, historias de bosques y de astros hechos con su risa. Fundó nombres y leyendas en la risa de sus pies, de su cintura, de su cuello. Escribió a través del vacío, encima de las miradas, alrededor de un beso. Hasta que escribió en sus labios, en su espalda, en un abrazo donde, al fin junto a ella, se escribió a sí mismo.
Oda, embriagada de una libertad desconocida, posó para él. Primero para sus ojos, luego ante su voz y, al final, posó para sus manos y caricias. Entonces abrió sus murallas y destrozó miedos y secretos. Rompió los diques de sus diques. Despertó sus piedras, sus más hondos cimientos de mujer. Después, se hizo cielo y cabalgó sobre una estampida de soles y deseos que, inexorables, habrían de cumplirse ya.
Se besaron y abrazaron y miraron mil veces. Unieron sus sexos, sus mentes, sus almas. Sorbieron sus jugos más íntimos y revelaron sus más atrevidos pensamientos para entonces, a dúo, hacerlos posibles. Se mojaron de flores vivas, de labios y dedos, de todos los sonidos. Intercambiaron olores, carcajadas, estallidos, ríos de espuma. Jugaron a torturarse, a explorarse, a ser enemigos, a perseguirse, a orinarse, a bañarse, a vestirse, a desnudarse, a mancharse para bañarse de nuevo.
Con cada orgasmo, fundaban un mundo y lo regalaban al otro. Al final del placer, se morían juntos. Luego volvían a matarse, dulce, húmeda y apasionadamente, tan sólo para poder seguir viviendo. Aquí. Ahora.
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