Se habían terminado los alimentos y las bebidas. El último pedazo del cirio desapareció después de la eterna jornada amorosa. Otra vez, aunque el sol luchaba desde el cielo, las sombras tomaban la casa. El aire oscuro, ametrallando a golpes los cristales, no amainaba. En la planta baja, las líquidas corrientes se apoderaban de cada espacio, tal una jauría en la disputa de una presa.
En el piso de arriba, en medio de un amanecer mutuo, con resplandores propios, Oda y Feder se contemplaban en silencio, como adolescentes enamorados. Desnudos, uno frente al otro, ahora sustituían las palabras por el sentimiento, por los actos elementales que revelaban sus ojos y sus manos. Las palabras, esos duendes que los habían unido, ahora eran innecesarias.
Seguramente el final estaba cerca. El embate de los elementos hacía crujir, un segundo sí y otro también, cada músculo y cada hueso y cada nervio de la casa. Las alas gélidas de la muerte, esa eterna envidiosa seca, esa cáscara insatisfecha y cobarde, pronto traerían sus nevadas. Sus legiones, vestidas de aguas y ventarrones, cargaban el desaliento, la oscuridad, el frío. La sádica agonía prepararía el terreno a su jefa.
Fue un roce, otra sonrisa, un mínimo movimiento. Un beso, siempre heraldo, siempre preludio, desató las respuestas. Empezaron a amarse, despacio, sabiéndose dueños de todo el tiempo. Como si ahora fuera nunca, o como siempre. Pero, esta vez, fueron todavía más lejos.
Agotadas las fuerzas, pero negados a rendirse, se sirvieron a sí mismos. Ella bebió de su hombre, primero la saliva, luego el semen, después la sangre. El escritor era un corazón abierto, una carne vital, un fruto que mataba a la sed, que espantaba el hambre. Él penetró por su vientre, se sació de espumas, saboreó su útero, mordió sus semillas. Con ternura, en total y cómplice entrega, Oda y Feder se devoraban y daban la vida.
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