La claridad del día casi murió sin nacer. Unos iracundos nubarrones, semejantes a vientres infaustos, cruzaban veloces, cargados de brutal escoria volcánica. Las aguas, como animales, empezaron a reptar por los escalones hacia el piso superior. A la vez, sumergidas corrientes hacían una incesante labor de zapa contra pisos y cimientos. El líquido ejército asfixiaba los resquicios y sumergía formas, huellas y antiguas presencias. La casa, mientras se deshacía lentamente, iba perdiendo no solo su razón de ser y su forma física, sino también su pasado, sus recuerdos, y cada uno de los sentires que acogiera alguna vez bajo su amparo.
Sin embargo, para Oda y Feder, ya nada de eso tenía importancia.
Esa noche, al desaparecer el escaso sol y ennegrecerse el cielo, un pilar del techo cedió al fin en una de las esquinas y se desmayó rendido. Apenas un instante después, las fuerzas del desastre cobraron su última venganza sobre la casa que las desafiaba. Sin embargo, cuando el viento logró violar por fin a las ventanas y las abrió de par en par con densas cenizas y empellones; cuando las aguas alcanzaron de un encrespado y súbito manotazo la cama, ya era demasiado tarde.
Al menos contra aquel reducto ínfimo del espíritu humano, los heraldos de la tragedia habían perdido la batalla. Todavía sobre el lecho revuelto, bajo el ensalmo total e inderrotable del amor, estaban las dos bocas. Eran un interminable y reiterado viaje de ida y regreso de la una hasta la otra, un espejo frente a sí mismo, una sola alma. Unidas, felices, entregadas por completo a entregarse, a las palabras convertidas en verbos que solo ellas entendían y disfrutaban, resultaban ya imposibles de distinguir o separar. Mientras cada una todavía degustaba la vida, la boca de su otra boca, fueron incapaces de reconocer el sabor de la muerte.
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