Cuando llegué al Instituto de Literatura y Lingüística en octubre de 1989, Sergio Chaple fue de los primeros compañeros que me ofreció su apoyo y su confianza. Siempre pude contar con él, siempre tenía tiempo para mí, para mis preguntas, para contar alguna anécdota de su experiencia en Praga.
La joven que era entonces no sabía de prejuicios; al Instituto los malévolos le llamaban «las catacumbas», un lugar subterráneo y mohoso, desconectado de la vida cultural, donde se trabajaba sobre la literatura pero no se hacía literatura. Y el prejuicio se extendía a sus investigadores. Chaple fue de los que más los padeció. Compartió sus días del Instituto con labores en el Ministerio de Cultura, pero nadie lo recordaba arrogante. Todo lo contrario, me han contado que era asequible, cordial, amable. Así lo conocí en el ILL.
Tuve mi propio Rubicón que cruzar cuando elegí irme a estudiar a El Colegio de México. Recuerdo a Chaple ejercitando su bonhomía en el momento en que otros se pusieron del lado de la estupidez. Pero son recuerdos vagos. Lo que sí recuerdo cada vez que lo pienso son sus semi-siestas, recomendadas por el cardiólogo después del infarto o la operación (ya todo se mezcla): debía imaginar, nos contaba, un lugar tranquilo (una playa, una cascada) y dejarse llevar por la sensación para evitar el estrés. Cada miércoles después del almuerzo lo veíamos seguir las recomendaciones de su médico. Quizás fue ese rito lo que lo mantuvo con vida y buen humor durante tantos años.
Si hago memoria puedo dar cuenta de su admiración por Claudia Cardinale, Sofía Loren o Brigitte Bardot y su tremenda cultura cinematográfica. Tanto como de su inclaudicable pasión beisbolera, aunque hubiera perdido un ojo en su niñez por un pelotazo, y de sus cuentos de cuando trabajaba en una empresa tabaquera como mecanógrafo, en su juventud, y sí, era cierto que mecanografiaba rapidísimo y limpiamente. Su pasión operática y musical en general, de la que me beneficié alguna vez con grabaciones de las cálidas canciones napolitanas o el descubrimiento de que no siempre el mismo director conduce igual, y no todas las grabaciones son la misma cosa. Él podía recomendarme oír a Furtwängler en una u otra grabación, e intentar iluminarme acerca de las diferencias, que mi basta sensibilidad musical apenas percibía.
Me beneficié, además, de sus comentarios sobre autores que ya casi nadie lee, como Knut Hamsum o Zelma Lagerloff. Siempre era bueno conversar con él, siempre se aprendía, siempre podía contar con Chaple para aclarar lo que fuera. Y era un lector atento y solidario, sin concesiones. Recuerdo que en mi edición crítica de Jardín, la novela de Dulce María Loynaz, cometí el desliz de clasificar como aria un fragmento de La traviata y él me enmendó la plana.
Como terminamos siendo vecinos, en los últimos tiempos nos vimos a menudo. Ya él estaba jubilado, pero iba de vez en cuando a la casa empeñado en desasnarme en cuanto a la música y el cine. Me pasaba material para abrirme el mundo. Siempre se lo agradeceré.
Debió enfrentar acusaciones y contratiempos. Una hizo época, la acusación de Desiderio Navarro de que Chaple había plagiado a alguno de sus maestros, quizás a Bělič. No supe mucho de eso. Dicho sea de paso, sí estuve presente en el rocambolesco juicio en que, tiempo después, Guillermo Rodríguez Rivera acusaría a Desiderio de difamación por una razón similar. Con Chaple las cosas no llegaron a mayores. No era su temperamento.
Lo que sí me regocijó, porque Chaple era buena persona, fue la aparición de textos que esclarecen la actuación del poeta Juan Clemente Zenea, quitándole la razón a Cintio Vitier en su Rescate de Zenea, que contestaba un texto de Chaple. El libro de Cintio es el de un apasionado. Bellísimo, convence a fuerza de pasión. Pero al parecer, Chaple estaba en lo cierto. Lo celebré íntimamente.
Por cierto, y a propósito de ese íntimamente, recuerdo la fobia que le tenía a los adverbios terminados en –mente, que yo uso todo el tiempo. Hacía malabares para evitarlos, así que los «de modo tal» o «de manera más cual» sobrecargaban innecesariamente sus textos. Nunca averigüé de dónde provenía tal prejuicio; pero puedo dar fe de que en el Departamento de Literatura se leían los textos como si fuera un tribunal de la Inquisición. Detalle a detalle. Quizás de ahí proviniera su rechazo a los pobres adverbios en –mente.
Yo no puedo evitar recordarlo hablando atropelladamente, usando inopinadamente su muletilla favorita «cómo se llama esto…» y diciéndome todo el tiempo «Zaidita» (creo que era el único que lo hacía en el Instituto).
Trabajar juntos en la redacción del tomo III de la Historia de la literatura cubana, a donde llegué tardíamente para redactar uno de los artículos del Apéndice, fue una experiencia muy grata. Difícilmente Chaple imponía algo. Siempre prefería darle espacio al otro (o a la otra, en mi caso) para que hallara su propio camino. También puedo contar que fue él quien se acercó a mí con el encargo de explorar mi disposición a integrar las filas del PCC. Entendió mis razones para negarme, aunque expuso las suyas con el respeto y la amabilidad de siempre.
Esa amabilidad se filtró en su escritura. Sus cuentos más conocidos —«Usted sí puede tener un Buick», «Esta noche canta la Tebaldi», o «De cómo fueron los quince de Eugenia de Pardo y Pardo»— pintaban una época con la distancia de juicio que instala el humor. En sus últimos años publicó unos cuentos más centrados en su experiencia europea, un ajuste de cuentas con la nostalgia de su juventud.
Otros contratiempos tuvo. No solo familiares (que fueron unos cuantos) sino también profesionales. Como cuando su compilación de la correspondencia entre Alejo Carpentier y José Antonio Fernández de Castro estuvo esperando ver la luz durante años porque la Fundación Carpentier no autorizaba la publicación. Pero él no se amargó. Eso no era lo suyo. Era un optimista imbatible. Siguió trabajando a Carpentier y ejercitó aquella virtud en la cual se centraba, a su juicio, el dilema de los personajes creados por aquél: la autenticidad. Esquivando las invitaciones de lo inauténtico (las sillas al borde del camino), siguió produciendo, mantuvo su campechanía y alcanzó a publicar incluso nuevos cuentos al final de su vida.
Tuvo una vida útil y mantuvo la vertical frente a los vendavales del mundo. Disfrutó y compartió su tremenda cultura y su pasión por el saber. No guardó rencores absurdos y estériles. No fue mezquino. Trabajó, cultivó la amistad y el conocimiento, vivió honradamente y fue feliz, a pesar de los pesares. Creo que por ello merece que honremos su memoria y nuestro aplauso.
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Ver también de esta serie por el 57 aniversario del Instituto de Literatura y Lingüística «Amado y recordado compañero»
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