El siete de diciembre del 2016 se llegará a los 150 años de la muerte de El Lugareño, uno de los intelectuales más destacados de toda la historia de la nación cubana: periodista con un sentido crítico indoblegablemente constructivo y promotor del progreso, ensayista y autor de cartas del mayor interés para conocer el siglo XIX nacional. Gaspar Betancourt Cisneros es ya un personaje de en pos de la modernidad en la Isla. Por ello mismo, aunque su biografía sea bien conocida, es útil recordarla para comprender que El Lugareño se colocó en situación de comprender una serie de ejes de la modernidad.
Estudió primero en Puerto Príncipe, y luego terminó su formación en Estados Unidos, particularmente en Filadelfia, donde trabajó en cuestiones comerciales. En 1823 formó parte de una comisión cubana que, desde Nueva York, se trasladó a la América del Sur para entrevistarse con Simón Bolívar a fin de interesarlo en la liberación de Cuba. Durante su estancia en los Estados Unidos, se ocupó con ardor de la política cubana, mientras, al mismo tiempo, continuaba estudios y de vez en cuando escribía algo para una publicación neoyorquina. Regresó a Puerto Príncipe en 1834, “[…] rico de conocimientos útiles, é [sic] impregnado de aquel fervoroso civismo que conservó siempre y que debía algún [sic] día elevar su nombre al igual de los más ilustres de Cuba”.1
Betancourt Cisneros alcanzó renombre periodístico hacia 1837, en que comenzó a escribir para la Gaceta de Puerto Príncipe las que habrían de ser sus célebres Escenas cotidianas. En esa misma época, concibe el proyecto de construir un ferrocarril —que habría de ser el segundo de Cuba— entre Puerto Príncipe y Nuevitas. Esta tarea lo absorbió por completo y, a pesar de las inmensas dificultades que se presentaron a su idea, logró concretarla. En 1846 se vio obligado a salir de Cuba, por exigencia del gobierno colonial; marchó a los Estados Unidos, y de allí a Europa, y vivió algún tiempo en Florencia y en París. Durante su destierro en Estados Unidos, fue presidente de la Junta Cubana de Nueva York, donde fundó el periódico La Verdad, desde el cual defendió ideas anexionistas, actitud que lo llevó incluso a polemizar, aunque siempre desde posiciones de respeto, con José Antonio Saco —cuya posición anti-anexionista es bien conocida— según se observa, entre otras, en su carta a este fechada en Nueva York el 13 de junio de 1849, donde escribe: “En cuanto a tonterías, es decir, a argumentos, te diré que tus amigos de corazón te respetan y te quieren siempre lo mismo: que han sentido mucho que te hayas pronunciado contra la anexión […]”.2 Decepcionado él mismo del programa anexionista, El Lugareño terminó por apartarse de semejante posición política. Tal evolución puede caracterizarse de la siguiente manera:
[…] pasados los años, su fervor anexionista se apagó. De aquella brasa viva de su pensamiento no le quedaron sino torvas y obscuras cenizas. Las palabras de Saco —blancas y altas— eran verdades entrañables. La incorporación de Cuba a la metrópoli norteamericana era una torpeza singular […]. El Lugareño se percató de esta realidad cerrada como un puño. Cuando vio —entre otras cosas— que el Comité de Relaciones Exteriores del Senado Norteamericano —en sesión memorable— se planteó la situación de Cuba, desde tres ángulos distintos —todos humillantes al decoro criollo—, él reacciona virilmente […]. Las razones que apunta, están penetradas del más vivo dolo. La dignidad y el decoro cubano se le antojan pisoteados y rotos. Rechaza “con indignación el hecho de ser tratados como salvajes y esclavos, vendidos en las playas de la Isla […]. Y antes de marcharse para Europa —en octubre de 1856— dice su nuevo credo. Reitera que la revolución es necesaria. Que la patria ha de levantarse como una antorcha viva de entre el lodo y la sombra del coloniaje. Que al cubano no le queda otro derrotero que luchar. “Sin revolución, señores —ya había dicho en minuto inolvidable y único— no hay patria posible; no hay derechos posibles, ni virtudes, ni honor para los cubanos”.3Desde el momento en que asumió que la anexión a los Estados Unidos resultaría un grave error, renegó de su actitud política inicial, y pasó, en efecto, hacia una postura separatista nítida. Apunta además Manuel de la Cruz: “Fue desde entonces un separatista convencido, resuelto, inquebrantable. Tuvo precursores; y más de una generación recogió su herencia, herencia de esfuerzos, de abnegación, de propaganda; pero entre los primeros ninguno puede disputarle el título del primer representante del sentimiento separatista”.4 Pero a pesar de su evolución hacia el independentismo, postura que ya no había de cambiar, sobre su memoria ha venido pesando injustamente una acusación de anexionismo.
El Lugareño en sí mismo representa una especie de síntesis individual de la evolución política cubana antes de 1868, en su tránsito desde una actitud de interés fundamental por las reformas económicas internas, para después pasar al anexionismo y de este al independentismo. Con su gran variedad de intereses y proyectos, y con el indudable respaldo que significaban tanto su brillante abolengo patricio, como su sólida fortuna personal —era poseedor de unas dos mil caballerías de tierra solo por su mayorazgo de Najasa—, El Lugareño tenía todas las cualidades necesarias para convertirse en un verdadero adalid cultural en su más amplio sentido. Vidal Morales y Morales se refiere a él considerándolo como una personalidad dotada de “[…] el alto rango que nuestra historia tiene asignado a un Arango y Parreño, a un Varela, a un Luz, a un Saco, a un Del Monte, a un Pozos Dulces”.5
En tal sentido había que recordar su afán educador, que hizo que Vidal Morales y Morales lo incluyera entre “[…] los hombres más prominentes entre los muchos a quienes esta causa [Nota: la de la educación de Cuba] debe eterna gratitud”.6 Conviene detenerse en sus Escenas cotidianas, pues tienen una significación que rebasa, con mucho, los marcos estrechos del ámbito provincial que las nutrió y en los que se inscriben temáticamente. En primer término, aunque la crítica literaria —la que más atención ha prestado a estos textos suyos— se haya limitado a comentarios del todo superficiales sobre ellas, las Escenas son uno de los índices más tempranos y característicos de la prosa romántica cubana, mientras que, por otra parte, revelan el carácter ecléctico del romanticismo insular, rasgo de estilo que responde también a una manera peculiar de enfrentarse a la cultura de la Isla.
Uno de los rasgos característicos de las Escenas cotidianas es su marcado eclecticismo literario, en el cual el escritor oscila entre el romanticismo en boga y una cierta crítica sobre este. Se trata de un matiz que estaba ya en la Península, y que relacionaban con el hecho de que el romanticismo hispánico —y también el cubano— estaba marcado por el diálogo cultural, sobre todo a nivel de las publicaciones periódicas, espacio que mantendrá su vigencia y será empleado todavía años más tarde para la fundación de la nueva escritura modernista:
[…] las verdaderas tertulias y los verdaderos cenáculos del romanticismo español fueron las revistas literarias, que constituían el medio natural de difusión de ideas modernas. En esto hay cierto grado de verdad; mas para el conocedor de dichas revistas la contra-réplica es evidentísima. No hay un solo año del siglo XIX en que ni siquiera una exigua mayoría de las aportaciones a dichas revistas tengan carácter romántico. El número de colaboraciones antirrománticas solía ser mayor, y el de las neutrales lo era siempre.7Escenas cotidianas, a su vez, constituye un ejemplo de este hibridismo. En medio de sus preocupaciones sociales, El Lugareño va consignando, de manera apenas perceptible a veces, la expansión de la nueva era romántica en los más variados espacios de la cultura nacional, y no solo en el campo literario. Obsérvese cómo, el 5 de septiembre de 1838, Betancourt alude —y a la vez critica con aspereza— a la simplificación del vals, pues entiende que este baile impuesto por la sensibilidad romántica “[…] se reduce a la insulsa monotonía de dar vueltas como trompos y perinolas, lo que ejecutan con facilidad cualesquiera trompos y perinolas”.8 Ese mismo artículo, reflexión con matices sarcásticos sobre los bailes en Puerto Príncipe, la emprende ferozmente contra un tipo humano configurado a partir de la nueva estética que moldea la cultura: el joven romántico. Apunta Betancourt al comentar la necesidad cultural del intercambio y diálogo, por él llamado con una frase —que conserva un relente del iluminismo— espíritu de asociación:
Tal vez a la falta de estas reuniones frecuentes y a la extraña moda del romanticismo mal entendido pudiera atribuirse la frialdad y descortesía que se nota en algunos jóvenes que pocos meses antes tocaban en zalameros de puros amorosos. Parece que es parte del seudorromanticismo de Puerto Príncipe, estar algo indispuesto; asumir un semblante triste, meditabundo y taciturno; alejarse del trato de las damas; dejarlas sentadas comiendo pavo por estarse en los portales y corredores de la casa de baile aderezando los descomunales lazos de la corbata, y puliendo la charolada cabellera de verónica.9
Es interesante constatar su percepción global del efecto de una actitud estética general en la conducta social, tanto en modales y vestuario como en psicología. La crítica a la pose romántica importada de Europa, entraña una defensa tácita de actitudes de mayor raíz idiosincrásica, que se manifiesta con tanta mayor fuerza a renglón seguido en una declaración que trasluce que Betancourt ha meditado con intensidad en los ejes de una identidad cultural criolla:
He dicho que nuestros jóvenes son naturalmente amorosos, festivos, corteses con los demás. La bella índole, el genio alegre de los hijos del trópico no debe malograrse para la sociedad, por una moda ridícula, por una servil imitación. Que sacudamos los antiguos hábitos, las rutinas de tierra adentro, vaya que sea; pero que troquemos nuestras dotes más apreciables por fruslerías, insustancialidad y ridiculeces, no nos tiene cuenta a la verdad. Vale más, tirada la cuenta, que las muchachas nos culpen de enamorados, que no de fríos y descorteses.10
Hay que subrayar que la propia práctica periodística de Betancourt en las Escenas cotidianas, con su marcada tendencia costumbrista, es un elemento romántico fundamental en su percepción de la cultura, toda vez que fue en la era romántica estrictamente europea que la percepción —teórica o descriptiva— de la vida cultural dejó de constreñirse al espacio urbano, intelectual y político (que habían sido coordenadas básicas en el pensamiento cultural iluminista), para incorporar los márgenes, tanto geográficos —desbordamiento extra europeo hacia América, Asia, África—, como sociales —el mendigo, la prostituta, el pirata, el bandido—, como de hábitos de convivencia —el campesino, el montañés, todo el pintoresquismo regional que se inserta en las descripciones costumbristas—, como de encuadre epocal —medievalismo, historicismo, afán arqueológico, auge de la lingüística histórica—. Hay que apuntar, además, que la marcada tendencia costumbrista de Betancourt se vincula, de modo directo, con un rasgo fundamental del Romanticismo literario. Como señala Juan Luis Alborg, “Probablemente ningún otro género alcanza tan amplio cultivo durante la época romántica como el costumbrismo, género menor y quizás por esto mismo al alcance de más numerosas fortunas”.11
El costumbrismo en las Escenas cotidianas entraña, pues, una primera y altamente ecléctica apertura. La práctica periodística de Betancourt, incluso en sus críticas a ciertas zonas de instalación de lo romántico, es también ecléctica en sus temas, en su voluntad de abarcar en sus críticas las más variadas esferas de la sociedad regional a la que pone en escena, tanto para su mejoramiento, como para su difusión en el ámbito habanero: podría considerarse que las Escenas cotidianas dan uno de los primeros y más intensos testimonios del conflictivo diálogo cultural entre la capital y las provincias de la Isla. Por otra parte, se puede constatar que el quehacer costumbrista de Betancourt era, también, una muestra fascinante de orientación hacia la Modernidad, aspecto fascinante si se piensa que él era provinciano por partida doble, por habitante colonial y por principeño, alejado incluso de la capital insular.
El Lugareño, quien escribe sus Escenas cotidianas en la década del treinta, resulta un verdadero contemporáneo —tanto como los poetas cubanos de la lírica romántica europea— del costumbrismo peninsular, pues, en efecto, Alborg, al examinar el desarrollo del articulismo costumbrista español, comenta: “La opinión más generalmente aceptada localiza este movimiento entre 1830 y 1850, es decir, coincidiendo en líneas generales con el Romanticismo, con el que comienza la afirmación de la personalidad en el siglo XIX”.12 El tema fundamental en las Escenas cotidianas es, sin la menor duda, el progreso cultural.
Para Betancourt este es un aspecto que se diría obsesivo en su periodismo, y, también, se diría que es la justificación y también la finalidad política de su labor informativa: “No hay que soltar la pluma, compañeros: el progreso es una necesidad del siglo, ninguno ceda el terreno, ni abandone el puesto en que se ha colocado”.13 Es interesante, porque este intelectual provinciano, al priorizar la idea de progreso, se aparta un tanto de la concepción herderiana de cultura, que se asienta, sobre todo, en la noción de estabilidad y tradición inamovible. Betancourt resulta, así una nota de variedad en las ideas sobre la cultura en la primera mitad del s. XIX cubano. Para él, se trataba de un contraste, aun de un combate, por una parte feroz, indeclinable y expuesto con brillantez, entre los hombres de progreso y los hombres de retroceso, quienes son visualizados con tintes de epicidad:
No vacilemos, veteranos del siglo: la lucha entre progresistas y retrógrados camagüeyanos no puede ser dudosa. Los mártires del progreso renovarán la gloria de los mártires del cristianismo y su triunfo.
Los progresistas queremos fundar escuelas y talleres en los puestos que hoy ocupan los retrógrados con billares y tabernas. Aquellos ilustran y enriquecen; estos estupidizan y empobrecen. ¿Por cuáles se decidirá el pueblo?
Los progresistas necesitan calles empedradas y alumbradas durante la noche; los retrógrados se alimentan de fango y viven mejor en las tinieblas. ¿No se decidirá el pueblo por las conveniencias sociales y la luz perenne?
Los progresistas necesitan de plazas, teatros, alamedas y mercados; los retrógrados no quieren que haya lugares destinados a cultivar el espíritu de sociedad, donde se remuevan las simpatías de los hijos de un mismo pueblo, y se estrechen los lazos de amistad, amor e interés. ¿El pueblo ignora acaso que los que no se ven ni se tratan, no se aman?
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