En este aniversario de uno de los grandes del periodismo y las letras cubanas, hay que llamar la atención también sobre la modernidad de su perspectiva crítica. Adviértase el peso específico que concede Betancourt a la comunicación social como factor de cultura; resulta, sin duda, un factor más de modernidad en sus ideas, dado que la cultura demorará todavía en ser conceptualizada —segunda mitad del siglo XX— con criterio semiológico por la Escuela de Tartu, a quien se debe la consideración más acabada de la cultura como macro sistema de comunicación.
Como progresista cabal, el autor de las Escenas cotidianas aborda sus temas sobre la base de una función asumida y, además, declarada: “Quiero ser los ojos del Camagüey para ver todo lo que le sobra o falta; quiero ser los oídos del Camagüey para estar siempre de escucha”.15 Es por ello que dedica especial atención a las fiestas populares conocidas como el San Juan, el carnaval principeño —recibía tal patronímico por celebrarse en los días de San Juan y San Pedro—. Vidal Morales se refiere a esto una manera muy expresiva:
Las fiestas de San Juan y de San Pedro, con inimitable estilo y delicado donaire descritas en sus artículos San Juaneros por El Lugareño, eran el cuadro vivo y animado de las patriarcales costumbres, la diversión privilegiada y favorita de aquel pueblo: en ellas los jóvenes hacían gala de su habilidad y destreza para regir el airoso potro tierra adentro, lucían bulliciosas, alegres y brillantes comparsas y cubiertas de albo lienzo, ensabanadas, velaban su espléndida hermosura garridas mozas de ojos negros de mirar profundo y piel de alabastro.16
Las escenas dedicadas al carnaval principeño son, antes que un complaciente cromo pintoresquista, una vía para estimular la transformación cultural de su ciudad. Así, por ejemplo, en la escena del 23 de junio de 1838, pasa Betancourt rápida revista a los sitios de lacra social de la ciudad —en tono semejante al empleado, sobre el mismo tema por su muy apreciado amigo Saco en Memorias sobre la vagancia en Cuba— y traza, con fluidez vertiginosa, un retrato sociológico de Puerto Príncipe: los billares —“academias de ociosidad y vagancia”17—, la escribanía de intrigas laberínticas, las tabernas —“mina explotada a costa de la reputación y salud de centenares de trabajadores”18—; incluso se atreve a aludir, con muy pocos velos, al callejón de prostitutas de la pequeña villa provinciana, sitio destinado a que “[…] juventud más loca e incauta que corrompida encuentre dolencias donde esperaba placeres”,19 sin dejar de mencionar, por supuesto, esa preocupación cubana que aparece desde José Antonio Saco, pasando por el José Ramón de Betancourt —en Una feria de la Caridad de 183…—, hasta el Carlos Loveira de Generales y doctores: la mesa de juego, esa “[…] vergüenza de las vergüenzas, la traición de las traiciones: el amigo ganándole sus bienes al amigo; el astuto tahúr engañando y corrompiendo al inexperto joven […]”.20 La propia imagen del San Juan, por otra parte, no es siempre —en las varias Escenas cotidianas que abordan el tema— exactamente el panorama idílico de un carnaval, tal como parece pensar Vidal Morales, quien quizás no leyó las Escenas cotidianas con el necesario detenimiento. Betancourt, ante todo, critica en sus artículos la antigua y algo bárbara tradición del San Juan a caballo, destinado en lo esencial a un salvaje embriagarse y a una promiscuidad apenas velada por el periodista:
Reducida la diversión a dar voces y carreras a caballo, usar los trajes más groseros, pujar las gracias insulsas, a veces por acciones indecorosas o palabras puercas e indecentes, nada le ofrecía al extranjero que no corroborase el concepto de un populacho soez e ignorante. Apenas podría percibir la línea que separa al hombre de educación del rústico, a la clase opulenta y de tono de la miserable y humilde; porque el más caballero pujador se esmeraba en lo sucio del traje para hacer un lucido mamarracho, y no era el menor comprobante de agudeza, soltarse al pasar por delante de las señoras sendas desvergüenzas, que el gusto de entonces celebraba, como hiciesen reír. Así la costumbre autorizaba sus vicios, su clase, sus defectos y hasta sus enfermedades; que se diesen golpes con vejigas atadas a la extremidad de un garrote; que se tiznasen y se pintasen de mil maneras a cuál más extravagante y sucia; y finalmente, por colmo de ignorancia, si no de inmoralidad que saliesen ambos sexos en un mismo caballo. Tal era el San Juan así de día como de noche hasta el año de 1816 en que uno de tantos insultos como se prodigaban a las señoras, aun de más respeto, dio lugar a procedimientos judiciales, ya en época más ilustrada en que el pueblo no podía tolerar groserías de esta calaña.21
Betancourt, en esta descripción valorativa, está proyectando el ascenso gradual de una burguesía criolla, que aspira a una organización civil diversa, a una urbanidad, en fin, en la cual se liquidaran los elementos rudamente populares que habían caracterizado los festejos de la villa ganadera en el siglo XVIII. Una vez abandonada esa brutal manera de diversión, carente de refinamiento, pero de fuerte sabor popular, El Lugareño insiste en espolear a sus conciudadanos a desarrollar modalidades diferentes de diversión pública, lo cual, empero, no era tan sencillo: el carnaval, de origen humilde y vulgar, no era remodelable por el patriciado principeño. El 7 de julio de 1838, El Lugareño escribe:
Este San Juan ha sido bastante festivo; pero no ingenioso. En toda la feria no ha sobresalido una idea nueva, ni un graciosa, ni sublime: ha faltado la invención como si no hubiera un solo genio capaz de crear. La causa de esto merece desenvolverla. Preparada ya la opinión del público sensato contra el San Juan a caballo; convencidos los jóvenes de ambos sexos de que San Juan a caballo y oscurantismo y retrogradación son una misma cosa; sabedores de que nuestras calles estrechas se verían ocupadas por los caballos, no concertaron comparsas, ni ensayaron danzas graciosas, ni prepararon vestidos ricos, ni ideas ingeniosas, por temor de verse atropellados, confundidos entre la turba de negros, muchachos y guajiros a caballo, y expuestos cuando menos a perder sus trajes como en los años anteriores. En tal indecisión, lo poco que se hizo fue de momento, o se echó mano de lo viejo.22
Las Escenas cotidianas no fueron escritas como un ejercicio literario neto. Por el contrario, el propio Betancourt afirmó, en carta a Domingo del Monte, el carácter no literario, espontáneo de esos textos. No hay que suscribir por completo esa afirmación, que, en el fondo, podía no ser sino una ratificación de ciertas actitudes románticas, pero no puede dejar de tenerse en cuenta la intención de subrayar el sentido pragmático de esos textos periodísticos.23 Bajo tal actitud —más o menos sincera, pero permeada del culto romántico a la espontaneidad—, lo fundamental para El Lugareño era la función social crítica que asignaba a sus artículos: “[…] no creo que mis producciones tengan otro mérito que el de una intención pura, muy patriótica, y un deseo fervorosísimo de que se corrijan los innumerables errores de nuestras costumbres y opiniones”.24 Precisamente, fue obvio que la censura española tuvo la misma opinión que Betancourt, y lo hizo sufrir numerosos embates y un tácito aislamiento. El Lugareño, por supuesto, estaba por completo imbuido de lo que sucedía, y no dejó de comentarlo con su inveterado corresponsal Domingo del Monte, como se hace evidente en el siguiente pasaje referido a las Escenas cotidianas, en el cual se evidencia el peculiar gracejo y el perfecto dominio de la tesitura de la expresión popular que caracterizó el estilo de Betancourt:
Yo estoy soltando cuero y cáscara, huesos y espinas en la imprenta: he dicho más verdades que Padre Valencia, y me propongo decir todavía más, mientras taita Ignacio [Nota: se trata de Ignacio Francisco de Agramonte y Recio, quien fungía como censor gubernamental en Puerto Príncipe en esa época] me suscriba el puede imprimirse Agramonte. Unas veces las envuelvo entre arroz con leche, otras en humito de tabaco y otras entre el populacho y las costumbres y ellas están pasando. Si están bien o mal escritas, yo no lo sé, pero así salen y así están haciendo su efecto. Si V. quiere ver algo, véase con Valle, Armas o Bachiller, pues a mí no me dan más que cuatro gacetas, y eso porque aflojo mi pesetanga por ellas y otra pesetanga a los impresores para aguardiente, tabaco, aceitunas y galletas. Me dicen que en la Habana le niegan el pan a las Escenas cotidianas, y Sagarra no ha podido conseguir en Cuba que inserten una siquiera. 25
Nótese, entre tantos detalles reveladores contenidos en este pasaje, cómo las Escenas cotidianas, a pesar de los tonos costumbristas y su pintoresco humor, no habían podido engañar a los censores de La Habana y de Santiago de Cuba, sobre quienes Betancourt, desde luego, no podía tener el mismo ascendiente personal que sobre los de Puerto Príncipe (es innecesario comentar a qué familia patricia camagüeyana pertenecía el censor del territorio, Ignacio Francisco Agramonte y Recio).
Las Escenas cotidianas del Lugareño, a pesar de su afilada crítica, están escritas desde un hondo compromiso con la cultura de la región natal y de la Isla. Para Betancourt, el análisis cultural realizado en sus textos periodísticos era un instrumento de participación para estimular el progreso y defender una política de responsabilidad con la maltratada colonia. Ese espíritu de sus textos permite considerar Escenas cotidianas como uno de los momentos de consolidación de la crítica cultural cubana en el siglo XIX. Nada puede demostrar esto con tanta claridad como la respuesta epistolar de Betancourt a Domingo del Monte, a propósito del opúsculo de este último, Movimiento intelectual en Puerto Príncipe. En efecto, esta obrita comienza con las siguientes consideraciones:
El hombre más indiferente a los adelantamientos de la ilustración en nuestra Isla, no puede menos de regocijarse al contemplar los progresos palpables que va haciendo en la ciudad de Puerto Príncipe, de poco tiempo a esta parte. Separada del resto de las poblaciones principales de la misma Isla por distancias inmensas, y por lo intransitable y molesto de los caminos; sin comercio, porque carecía absolutamente de industria, estando reducida esta a la crianza de ganados; las únicas luces de civilización que recibía, así rezagada del mundo, eran las escasas que les llevaban los litigantes y bachilleres de la Habana, que tenían que trasladarse por fuerza a ella, los unos a ejercitar sus pleitos, los otros a recibirse de abogados.26
En una carta del 24 de diciembre de 1838, El Lugareño responde a del Monte con amistoso comedimiento, pero con intensidad de patriota que defiende sus ideas. Luego de un comentario somero sobre la reacción que ha provocado el opúsculo delmontino en Puerto Príncipe, Betancourt escribe una respuesta en la que está contenida, más allá de la discusión sobre el texto de Delmonte, una apreciación general sobre la cultura de su tiempo:
Pero no es esto lo que más ha molestado, sino la especie de que los bachilleres y litigantes han venido a civilizarnos. Aquí tomo yo parte, ¡voto a bríos! Y la tomo a fuer de camagüeyano. La civilización es un sol, camarada, que brilla para todo el mundo: es el siglo que está haciendo su viaje redondo por la tierra: es un terremoto cuyo combustible está en la gran cordillera de América, en el Allegany, se inflama, estalla, y su sacudimiento se siente en todos los puntos de América. Unos participarán más que otros: esto es natural; pero los señores bachilleres y litigantes (excepto un Pepe, u otro así) no traen aquí más que pomadas, trabillas, y la mayor parte fruslerías e insustancialidades lechuguinas de que abunda la Habana más que Camagüey […]. Pero así pobres y feos, sepa V. Sr. Plantelista, que aquí hay virtudes muy sobresalientes y algunas muy peculiares del Camagüey. Yo no trueco los miserables camagüeyanos (y son sin cuento) por los botarates dilapidadores que hay por allá; ni los humildísimos demócratas que componen casi todo este pueblo, por la altanera aristocracia de la Habana. Verdad es que todo esto lo trae nuestra pobreza: aquí no hay en qué dilapidar, ni hay títulos ni rancias noblezas en que fundar la insolente vanidad de los grandes; pero ahora no tratamos de las causas sino del efecto, del hecho cual existe. Mis camagüeyanos en general son unos materialistas muy rústicos, es verdad, pero muy sólidos, con los cuales se pueden hacer muchas cosas buenas: en este pueblo se necesita fundar, crear; en aquel se necesita reformar: aquí es preciso aprender: allí desaprender ¿me entiende V.? Aquí necesitamos de habaneros: allá de camagüeyanos.27
El pasaje es por completo revelador. Ante todo, véase cómo Betancourt traza una imagen de la cultura de la Modernidad como proveniente de las transformaciones que se producían, en la hora, en Norteamérica. Como tantos intelectuales latinoamericanos del momento, piensa que hay una irradiación de lo moderno y que se extiende a todo el sur del Río Bravo. En segundo lugar, apunta que habrá una participación continental diversa en ese progreso cultural que percibe: es evidente que para él esto exigía, entonces, una labor de crítica cultural, difusión de nuevas ideas e impulso a la transformación —“fundar, crear”—. Al mismo tiempo, hay allí un balance implícito de aspectos relacionados con la confrontación entre regiones culturales en la Isla, que debiera traducirse en una integración de necesidades y aportes. La andanada de ingeniosa ironía, por lo demás, no cesará luego de la antes citada epístola: el 23 de febrero del año 1839 aparece en la Gaceta de Puerto Príncipe una escena que se titula —siguiendo la denominación del opúsculo delmontino— “Movimiento intelectual en Puerto Príncipe”. Betancourt se niega a dar la razón al ilustrado escritor que ha venido del occidente de la Isla para dedicar una mirada superficial al Puerto Príncipe, sin que pueda por ello comprender la esencia del movimiento de ideas que pretende caracterizar.
El Lugareño, sin embargo, tampoco desea sumarse a la reacción provinciana que ha atacado con furia a Del Monte; no quiere, en efecto, defender como bueno todo lo que ha criticado el articulista de El Plantel. Su justificación para esta postura equilibrada aparece en el texto y pone de manifiesto una manera personal de comprender el patriotismo en su relación con la crítica cultural. Se expresa así de un modo que anuncia mucho de lo que será esencial en el pensamiento de José Martí acerca de la cultura y su relación con el sentido de la patria:
El espíritu de provincialismo tiene su patria, como Napoleón tenía su política. La patria está en los breñales y selvas incultas, en las costumbres más bárbaras, en los hábitos más groseros, en las rutinas más inertes, en los privilegios y fueros más injustos. Cuanto más ignorante está un pueblo, tanto más concéntrico es su fanatismo provincial. Cuanto más pobre, tanto más dispuesto a romperse los cascos con sus hermanos y vecinos por una piara de marranos.
Pero hay una patria, y hay una civilización que desarrolla en el corazón del hombre un sentimiento noble, grandioso, expansivo, fecundo. El patriotismo es a la patria lo que el espacio a los cuerpos. Aumentad el cuerpo, multiplicado su volumen millones de veces; mayor será el espacio que se contenga. El alma del patriota abraza la patria entera.28
A partir de tal posición de principio, Betancourt refuta los argumentos de Del Monte sobre la cultura en Puerto Príncipe: la ciudad debe mucho de su progreso a la Audiencia Primada, mas no por la afluencia ella de los habaneros, sino por la inmigración dominicana que trajo consigo a profesores de primeras letras, literatos, periodistas. Se concluye entonces que Puerto Príncipe no ha buscado su progreso en el resto de la Isla, sino directamente en el exterior y se citan diversos ejemplos de catalanes, franceses e italianos que aportaron contribuciones inestimables a las ciencias y letras del territorio, el cual, en opinión de Betancourt, iba venciendo su aislamiento respecto al resto de la Isla a partir de iniciativas relacionadas también con el exterior de Cuba. El comentario realizado en esa escena periodística es más revelador.
En este segmento de la valoración, Betancourt se muestra vinculado con la tendencia que, entre muchos intelectuales latinoamericanos de los primeros dos tercios del siglo XIX, hacía concebir esperanzas especiales en las transformaciones que pudieran derivarse de la inmigración europea en América Latina. Es bien conocida la importancia que, como síntesis y más intensa expresión de tal postura, tiene buena parte de la obra del gran intelectual argentino Domingo Faustino Sarmiento. Véase cómo puede identificarse en El Lugareño elementos consonantes con esa línea de pensamiento, a la cual, más adelante, se contrapondrá de manera genial la concepción martiana sobre la cultura en nuestra América. El artículo de Betancourt concluye con una apelación al sentido ético y político del ejercicio de la crítica cultural: “Cuando la verdad está de por medio, cuando los progresos de la patria se interesan en ella, el patriota no disimula mentiras ni dobleces, sino con mano fuerte rasga el velo que venda los ojos del pueblo y le enseña sus defectos, sus necesidades, sus derechos y sus deberes. Ese es el patriota: el otro es el palaciego”.29 El Lugareño, sin la menor duda una figura intelectual y política de gran interés, tanto por sus luces como por sus errores de apreciación, atraviesa la primera mitad del siglo XIX y da testimonio crítica de un ambiente cultural e ideológico que trasciende los marcos de su región y permite visualizar ejes de toda la reflexión insular sobre la cultura. Él mismo cumplió, en su trayecto vital, la elección esencial que como hombre de cultura realizara: fue, en lo esencial, ante todo un patriota y nunca un palaciego.
1 Francisco Calcagno: Diccionario biográfico cubano. Imprenta y Librería de N. Ponce de León. Nueva York, 1878, p. 109.
2 Gaspar Betancourt Cisneros: Cartas del Lugareño. Dirección de Cultura. La Habana, 1951, p. 326.
3 Manuel de la Cruz: “Gaspar Betancourt Cisneros, apuntes biográficos”, en: Revista Cubana. Año X, t. XIX, No. 3, 31 de marzo de 1894, p. 261.
4 Ibídem.
5 Vidal Morales y Morales: Hombres del 68. Instituto Cubano del Libro. La Habana, 1969, p. 53.
6 Ibíd., p. 70.
7 E. Allison Peers: Historia del movimiento romántico español. Ed. Gredos. Madrid, 1954, t. II, p. 13.
8 Gaspar Betancourt Cisneros: Escenas cotidianas. Dirección del Cultura del Ministerio de Educación. La Habana, 1950, p. 73.
9 Ibíd., p. 75.
10 Ibíd.
11 Juan Luis Alborg: Historia de la literatura española. Ed. Gredos. Madrid, 1982, p. 709.
12 Ibíd., p. 711.
13 Gaspar Betancourt Cisneros: Escenas cotidianas, ob. cit., p. 40.
14 Ibíd., p. 130.
15 Ibíd., p. 30.
16 Vidal Morales y Morales: ob. cit., p. 111.
17 Gaspar Betancourt Cisneros: Escenas cotidianas, ed. cit., p. 127.
18 Ibíd.
19 Ibíd.
20 Ibíd.
21 Ibíd., pp. 26-27.
22 Ibíd., p. 49.
23 Cfr. Gaspar Betancourt Cisneros: Cartas del Lugareño, ed. cit., p. 43.
24 Ibíd., p. 39.
25 Ibíd., pp. 26-27.
26 Domingo del Monte: “Movimiento intelectual en Puerto Príncipe”, en: Escritos. Cultural, S.A. La Habana, [s. f.], p. 77.
27 Gaspar Betancourt Cisneros: Cartas del Lugareño, ed. cit., pp. 41-42.
28 Gaspar Betancourt Cisneros: Escenas cotidianas, ed. cit., p.187.
29 Ibíd., p. 193.
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