Uno de los aspectos que es preciso tener en cuenta, antes de continuar el recorrido por los juicios sobre artes plásticas que expresó en su ensayística, es que su modo de hacer crítica de arte era esencialmente literario, detalle en cierto sentido paradójico, por tratarse de alguien que era asimismo pintor. Kosme de Barañano ha destacado la esencia de este tipo de textos sarduyanos:
El discurso de Sarduy fue deslumbrante a ráfagas, macizo y denso por la fuerza de sus síntesis, barroco, pero no como el de Lezama que abría una respiración asmática en la selva de metáforas y acontecimientos. El discurso de Sarduy trata de cifrar la obra de arte, aun a sabiendas de la imposibilidad de alojar en el lenguaje la sobreabundancia del contenido del discurso plástico. No trata de ser un comentador, un beato de las historias del arte, un panegirista de universidad, sino un piloto que sobrevuela y secuencia los brillos y el fulgor de la mirada.[1]
Wahl destaca cómo Sarduy adquirió un determinado relieve como crítico de arte y revela además, de primera mano, características fundamentales de sus escritos acerca del arte:
A partir del año 70, las relaciones con los pintores, apoyados por el reconocimiento público del escritor, se multiplican y diversifican. Se le pide que haga los prólogos de los catálogos, y acepta casi siempre, con su famosa amabilidad, sin estar siempre convencido de la obra en cuestión. Lo que mayor placer le produjo fue presentar, en la galería de Claude Bernard, una exposición de Botero. Hay que decir que estos prólogos de Severo tienen algo de sorprendente, viniendo de alguien que tenía un conocimiento agudo de la técnica de la pintura y que sabía inmediatamente decir a qué medios había recurrido el pintor: sus textos no se detienen apenas en el hacer pictórico y son en realidad comentarios literarios. Es una opción que solo abandonará en raras ocasiones. Su reflexión teórica sobre el arte se encuentra en otra parte: en Barroco y La simulación, que tienen en común devolver el cuadro a la naturaleza, en la especie, por la forma, los argumentos de la cosmología, y por el color, el mimetismo de las mariposas; lo que es necesario entender es que el «mundo» era para él ni más ni menos que un cuadro, es decir, la misma imposición sensible, y la misma falta de espesor —velo tornasolado más que realidad. No es por minimizar el valor de conceptos por lo que investigadores de otras disciplinas le censurarán, como de retombée y de mimetismo genérico (genético y general).[2]
En 1968, publica en Buenos Aires Escrito sobre un cuerpo, su primer libro de ensayos, escrito cuando ya está inmerso en la renovación del pensamiento estético implicada por el estructuralismo, cuya teoría estudió con intensidad patente, matizada además por su amistad con Roland Barthes. En sentido estricto, no es un libro de crítica: resulta ante todo una enfebrecida introspección sobre la cultura y las artes. Allí reaparece, con otra dimensión intelectual, el problema de la interrelación entre literatura y artes plásticas, esta vez desde una perspectiva inquietante, donde el tatuaje se convierte en un elemento más de la creación y la comunicación humanas. Está aquí ya, en su profundidad alucinante, un pensamiento que se concentra, más allá del tema, en sí mismo complejo y heteróclito, de las artes, en la cuestión filosófica de cómo se produce la difícil comunicación humana en la cultura. Al mismo tiempo, el siguiente pasaje, de la primera parte de Escrito sobre un cuerpo, es una irrupción de lo que habrá de ser el otro gran tema en la obra total de Sarduy, la cuestión del barroco, que es la vía a través de la cual el artista trasplantado trata, de modo genial y agónico en su sentido lato, de reentroncar con sus raíces, ante todo cubanas, pero también latinoamericanas. Apunta Sarduy:
La literatura es […] un arte del tatuaje: inscribe, cifra en la masa amorfa del lenguaje informativo los verdaderos signos de la significación. Pero esta inscripción no es posible sin herida, sin pérdida. Para que la masa informativa se convierta en texto, para que la palabra comunique, el escritor tiene que tatuarla, que insertar en ella sus pictogramas. La escritura sería el arte de esos grafos, de lo pictural asumido por el discurso, pero también el arte de la proliferación. La plasticidad del signo escrito y su carácter barroco están presentes en toda literatura que no olvide su carácter de inscripción, eso que podía llamarse «escripturalidad».[3]
Desde esta perspectiva de dibujo y cromatismo que se ejercen no sobre la tela o la página, sino sobre el cuerpo mismo del ser, contempla absorto la obra de Lezama, no como un fin en sí misma, sino como índice de la esencia de su cultura. Así, en otro momento de Escrito sobre un cuerpo, aparece un polémico y extraordinario chispazo, que ilumina no solo su pensamiento mismo, sino también su modo de novelar:
Lo cubano como superposición. No es un azar que Lezama, que ha llegado a la inscripción, al fundamento mismo de la isla, a su constitución como diferencia de culturas, nos reconstituya de ese modo su espacio. Cuba no es una síntesis, una cultura sincrética, sino una superposición. Una novela cubana debe hacer explícitos todos los estratos, mostrar todos los planos «arqueológicos» de la superposición —podría hasta separarlos por relatos, por ejemplo, uno español, otro africano y otro chino— y lograr lo cubano con el encuentro de estos, con su coexistencia en el volumen del libro, o, como hace Lezama con sus acumulaciones, en la unidad estructural de cada metáfora, de cada línea.[4]
Nótese cómo hay aquí un eco anticipado de la idea que luego habría de desarrollar: la importancia de la repetición, en la medida en que esta superposición de que ahora habla entraña también la reiteración de elementos idiosincrásicos. Esas superposiciones culturales, además, que él asume como una marca de la literatura cubana, son asociadas por Sarduy al collage, que, como técnica, había sido desplegada en las primeras décadas del siglo XX por Braque y Picasso, pero que el pop-art, desplegado con fuerza precisamente en esa década del sesenta en que aparece Escrito sobre un cuerpo, había llevado a una consolidación cabal. Comenta Sarduy:
Con Paradiso la tradición del collage alcanza su precisión, se puntualiza y define como «rasgo elemental de lo cubano». Múltiples sedimentos, que connotan los saberes más diversos; variadas materias, como en un sacudimiento, afloran y enfrentan sus texturas, sus vetas. La disparidad, lo abigarrado del pastiche grecolatino y criollo amplía en Paradiso sus límites hasta recuperar toda extrañeza, toda exterioridad. Lo cubano aparece así, en la violencia de ese encuentro de superficies, como adición y sorpresa de lo heterogéneo yuxtapuesto.[5]
De este modo, se evidencia que Sarduy no solo reflexiona, desde perspectivas conceptuales abstractas, sobre los vínculos entre pintura y literatura. Más allá de ese núcleo gestor, él proyecta un modo peculiar de exégesis en su valoración de Paradiso. «La novela comienza, en un claroscuro caravaggesco, cuando Baldovina, que substituye a la madre ausente, administra brutales remedios al pequeño José Cemí, preso de un ataque de asma»[6]. La expansión ensayística del eje pintura-literatura traza una ruta ascendente —en intensidad meditativa y en originalidad de expresión. Así, en la tercera parte del libro, surge otro destello sorprendente que enlaza la ciudad —en imagen que, de modo inevitable, es remembranza del barroquismo de La Habana―, como espacio artístico, con el lenguaje:
Vaciada de sus puntos de referencia naturales, de una topología en ángulo recto que trazaba su linearidad sobre o a partir de ríos, murallas o ruidos, rampas, fosos, que se desplegaba a partir de la plaza central o de la catedral […], abierta, como la poesía, a un espacio cada vez más metafórico, más reticente a la inocencia del lenguaje «natural», la ciudad va a tratar de imaginarse a sí misma en tanto que lugar humano, va a instaurar en su cuerpo recorridos fáciles, orientados, va a tratar de ser, a pesar de todo, legible.[7]
Así, en «Por un arte urbano» —título del segmento dedicado al tema―, Sarduy examina las ciudades de Vermeer, de Klee, de Chirico, de Portocarrero, de Larry Rivers, de Delia Cancela, de Franz Kline, en un recorrido casi paroxístico que aspira a llegar a una conceptualización de lo que Sarduy llama «literalidad plástica», posibilidades de significación de un nuevo arte urbano. Por eso no puede ser sorprendente que considere la ciudad, a partir del Renacimiento, «una metáfora antropomórfica explícita»,[8] donde la pertenencia absoluta a la modernidad es subrayada por el ensayista al señalar que esa metáfora tiene otra como sustrato: una «metáfora cosmológica».[9] El empleo del término «metáfora» no es trivial: Sarduy tiene la convicción de que la ciudad moderna habla su propio lenguaje: «La ciudad, que instaura lo cifrable y repetitivo, que metaforiza en la frase urbana la infinitud articulable en unidades, instaura también la ruptura sorpresiva y como escénica de esa continuidad, insiste en lo insólito, valoriza lo efímero, amenaza la perennidad de todo orden».[10]
La preocupación de Sarduy, desde la perspectiva del pintor y escritor, precede a otras que luego se transparentarán en reflexiones estrictamente arquitectónicas, como la expresada por Manuel Castell en los epígrafes «El mito de la cultura urbana» y «Los medios sociales urbanos», de su libro, de 1974, Arquitectura y urbanismo.[11] Del mismo modo, Sarduy dedica espacio a examinar la parcialización del discernimiento cultural de nuestro tiempo frente a la obra de arte, en una línea de pensamiento que coincide con la expuesta poco antes por Michel Butor en su ensayo «El libro como objeto».[12] El ensayista advierte en Escrito sobre un cuerpo:
Un prejuicio persistente de nuestra cultura quiere que, de toda producción del arte, sea obliterado el soporte. Esa censura tenaz se ha ejercido, en pintura, contra la tela —la presencia del tejido (texto), del blanco— y el cuerpo de los materiales —pigmentos, polvos—; en literatura contra la página y el grafismo; en escultura, contra el andamiaje, contra la osatura (geométrica) que arma al objeto.[13]
Y, en efecto, el objeto constituye en Escrito sobre un cuerpo uno de los temas de mayor magnetismo, sobre todo en el ensayo «De la pintura de objetos a los objetos que pintan», en que se aborda la noción —que tal vez se remonta a ideas de Kandinsky de que un objeto puede, per se, constituir una expresión cabal, un testimonio de cultura artística, ya se trate de objetos naturales, de objetos naturales interpretados, de objetos perturbados, de objetos encontrados —y el ejemplo de Sarduy «es un libro rescatado del fondo del mar»—,[14] objetos encontrados e interpretados, ready-mades, objetos matemáticos y objetos surrealistas, tal como fueron reunidos en 1936 en la galería Charles Ratton. Siguiendo a Marcel Jean, subraya Sarduy que, por su parte, la palabra objeto es sinónimo de resistencia, dado que un mundo donde no hubiera resistencias no podría contener objetos.[15]
En 1971 tiene lugar un viaje esencial para la evolución de Severo: viaja a la India junto con su compañero Francois Wahl. Durante este, tiene un encuentro con los monjes tibetanos de Ajanta y asiste a oficios en monasterios budistas de Nepal. Al recordar ese trayecto, Wahl no solo destaca la influencia de este periplo sobre la pintura sarduyana, sino que también destaca que, a partir de este, se enfatizaron los vínculos entre escritura y pintura en Sarduy:
Comienza a partir de aquí lo que será definitivamente la pintura de Severo: sobre papel o sobre tela, dejando un marco vacío alrededor de lo que se presenta entonces como una página —a veces delimitada por un borde irregular—, un icono que, sobre fondo marrón o rojo, a veces gris, siempre variable, está cubierto por centenares de trazos apretados, minúsculos y parecidos —a veces manchas— que aseguran, de forma obsesiva, la animación. Para el fondo recurría a menudo al Nescafé diluido; si llega el caso, este se convierte, al descubierto y al azar de un trazo, en un esbozo de paisaje. A menudo también, pintado el fondo, lo rascaba con papel de lija, o lo lavaba. Multiplicaba las experiencias, con riesgo a veces de tener que renunciar. Pintó incluso sobre trozos de corteza, arrancados a un abedul que le gustaba… La pintura es acrílica —los tubos se multiplicaban—, y a veces intervenía una pluma con tinta de color. Los pinceles debían ser muy finos, y terminó usando un pincel con solo un pelo. Intentó pintar con polvos de color comprados en un mercado en Kulu, al norte de la India (pero nunca consiguió fijarlos). Uno de sus grandes problemas era detenerse; le gustaba tanto pintar que quería siempre continuar, añadir algo más, y sobre esto tuvimos muchas discusiones; yo protestaba que iba todo, que la tela se haría irrespirable. Cuando cedía y consideraba el cuadro acabado, le pedía su opinión al jardinero […]. Lo esencial está más allá: pintaba en un silencio absoluto, de vez en cuando una observación o la petición de un consejo; era lo que se dice un silencio «religioso» —en realidad el de un acto grave y concentrado; siempre afirmó que, con cada uno de sus signos, recitaba un mantra.[16]
Wahl, al recordar esa década del setenta en que se consolidan a la vez la escritura y la pintura de Sarduy, hace notar que la interrelación entre ambas prácticas creadoras exige tener en cuenta su osmosis profunda. Así, advierte:
¿Cómo entender esta práctica de pintar? Hay escritura, por supuesto. He conocido a dos personas —Severo y Philippe Sollers— que no podían ver una hoja en blanco sin sentir el impulso de cubrirla con escritura por completo; en realidad, de cubrir con su escritura el mundo entero. Severo reconocía en los enrejados de su escritura un parentesco con los andamiajes entrecruzados de Vieira da Silva, a la que admiraba profundamente. Y al cabo del tiempo —pero sobre todo después de los 80— siguió de cerca a todos los que, desde Dotremont, encadenaban escritura y pintura. Hay que decir también que no se le escapaba lo que reviste de angustia esta empresa repetitiva de encubrimiento; testimonio de ello es la fascinación inquieta que ejercían en él los alineamientos de cifras en los que Opalka encierra la memoria de la deportación. Además, está Rothko, el color en lo más íntimo de su estallido, que trata de encontrar no ante él, sino en él la luz, por el juego del color en el color. Si hubo un pintor presa del color, fue Severo. Y puedo decir ahora que la primera migración había tenido uno de sus momentos cruciales ante el colorido del vivarini de San Bernabé, en Venecia. Como más tarde, y en un registro opuesto, ante los Piero della Francesca de Arezzo. Pero mientras que el color es, la escritura actúa: hay ahí una llamada del action painting. No es solamente una pintura de contemplador, es una pintura de actor. En fin, no hay que caer en el error de «la religiosidad» de esta pintura: Severo, que tenía horror del culto al dolor cristiano, y de su moralidad, había encontrado en el budismo una concepción de la serenidad desprendida, de la dulzura y de la compasión, que le convenía; por lo demás, nunca se adhirió a nada. Su pintura no es religiosa; es la enunciación de una serenidad conseguida con la aclamación del color y el cuidado meticuloso del trazo.[17]
***
Fragmento del libro Los pintores escriben (Editorial Boloña, La Habana, 2012).
Leer también «Severo Sarduy: la página y la tela (Parte I)»
[1] Kosme de Barañano: «Siete escolios sobre metodología», en Severo Sarduy, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, enero-marzo de 1998, pp. 65-66.
[2] Ibíd., pp. 42-43.
[3] Severo Sarduy: «Escrito sobre un cuerpo», en Obra completa, ed. cit., t. II, p. 1154.
[4] Ibíd., t. II, p. 1166.
[5] Ibíd., t. II, p. 1167.
[6] Ibíd., t. II, p. 1176.
[7] Ibíd., t. II, p. 1183.
[8] Ibíd., t. II, p. 1225.
[9] Ibíd.
[10] Ibíd., t. II, 1227.
[11] Cfr. Manuel Castell: Arquitectura y urbanismo, Siglo XXI de España Editores, S.A., Madrid, 1974.
[12] Cfr. Michel Butor: Sobre literatura 11, Editorial Seix Barral, S.A., Barcelona, 1967, pp. 138-158. La edición francesa, por Minuit, es de 1964.
[13] Severo Sarduy: Escrito sobre un cuerpo, loe. cit., t. I. p. 1186.
[14] Ídem.
[15] Ibíd., t. II, p. 1191.
[16] Francois Wahl: «Relato de una doble migración», loe. cit., p. 44.
[17] Ibíd., pp. 44-45.
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