Este es el bonsái del deseo y del shibari, y la historia de la transmutación. El cuerpo no es solo el cascarón del insecto sino también su éxtasis. Todo es bueno, todo es hermoso, todo es hentai y no hay columna de humo alrededor, sino la verdad que se abre en un regodeo de palabras que buscan el lugar común a manera de propósito explícito y de material gráfico. Porque sí, en el lugar común, en la historia que parece tomada de un cuento de Sade, es donde el autor apuesta por lo novedoso, tejido narrativo donde parodia, homenaje y palimpsesto se hacen amalgama, nudo del árbol y corteza.
No es este un ejercicio simple. Trabajar sobre la base del lugar común puede —existe el riesgo— ser un pasaje (ida y sin regreso) al suicidio literario. Pero aquí se hace evidente el ejercicio, se nota la costura de la parodia, el indiscutible llamado del discurso, y en esa declaración del principio literario se firma el manifiesto del relato.
Los personajes, ya típicos desde el comienzo, muestran un camino del héroe que tiene mucho de carnavalización erótica de los referentes. El descubrimiento, el comienzo de la aventura, el encuentro con el otro, la prueba, la muerte, son algunos de los pasos que el sexo matiza y contamina: bien ha de ser así. Y he aquí que el héroe acude a la fiesta dionisíaca y viste las vendas de lo abandonado, y no pretende ser porque es, y en su piel se reúnen arquetipos y literatura, en su piel se encuentran lo virginal y lo monstruoso, la belleza y la bestialidad, y ciertas fuentes del mito de lo transmutado.
El cuento puede leerse, si se quiere, como una metáfora literaria. Mucho peso en esa afirmación, dirán algunos. Pero usted atrévase entre sus páginas, escarbe en el tejido laxo del lugar común y llegue al nervio. Ya verá. Y al abrir los ojos, en esa vivisección, hallará que el bonsái y la mujer no son más que la lagartija debajo del bisturí, del cúter que un niño maneja. Y es que hay gusto, sí, en leer las entrañas y lo que palpita dentro de ellas, porque este es un cuento que apuesta por la provocación. Pero no por la provocación del erotismo —ya que el lugar común del cuento convierte al acto erótico en parodia y no llamado— sino por el desafío al mundo de la referencialidad del espectador.
Este es, también, un relato donde el lenguaje poético —o, digamos más propiamente, seudopoético— forma parte del tejido y lo vertebra. El autor quizás recurre a esta usanza como modo de carnavalizar lo erótico, de desnudar la condición literaria que han heredado tantos textos de segunda mano: textos donde el sexo cruza la línea, pero no hacia la pornografía sino hacia la repetición. Este relato lo evita, precisamente, porque su autor parece haber descubierto la fórmula equilibrada de la parodia y utiliza el discurso como su concreción dentro de la página en blanco. Con todo, creo que el autor sale victorioso de la prueba de fuerzas —el shibari—que ha tomado como divisa en este cuento, gracias a la conjunción de los registros narrativos en los que esta breve pieza se mueve.
Un aplauso y un punto aparte merece el cierre del cuento. Es ahí donde se condensa la intención estética y el recorrido del relato. La sala de dominaciones y el bonsái bailan juntos una danza no macabra, sino cierto paso doble de la referencialidad, donde el equilibrio puede tener, en ocasiones, la forma del exceso.
Tobías Dannazio es el seudónimo favorito de A. G. Vásquez-Pérez, psicólogo y escritor antioqueño nacido en 1990. Como Dannazio publicó un primer libro de cuentos, la Thanantología de Relatos Incómodos (Fallidos Editores, 2018), y una novela: La Mariamulata (Zarigüeya Editorial, 2016-2019) lanzada en un formato de entregas facsimilares de dos capítulos. Bajo su nombre legal publicó los poemarios Nullus Ars Poësis y Los Necroterios de Sal (Zarigüeya Editorial, 2017 y 2018). Ha dictado conferencias, talleres y conversatorios sobre diversos temas literarios, mayormente relacionados con el gótico-tropical y la literatura extraña y oscura. Actualmente se desempeña como editor, traductor y jefe de colecciones en el sello anarquista Zarigüeya Editorial, y planea la publicación —durante el año en curso— de una colección de sus sonetos; una antología de microrrelatos, intitulada Pequeñas Resurrecciones; su traducción del primer libro de poemas de Fernando Pessoa; una novela experimental llamada El Ciclo Suroriental, y el segundo tomo de La Mariamulata. Es el editor y fundador de la gaceta literaria L’Deus-EX-Orcista, dedicada a promover y divulgar los hallazgos y manifiestos del movimiento neo-nihilista conocido como Negacionismo.
EL BONSÁI
Lina comenzó su vida coital bastante tarde, a la lóbrega edad de veinticinco primaveras. Inspirada por ciertos delirios matriarcales y suposiciones anatómicas erróneas a un nivel oscurantista, temía terriblemente a la serpiente de un ojo y a esas criaturas extrañas de cuya entrepierna pendía ardorosa. Con los años, el colegio de niñas y los dramas ajenos tampoco contribuyeron en disipar sus miedos. En realidad, era un ser bastante sexual, la necesidad se le escurría entre las piernas desde que era una niña, pero el miedo a una atracción terrible que pudiera atraparla en un torbellino de carne húmeda y ansiedad, era más grande que su deseo, y optaba por masturbarse u ocupar su mente en otras cuestiones. Así fue hasta conocer a Antonio, escritor y pervertido. Parece que la mente de Lina estaba en uno de esos puntos de confusión en que es necesario hacer una apuesta a ‘todo o nada’. Tony conocía todas las porquerías, y además era agradable, hermoso y casi una buena persona. Para él todo comenzó por curiosidad, pero su aprecio por la ingenuidad virginal de nuestra heroína se fue convirtiendo en un deseo inmenso. En la medida que sus afectos se vieron correspondidos se sintió autorizado a probar con Lina deleites cada vez más excéntricos…: objetos, palabras y prácticas más sucias, pornográficas e incluso aberrantes. Lina, que llevaba veinticinco largos inviernos aferrando un deseo monstruoso en su interior, no pudo más que ceder y ceder y ceder hasta el sub-fondo de sus necesidades, impelida por este amor que nacía en ella, que inevitablemente terminaba fusionado con el placer culposo detrás de los juegos aberrantes. Su vieja contención se transformó en un arroyuelo que luego caería estrepitosamente por el alcantarillado. Lina recibió la comunión de los santos infernales; tomó la vara del fauno, antes tan temida, en cada esquina de interiores y de exteriores; en ciudades y campos hizo y se dejó hacer a cada pedido absurdo que supusiera algún monto de excitación. Con el paso de los meses sus momentos de éxtasis se fueron agudizando y extendiendo hasta desbordarla. Cada vez eran más encuentros; asistían a orgías e iban requiriendo un número mayor de fetiches para sentirse satisfechos, además de los frotes, mutuas masturbaciones en lugares públicos, sesiones de pornografía y voyerismo, de shibari, de látigo; lento sangrado y esperma de veladora bendita. Lina comenzó a tener topes de placer cada vez más altos, orgasmos más largos, más placenteros, orgasmos en el clítoris y en las paredes interiores; orgasmos anales, en los pezones, hasta algo parecido a orgasmos muy adentro de la boca mientras se atragantaba al estilo Linda Lovelace; orgasmos múltiples: como varios en uno, en una explosión, o uno en varios como en ráfagas de metralla. Con el tiempo estos clímax se hicieron sinestesias, e imágenes sonoras perfumadas, golosas y ronroneantes inundaron su cabeza de plenitudes inusitadas. Coros beatíficos reían en el oído espiritualizado de Lina, cuyo cuerpo soportaba todo lo que fuera estimulante con una resistencia cada vez menor. Un día Antonio, maniatado, amordazado y luciendo una máscara de cerdo, presenció su asenso mientras era cabalgado intensamente sobre el pequeño “sofá de torturas” que hay en su habitación.
Lina logró el Orgasmo de orgasmos: rebasó por mucho el límite humano de placer en intensidad y duración hasta alcanzar la altura del Nirvana. Su cuerpo sudoroso comenzó a vibrar en una frecuencia muy precisa, a una velocidad inaudita que parecía querer desintegrarla. Emitía luces de colores por los ojos y la boca. De los poros de su piel rezumaban vapores ardientes, dilatándose como pupilas drogadas ante el inmenso calor. Tras la disipación de los vapores y el susto de las luces Antonio pudo liberarse y tomar conciencia de que algo muy raro estaba pasando. A pesar del espectáculo no pensó en nada extraño hasta dejar de percibir la tibieza de la vulva sobrecogiéndole el pito. Al quitarse el penacho de gladiador y, luego el rostro porcino de látex que éste recubría, quedó sumido en el vaho espeso que el geiser humano dejaba. Dio manotadas con un puñado de revistas para alejar la bruma, y buscó… Buscó, como es lógico, a Lina…: desesperadamente: por doquier: detrás de la espesura fugaz y al fondo de la tiniebla erótica del cuartito… Pero lo único que halló fue un cerezo precioso en miniatura. Alumbraba el techo flotando en medio del sótano, raíces al viento y ramas anhelantes. Un giro inmemorial perfecto en medio de las cuatro paredes negras, insonorizadas para orgías y dominaciones.
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