En el primer aniversario de la desaparición física de Antón Arrufat
Fiel al destino que me tracé en un momento del que ya no
conservo memoria, no he sido ni seré otra cosa que un
escritor. Les pido disculpas por mi existencia.
A.A.
En la tarde del jueves 18 de mayo de 2023 visité a Antón Arrufat en su cuarto de la Sala de Geriatría del Hospital Calixto García, donde llevaba varios días ingresado debido a problemas cardíacos. Estaba sentado en la cama, con un tróquer dispuesto para cualquier emergencia. Me impresionaron sus pies muy hinchados. Puse en sus manos En boca de otros, recién publicado por Ediciones Matanzas, que contenía textos muy variados sobre su obra: trabajos valorativos, cartas, entrevistas… No lo abrió. Solo acarició la cubierta con sus manos de dedos largos y repitió insistentemente: «No es posible», «No es posible». Le pregunté si le gustaba y solo me dijo: «Sí, es bonito». Al rato me fui. Apenas al amanecer del 21 moría, cuando ya casi había arreglado sus cosas para irse a su casa.
Los últimos veinte años de mi vida fueron de estrecha amistad con Antón, solo interrumpida brevemente por un intercambio no feliz que tuvimos, del cual apenas si me acuerdo la razón. Salíamos juntos a caminar por Obispo, a visitar la librería Fayad Jamís, a la que tanto le gustaba ir; o a merendar en el café San José, en los altos de la panadería situada también en esa calle, frente a la Universidad de San Jerónimo. Allí, en una de sus mesas, surgió la idea, que no fue mía, sino de mi colega y amigo Cristhian Frías, de preparar el volumen cuyo título surgió Antón allí mismo: En boca de otros. Por razones de trabajo no pude empezar de inmediato, pero una vez dispuesta, fueron tres años de intensa labor, mediada por sus majaderías habituales —«no incluyas este texto, pon mejor este», «me encontré esta crítica. Es buena. Agrégala»—, amén de la larga madeja que se tejió y se destejió para su publicación, pero esa es otra historia.
Antón no fue cuidadoso con su papelería, la suya y la que se escribía sobre él. Además de lo que localicé en las bibliotecas, él me facilitó tres cajas que contenían textos sobre su obra, aparecidos en Cuba o en el extranjero, pero sin apenas ninguna nota que dijera el nombre de la publicación, el lugar y la fecha de aparición; pero, junto a estos, bien podía haber un recibo de la luz o del teléfono, y hasta un papel pequeño firmado por Reinaldo Arenas, que inserté en el libro. Pero prepararlo, sopesarlo para que hubiera un adecuado equilibrio y atender a sus obligadas sugerencias, me permitió tener una visión general de su obra, que transitó por casi todos los géneros, a veces mezclándolos a su gusto: poesía, teatro, crítica, ensayo, periodismo cultural, narrativa… En todas tuvo éxito de público y de crítica y cuando ya parecía que, por su edad, todo estaba hecho, incursionó de nuevo en la poesía con Vías de extinción (2015), ganador del Premio Nicolás Guillén y al que considero su mejor libro en esta expresión.
Sin embargo, lo que prefiero entre todas sus creaciones son los ensayos y artículos, recogidos buena parte de ellos en Los convidados del juicio (Ediciones Unión 2015), además de Las máscaras de Talía. Para una lectura de la Avellaneda (Ediciones Matanzas, 2008, 2014, en edición revisada por el autor). Fue José Rodríguez Feo, según confesión del propio Antón, quien lo enseñó a escribir ensayos, luego de este entregarle uno sobre Baudelaire —el primero que escribió fue sobre Rimbaud— y el fundador de Orígenes se lo devolvió sin pronunciar palabra. El también crítico y traductor viró al derecho y al revés el dedicado al autor de Las flores del mal, dictándole a Antón su reconstrucción del texto, luego publicado en Ciclón.
Valga aclarar que no se sintió ensayista ni crítico literario:
Para mí era más decisivo y gratificante escribir una novela, unos poemas, que ponerme a ensayar y a hacer crítica literaria. Si lo hice fue por obligación cultural, por cumplir una solicitud, dar una opinión o impelido por el afán de discutir una obra, y principalmente, debo confesarlo, por ganarme el pan.
No creo completamente en esta afirmación. Se comprueba al leer los textos escogidos para integrar El convidado…, del cual se excluyó uno de sus trabajos capitales: «Ramón Meza y la novela cubana del siglo XIX», que vale no solo por sus criterios sobre el autor de Mi tío el empleado, para él la mejor novela cubana de esa centuria, sino por la visión total que ofrece del género. No todos sus ensayos y artículos están recogidos en el citado libro, que apenas es una muestra de su labor en este género, y del cual hay presencia en Las pequeñas cosas (1988) y luego De las pequeñas cosas (2007), Virgilio Piñera entre él y yo (1994), que funciona como ensayo-testimonio, y El hombre discursivo (2005). Pero El convidado… ofrece una visión abarcadora en temas y propósitos y en él el antologador quiso «trazar un recorrido de su personalidad (y por tanto de su vida) a través de sus diferentes estados críticos». En este libro convergen discursos, confesiones, cartas, pasiones literarias, acercamientos a figuras tutelares de su formación como escritor y a amigos íntimos de su generación (Frías dixit), así como se pueden apreciar las cadencias de su estilo, amén de todo un entramado cultural que contribuyen a hacer de este libro un conjunto fundamental para un acercamiento a su obra en esta dirección.
El dedicado a la camagüeyana es, como ha dicho una estudiosa de su quehacer, Margarita Mateo, un «Extraño libro», un texto, nos dice, que «se lee con particular fluidez y seduce al lector desde las primeras páginas, atrapándolo en los vericuetos de un argumento que comienza y concluye con la muerte de la protagonista, para finalmente proponernos volver a comenzar la lectura».
Considero que esta obra es el mejor texto que se ha escrito sobre nuestra Tula, tanto en Cuba como fuera de ella, donde han aparecido algunos memorables como Otra mirada a la Peregrina (2007), de Roberto Méndez, entre otros muchos. Lo considero un ensayo total, avasallador, sin una nota al pie, de modo que resulta como un fluir, un constante fluir de ideas y de propuestas que no se detienen hasta el punto final del texto. Sus análisis, que aparecen dispuestos mediante una estructura que llamo descoyuntada, inconexa, pero con una cohesión sorprendente, brillan por su erudición, esa que no tiene que apoyarse en ningún otro estudioso para ofrecer sus propias ideas. La lectura que hace de la poetisa resulta personalísima y novedosa, y vence el reto de ambientar con todo rigor la vida de la autora, mediante el empleo de una polifonía desplegada en varias direcciones y de donde surge una Gertrudis total, con máscaras y sin ella. Antón no deja de expresarse con emoción, con empatía hacia esta grande y multifacética autora, de la que preparó la antología poética La noche del insomnio (2003) y antes, en 2000, prologó la edición de Dos mujeres, a la que estimaba como la más alta expresión narrativa de la también autora de Sab. Sin dudas fueron la Gertrudis como narradora autora de Dos amores y de El artista barquero o Los cuatro cinco de junio, la escritora que más apreció en el siglo XIX, junto con Ramón Meza, al que considera «el último novelista cubano, y el más interesante y sugestivo».
Siempre equidistante de sí mismo y de los otros, homogéneo y, a la vez, heterogéneo, la imagen artística de Antón Arrufat se detenta desde el presente puntual y transcurre por lo pasado asido al silencio o al futuro como devenir. En ese mítico paisaje de soñador despierto se comprueban sus amorosas vueltas y revueltas, el principio y el fin de los caminos recorridos, que pueden sr espacios misteriosos o de simple averiguación, duda o extravío. No esclavizó su escritura a la mera figuración. Sin enmascaramientos ha transitado de un género a otro dejando rastros culpables organizados en una compleja creación cuyo resultado es revelación y dimensiones confesionales atrapadas en temáticas convergentes y, a la vez, divergentes. Fue, ha sido, creo, un perfecto y fiel creador de circunstancias, un escritor en el cual se cumple aquello de que «cuando arden de boca en boca sus historias, sin que nadie pueda decir nunca quién las hizo, ni dónde» es cuando se completa aquello de «sí, sin dudas es un gran escritor». Una voz, su voz, expresada en diferentes modalidades de los mal llamados géneros literarios —violados por él con la tranquilidad pasmosa de quien sabe lo que hace porque no cree en ellos— y preñarlos de límites que nunca se erigen en absolutos, mientras sus páginas de recorren como una mediación entre la vía y el centro.
Han transcurridos 365 días de su partida. Vale la pena seguir recordándolo por cómo fue, por lo que hizo y cómo lo hizo.
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