Siempre la vida, su paso breve
[…] Con motivo de la presentación de una edición anterior de Siempre la muerte, su paso breve, me refería yo a la maestría técnica que su autor despliega de manera insólita en su primera novela: una nueva lectura vuelve a sorprenderme, ahora que en esta edición se han fundido definitiva y estilísticamente la versión original de esta novela y su primer libro de cuentos, Miel sobre hojuelas que, como él mismo ha confesado, fue un proceso resultado de una observación de Julio Cortázar.Mi intervención en este panel dedicado a la obra de Reynaldo González abordará precisamente los recursos técnicos que él empleó en esta novela, que como se sabe obtuvo la primera mención del Concurso Casa de las Américas 1968. No se trata de un estudio detenido y profundo de la obra, que otros críticos, con mayores merecimientos en esa labor, ya comienzan a realizar, sino sencillamente de observaciones puntuales que tratan de fijar los extraordinarios valores técnicos de esta novela. Es curioso que, en muchos estudios o artículos literarios recientes, sus autores parecen subestimar las técnicas narrativas empleadas, asignándoles un papel secundario o sencillamente menospreciando su importancia en la elaboración del texto narrativo, a las que disfrazan bajo el término de «tecnicismos». Ocultan con ello, muchas veces, la ausencia de conocimientos profundos acerca de estas técnicas, o bien intentan volver a las viejas tendencias sociologistas de la seudocrítica literaria, ya superadas por la historia y por la práctica de la literatura de los últimos cuarenta años. Y no sé si sospechosamente se asemejan a los juicios de algunos críticos que en las décadas de los sesenta y de los setenta acusaban de formalistas, tecnicistas, copiadores de las técnicas de vanguardia empleadas por los escritores extranjeros, como preludio a acusaciones mayores que casi siempre terminaban con el calificativo de «desviados ideológicos»; como si el famoso flujo de la conciencia de Joyce en el Ulises, o la memoria afectiva de Proust no fueran ya una conquista universal irrenunciable en la práctica literaria; como si una novela como Cien años de soledad no fuera, además de muchas otras cosas, un prodigio de técnicas narrativas, o como si las novelas de Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, de Onetti, o la monumental Rayuela, de Cortázar, no fueran ya modelos definitivos de lo mejor de la literatura universal y fueran todas grandes hazañas técnicas.
En muchos sentidos, Siempre la muerte, su paso breve es un extraordinario tour deforce. Que un autor despliegue, en su primera novela, tal cantidad de recursos técnicos, tan sabiamente empleados, con una eficacia literaria insólita para la fecha de su primera edición, constituye un verdadero milagro. Desgraciadamente, la indigencia crítica que caracterizó el panorama literario de la época no supo (o no quiso quizás) advertir los valores que convertían esta novela en una de las mejores novelas cubanas de nuestra historia literaria, aunque sí fue valorada en el extranjero, pues fue publicada por Gallimard en Francia y por editoriales de Alemania y Polonia.
Lo primero que llama la atención del lector es la calidad, la riqueza y, a la vez, la limpieza de la prosa, caracterizada por la precisión en el manejo del lenguaje, anunciadora del alarde lingüístico de Al cielo sometidos. Es, en ese sentido, una novela contenida, de un autor que tiene a su disposición un lenguaje rico, dinámico, eminentemente plástico pero que él sujeta las riendas, con mano maestra, para no excederse en las descripciones, en los «momentos de bravura» como decía Carpentier. Esa prosa viva, casi diríase nerviosa, es un vehículo eficaz para el objetivo que se ha trazado Reynaldo: va a mitificar a Ciego del Ánima, nos la va a dar desde todos sus flancos, desde todas sus voces, desde la culta hasta la coloquial, para lograr lo que Vargas Llosa llamaba la «novela total». Así, las voces parpadean en el aire, asoman, desaparecen, vuelven a aparecer, como en rafagazos aislados que el lector (que podríamos llamar el «lector implícito», una suerte de lector participante de la dinámica del texto, diferente del lector habitual), va armando como un rompecabezas (Luis Álvarez la llama «técnica del mosaico», tan empleada en la biografía). EI resultado es sorprendente: mientras John Dos Passos, en Manhattan Transfer, nos ofrece pequeñas historias que el lector implícito integra en un todo para darnos la imagen total de Nueva York, en esta novela esa imagen se consigue integrando las voces del pueblo entero, a veces murmullos, cuchicheos, retazos de conversaciones en una reunión clandestina, un velorio, un parque, un bar, espacios que se van ensanchando en nuestra imaginación para conformar ese Ciego del Ánima mitificado, donde es posible encontrarse —delicias de la intertextualidad— con la Bebita Alvarado que vino desde el Bailén del Sur de La vida en dos, de Luis Agüero, que reaparece en esta novela como Luis Rivero; o el Luis Dascal de La situación, de Lisandro Otero, ahora convertido en gallero, o el Ramón Yendía, de Lino Novás Calvo, ¿o quizás su Silvestre alude al Silvestre de Tres tristes tigres, de Cabrera Infante?, guiños literarios que Reynaldo se divierte en ofrecernos, pero que a la vez introducen su novela en el mainstream de lo mejor de la narrativa cubana contemporánea.
En aquel texto que escribí hace trece años, me refería al manejo de la segunda persona en esta novela de 1968, y decía que prácticamente no tiene paralelo en la novelística latinoamericana del periodo, si se exceptúa Aura de Carlos Fuentes, donde ese punto de vista espacial se introduce en la narrativa de habla hispana y tal vez algunos experimentos vargasllosianos. Cierto que algunos de nosotros habíamos empleado la segunda persona en cuentos aislados. Pero el rejuego técnico que introduce Reynaldo en Siempre la muerte…, manejando la segunda persona de diversas maneras, es sencillamente sorprendente: el empleo del «usted», esa segunda persona que por obra y gracia de la maestría del autor se va convirtiendo en tercera, especialmente en las descripciones, van dotando de subjetividad lo objetivo y, a la vez, cargando de objetividad lo subjetivo, como en un constante juego de espejos, lo que produce un raro efecto dialéctico de identificación-extrañamiento realmente inolvidable.
Pero además, en la novela, la segunda persona se maneja en la forma tradicional, como desdoblamiento de la conciencia, pero también con el foco de la narración ubicado en la primera persona, siempre sabiamente empleada; y hay monólogos, puntos de vista múltiples, tanto espaciales como temporales, que van rotando a distintas velocidades, unas veces ralentizando la muda e introduciendo cajas chinas o narraciones enmarcadas, otras moviéndose a gran velocidad dentro de un mismo párrafo y a veces dentro de una misma oración, con una dinámica que mantiene en vilo la atención del lector, que además, se sumerge, mediante un notable uso del estilo indirecto libre, dentro de ese torbellino de palabras, con esos diálogos, monólogos, voces, emociones, pensamientos, que fluyen solamente divididos por comas, una puntuación que la sitúa en la más absoluta contemporaneidad. Y lo más importante, ese muestrario de técnicas está empleado siempre en perfecta adecuación con el contenido narrado. En una palabra, un dominio técnico tan profundo en una primera novela como no se ha vuelto a repetir en la narrativa de la Revolución. Es una novela experimental, novedosa, sorprendente dentro del panorama de nuestra novelística, que como bien señala Luis Álvarez en un excelente estudio de la obra, tal vez señala también «la muerte de una manera de novelar enraizada en la sombraprofunda del siglo XIX», y ahora, restituida a su proyecto original, una obra de una modernidad aplastante.
Hay momentos inolvidables: baste citar eI episodio de Elvira, la prostituta alucinada, de alta concentración dramática, y sobre todo las peripecias de la historia de Silvestre, su inevitable aunque inesperado final, clímax emocional de la novela cuya caracterización lo vuelve imprescindible en la galería de personajes famosos de nuestra narrativa. Pero hay también un tratamiento magistral de la temática política, imprescindible en el hic et nunc de la novela: un pueblo de provincias en plena dictadura batistiana. ¿Cómo lo aborda Reynaldo? Pues precisamente en las escenas obligatorias, en las que se enfrentan las diferentes posiciones político-ideológicas de Eloísa, Moisés y Felipe, evita las largas disquisiciones, las prolongadas fundamentaciones de cada posición, que recargarían innecesariamente las escenas, sino que nos da breves monólogos, fragmentos de esas conversaciones, rafagazos, unas veces en boca de los protagonistas, otras por medio de ese narrador que se halla a medio camino entre la primera y la tercera personas, de manera que el lector capta sin mayores dificultades los respectivos criterios de cada personaje: una forma eficaz, persuasiva, de enfrentar esa zona de tan alta peligrosidad para la eficacia literaria.
Siempre la muerte, su paso breve es lo que los críticos llaman un bildungsroman, una novela de aprendizaje, una de las primeras, si no la primera novela de aprendizaje de la literatura cubana posterior a 1959. En su centro está Ciego del Ánima, ciudad del interior de la Isla, donde la muerte es una presencia perenne, y que cada cuento intercalado de Silvestre constantemente nos recuerda. Novela que mantiene, no obstante, la refundición con su primer libro de cuentos, una estructura abierta, y la cual releída ahora, cuarenta y dos años después de su primera edición, comprobamos que no ha envejecido, que mantiene y mantendrá indudablemente sus valores con el paso del tiempo.
En el texto de hace trece años al que he hecho referencia, terminaba diciendo que Siempre la muerte, su paso breve fue una de las novelas más importantes de la década de los sesenta. Ahora, rectifico diciendo que es una de las grandes novelas de la literatura cubana. También dije que además esa novela«es un cargo de conciencia que llevaría Reynaldo sobre sus hombros, una perenne acusación de la que no podrá librarse hasta que no vuelva a los senderos de la narrativa de ficción», porque el único defecto que le encontraba a esa novela y que todavía no le perdonaba a Reynaldo era que no hubiera escrito la segunda. Y como ya escribió la segunda, en absoluto plan de rectificación, le digo hoy, en este panel que es un pequeño homenaje a su espléndida obra, que ya los lectores lo absolvieron, y que este amigo que no sabe cómo agradecerle el honor de estar aquí, desde hace mucho tiempo le ha otorgado su más emocionado perdón.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, de Eduardo Heras León, publicado en 2018 por Editorial Oriente.
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