Ella vive con nosotros y a veces la dejamos pasar. ¡Ah, la poesía! ¿Qué persiguen nuestros ojos, qué reclama nuestra memoria cuando un niño, dubitativo, se detiene a observarnos y tarde nos damos cuenta?
La poesía nace, sobre todo, de la magia y lo fugaz. No creo que exista elogio mayor que la curiosidad de un niño cuando, puesto a descubrirlo todo, decide estudiarnos. Asombro y sobrecogimiento he visto en ellos, sobre todo ahora que por viejo me concentro en la relajación reflexiva. Sin el menor recato, me escudriña; seguro le parezco un bicho raro; como tal debía comportarme.
Quizá les atraigan mis espejuelos y la boina ocasional, o llame su atención mi desigual barba de candado, o el guiño (¿la mueca teatral?) que le devuelvo con cara de bufón, sin que se inmute. Tendrá unos cuatro años, pero quizá lo sorprenda que, en lugar de una jaba, cargue yo con un libro.
Permanece ahí, mirándome fijo, y me hago el loco. Me explico mi conducta desde ese otro niño que sobrevive en mis silencios; entonces soy un espectro solo visible para los de aquella edad; un ser perdido en el tiempo que invita a la travesura y la invención de personas y países. Sigo regalándole murumacas gestuales. Hasta que llega la madre y lo regaña: «Niño, no molestes a las personas mayores.
Con algunos de los inmejorables versos de «Palabras escritas en la arena por un inocente», de Gastón Baquero, justifico también mis motivaciones y las suyas:
E ignoran que en verdad soy solamente un niño.
Un fragmento de polvo llevado y traído hacia la tierra por el peso de su corazón.
El niño olvidado por su padre en el parque.
De quien ignoran que ríe con todo su corazón, pero jamás con los ojos.
Mis ojos piensan y hablan y andan por su cuenta.
Pero yo represento seriamente mi papel y digo:
Buenos días, doctor, el mundo está a sus órdenes, la medida exacta de la tierra
es hoy de seis pies y una pulgada, ¿no es ésta la medida exacta de su cuerpo?
Pero el doctor me dice:
Yo no me llamo Protágoras, pero me llamo Anselmo.
Y usted es un inocente, un idiota inofensivo y útil.
Un niño que ignora totalmente el arte de escribir.
Cierto, la poesía no solo se configura con epifanías, o con versos bien escritos, sino también con dudas y angustias (las propias y las ajenas), de ahí que tantas veces nos conecte con noticias de la miseria y trabajos de recomposición de espacios quebrantados; con palabras de andar y prendas fetiches, como la pulsa de cuero que llevo con frecuencia en mi muñeca derecha, solo para proclamar, por su aditamento de bronce, que soy de la generación «Peace and love». Lo hago por lo general en días en que la épica le gana la mano a la lírica, entonces solo me sale prosa, pero la emoción es la misma. Y es que persigo dejar constancia, con algo que se pueda palpar, de mi filiación altruista. Degusto a Lennon:
Imagina que no existen propiedades
Me pregunto si puedes hacerlo
No hay necesidad de codicia o hambre
Una hermandad de la humanidad
Imagina toda la gente
Compartiendo todo el mundo.
En algún momento de mi tardía juventud me resistí a aceptar la pérdida de la infancia. Torné el verso en cabalgadura y escribí como persona mayor para conjurar el desasosiego. Décimas, sonetos, romances, versos libres, prosas de cualquier color. El soneto alejandrino que ahora inserto se compuso al calor de aquella hoguera:
Mi niñez caducó: se extraviaron los besos
pronunciados con sal desde todas las tardes.
Ya lejano, paseaba con la luz sobre el pelo
y otra era mi sombra, nostálgica y amable.
Mi niñez no soy yo: sobre el puente no hay nadie
que amortigüe el azul reinventando el recuerdo;
la vela se rasgó, nadie boga en los mares
y en un sitio de mí falto yo sobre un gesto.
Pero estuve. Pasé. Me dieron por resuelto,
se quedaron sin ser los discursos del aire.
Soy el doble de mí distanciado en el eco.
Soy lo que ya no soy. La penumbra en las calles
desencaja mi voz y transcurro en el tiempo
(la vejez debe ser una cosa innombrable).
Hay tardes en que la poesía viene con rostro de ángel, otras como la bestia que desata desazones y sustos. Tengo la certeza de que César Vallejo aprobaría mi simplificación: su hermano Miguel nunca dejó de hacerle «una falta sin fondo»; el tropezoso desconcierto con que indagó «las personas mayores, ¿a qué hora volverán?»; el destino de su «andina y dulce Rita de junco y capulí» testimonian lo segundo, pero el ángel le mostró su rostro en «Amada en esta noche tú te has crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso / y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado / y que hay un viernes santo más dulce que ese beso». Vallejo siempre supo que a la poesía la propulsan desde adentro, pero si sale, se convierte en patrimonio de todas las sangres.
Si contemplo un árbol, es la poesía quien ve por mí la pulcritud de su fronda; si escucho, por ejemplo, «As time goes bye» y le pido a Dooley Wilson: «Play it, Sam»; soy el que se inventa un ser diferente al que le asignó la naturaleza y me convierto en palabras. Lauren Bacall se enoja por la forma en que beso a Ingrid Bergman, pero le recuerdo que siempre tendremos a París.
Miro otra vez al niño, que regresa, cordel en mano, halando un pequeño automóvil plástico. Parece que en el tránsito hacia los dominios de la madre –absorta en el celular– y la estratagema para escabullirse, alguna conclusión sacó sobre la persona que tanto lo intrigaba. Pone su mano en mi rodilla y me pregunta: «¿Tú y mi abuelo son amigos?». Hubiera querido decirle que sí, pero no me parece justo distorsionar (cada persona es más que un mundo) la impoluta imagen del patriarca, y respondo: «No, pero combatimos en la misma guerra». Llega la madre, lo vuelve a regañar y se disculpa.
Se van. Ella contempla el celular; él, cada cuatro o cinco pasos, vuelve el rostro.
(Santa Clara, 4 de marzo de 2021)
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