En un texto incluido en su libro Born in Santa Clara y titulado, para mayor gravedad, «Ars poética», Sigfredo Ariel hace una confesión que me permito leer a la luz del tono irónico que recorre casi toda su obra: «Escribí versos incomprensibles/ acerca de personas y sucesos/ que entonces suponía/ del todo incomprensibles» (Born 44). Para tomarme esta licencia me ampara aún más la estrofa final: «Sin embargo aquellas líneas/ incluso para mí/ hoy permanecen totalmente/ carentes de sentido». Es posible suponer que tal rechazo tenga como base su primer libro, Algunos pocos conocidos, pero sucede que la suya es una poesía que constantemente se desborda hacia seres que, por el mismo hecho de ser incomprensibles, de ofrecer resistencia al entendimiento común, son materia privilegiada para él, y están en sus versos ya sea porque los mira, o porque les presta su voz, y en ellos intentaré descifrar algunos de los sentidos que atraviesan su corpus poético.
Tal vez el volumen donde esa condición de su poesía es más evidente sea Hotel Central. En ese espacio de nombre tan preciso como ambivalente —en cualquier ciudad de Cuba o del contexto hispanohablante puede existir un Hotel Central— hay criaturas que ocupan sus habitaciones o las cuidan, o que estuvieron antes en ellas, pero el volumen se expande hacia seres de otros ámbitos, como los de ese «Municipio teatral» del que me ocuparé en breve.
Sin ánimo taxonómico, identifico al menos cuatro tipos de figuras o de situaciones por las que pasa la poesía de Sigfredo, y advierto que no son compartimentos estancos, sino que suelen mezclarse entre ellos. Y dado que estaré tratando sobre personas que, una vez puestas sobre el papel, instaladas en el universo ficcional, se convierten en personajes, y que se manifiestan, además, mediante su participación en sucesos, me referiré tanto al sujeto lírico como al narrador desde cuyo punto de vista son contados tales eventos.
En el «Diario del bedel» (Hotel 38-39), tal narrador encarna en ese individuo que podemos imaginar ya envejecido e inmutable, curado de espanto, sin vida propia, sin más que contar que no sea aquello que ha escuchado tras las puertas de los cuartos, o de lo que ha sido testigo al servir a los huéspedes, por lo que, nos dice, «Mi labio no se ha herido, no conozco/ la pavura del amor», como «tampoco [su corazón] ha conocido carne humana». Es una criatura en estado terminal, que ya no espera nada y al que ya «todo [le] parece natural».
La condición del bedel es semejante a las de otros personajes más o menos ilustres. En «Contribución a los encuentros en La Habana» (Poesía cubana 124-125), el Tennessee Williams y el George Gershwin que visitan la ciudad están despojados de los atributos de la gloria o de la fama. El primero («Almuerzo con Tennessee») «bebe alcohol y no es amigo de nadie»; el segundo está inmerso en una crisis aún más radical, provocada por el cansancio y el peso de los años: observa, iluminada por el sol, la mano que «era tan ligera», no le queda más que sangrar y vivir de la música, está atrapado en un viaje «común y circular», y a fin de cuentas a lo único que aspira es al reposo, ¿final?: «Si pudiera dormir, me dormiría».
Estos artistas célebres tampoco son muy diferentes de los acróbatas o del acordeonista que están en el cercano Los peces & la vida tropical, en los que, además, se dignifican esas profesiones tenidas por menores, confinadas al entretenimiento y la diversión. Los acróbatas tienen como innegable antecedente al equilibrista de Eliseo Diego. Si para aquel, cada paso «puede ser muy bien el último» (Obra 245), estos «[c]onocen al menos la esperanza/ de una muerte simple». Sin embargo, el público de Eliseo es prepotente, casi tiránico, amparado en que «pagamos a tiempo las entradas», y el equilibrista tiene su recompensa en la gloria efímera que alcanza. El sujeto lírico de Sigfredo, en cambio, reconoce que, al cumplir con su trabajo, los acróbatas satisfacen «los colmos de nuestra aspiración» y ocupan «el lugar que nos tocaba» (Los peces 42-43), con lo que se traza un punto de encuentro, de empatía entre emisor y receptor.
El acordeonista, de igual modo, entrega a sus espectadores circunstanciales un placer que proviene de sus sufrimientos («Lo que nosotros recibimos/ por momentos/ él lo padece siempre» —Los peces 29), en una contradicción común en cualquier rama del arte (en la poesía, quizás, por encima de las demás). «Entonces llegaron nuestros dioses» escribe en «Las indias galantes» (Hotel 47-49), y se refiere a gente del espectáculo que vienen a actuar en «antros comidos por la sal y por nuestras larvas», procedentes de Quito, Cartagena, Santa Clara, y están ya «demasiado fatigados». A pesar de la decadencia de sus espacios y de la lamentable imagen que ofrecen con el rostro enharinado, sudando azufre, alcoholizados, son «nuestros dioses», aquellos a quienes debemos respeto y gratitud.
En crisis más profunda aún están los seres (estos sí nacidos como personajes), de «Municipio teatral», a los que Sigfredo da la posibilidad de hablar en primera persona. «Orestes» (Hotel 53) recuerda que «el hielo entró en mi casa/ y en mi vena abierta», y está colocado cuando ya su tragedia ha sucedido, y ha «devuelto dolor con dolor». Su víctima, «Egisto» (Hotel 54), también está encerrado en la memoria, de la que rescata situaciones que lo hicieron feliz a la vez que labraban su destino sangriento. Enuncia su discurso desde la noche, «mi elemento», donde ya está, «muerto». «Electra» (Hotel 55) está presa en el sueño, y va escindida por su contradicción: «Dos electras se aman sobre mí», una es la «electra sombra, la amante de mi amante», y la otra su enemiga. Y «Clitemnestra» (Hotel 56) circula atrapada entre el pasado y el pasado, y rodeada por contrastes: «sábanas de lino, opacas por la sangre», «humos de la luz» que ennegrecen su casa. Más que en un espacio preciso, parece estar confinada en una celda de tiempo.
Sin disminuir un ápice su lustre legendario y clásico, el título bajo el que se reúnen este conjunto de poemas expresa tanto la universalidad como la cotidianidad en las que se inscriben los personajes. Así como, en verso de Roberto Fernández Retamar, «Romeo también fue un provinciano», estos proceden de un sitio específico, municipal, y antes de ser carne de tragedia fueron criaturas comunes, sometidos a pasiones o tormentos semejantes a los de aquellos que nacimos en Santa Clara o en Manzanillo.
El tiempo y el cansancio también caracterizarían a quienes estarían en la segunda de las tipologías que vengo describiendo. Cercanos a esos artistas retratados o puestos a confesarse en el tramo final, decadente, de sus vidas, estos vienen de sitios o acontecimientos que pueden ser la guerra («Vino mi madre a curar» —Hotel 43-44), o estar abandonados en territorios remotos (el Ben Gunn de «Los adioses» —Los peces 54-55), o regresan a sus familias luego de errancias que los han desgastado, acaso vencido: «cincuenta y nueve años anduve/ en el desierto» («En agraz» —Los peces 47-48); «y una vez tuvimos una casa, un caballo/ que tiraba del carro en las tardes encendidas» («Provisiones» —Manos 81).
Todos los anteriores forman una misma estirpe en la que el tiempo y las relaciones humanas, cualquiera sea su signo, ejercen su poder casi siempre devastador sobre individuos, sobre singularidades.
En la tercera tipología los personajes suelen estar ubicados dentro de comunidades, y los alcances de sus significados son más visibles.
Vuelvo a comenzar por ese centro irradiante que es Hotel Central. En «Talking Timbuktú» (Hotel 20-22) el sujeto lírico ve africanos que se ganan la vida con sus músicas y bailes en el metro de París. La locación es tan importante como los personajes involucrados. Un poeta procedente de uno de los pueblos de la América Latina que Darcy Ribeiro llamó «nuevos», por la mezcla de pobladores llegados de Europa y de África, fundamentalmente, admira el arte y la energía de seres llegados de Kenya, de Zaire, de Sierra Leona, nada más y nada menos que en la Ciudad Luz, lugar en el que unos y otros son extraños, extranjeros subdesarrollados. El sujeto quisiera ver lo que los emigrantes alcanzan a vislumbrar de esos territorios dejados atrás, se lamenta de no poder recordar, como ellos. En su universo cultural, todo va confundido, mejor: transculturado. El sonido de tambores lo transporta a acordes de Led Zeppelin tocados por «un muchacho de cintura fina e ignorante» en una playa; el de la guitarra de seguro ese mismo «muchacho negro de cintura de aire» que el sujeto lírico quisiera haber sido «hace dos o tres cientos de años».
De una contemplación parecida surge «Nosotros los amalianos» (Hotel 64-66): una comparsa tradicional recorre calles de La Habana en carnaval. Los comparseros en su cotidianidad viven mal, «el agua falta y la electricidad», tienen los ojos «sangrados por el ron», comparten el baño «entre familias oceánicas», y «sin embargo son conquistadores», sentencia en un verso que se repite, como estribillo, y confirma el sentido anticolonialista de su mirada sobre los fundamentos africanos de la cultura cubana.
Su visión descolonizadora es, en algún instante, autocrítica. En viaje a Nicaragua, el sujeto que suponemos un cubano ilustrado intenta comunicarse con un niño del lugar. Pero hay entre ellos una distancia, de momento, insalvable: el niño «no sonríe/ por qué va a sonreír/ le hablas de otro mundo/ como un americano, profetizas/ cosas de otro mundo» («En Apanás», Hotel 72-73).
Nuevas circunstancias sociales aconsejan, además, la actualización del discurso descolonizador. En París, en el metro, los africanos eran el centro de un espectáculo marginal concebido para europeos. En La Habana de los 2000, cubanos tocan yambú para turistas que «apura[n] alcohol en coco de Jamaica/ y cree[n] que marca[n] el ritmo/ con sus dedos sin claves». Luego de la descripción, la sentencia: «no se fatigue el colonizador/ con la inclemencia solar y la eufonía/ que trae la dotación hasta el batey/ portátil». «Sobre la extendida tendencia de apresurar el ritmo del Yambú» (Objeto 71) puede leerse como la otra cara de «Talking Timbuktú», de la misma manera que «Viajan los yumas» podría serlo de «En Apanás». Si allí la comunicación entre el sujeto lírico (cubano ilustrado) y el niño (campesino nicaragüense) era imposible, a pesar de las simpatías ideológicas que podemos suponerle al primero, aquí hay una incomunicación tácita entre el «yuma» (sinónimo de extranjero, estadounidense por antonomasia) de izquierda y dogmático o esquemático que pregunta dónde está la clase obrera. En Nicaragua bastaba la mirada del niño, su silencio, para cerrar el diálogo. En este otro poema es la música, convertida en ruido (¿de los Amalianos, de los Componedores de Bateas, de alguna de las comparsas tradicionales habaneras?), es decir, la cultura popular, viva, ajena a las preguntas desenfocadas del yuma, lo que distancia a los interlocutores: «No hay quién oiga/ detrás de la trompeta la campana/ el bongó: la clase obrera Yo no/ entiendo te grito» (Todos 74-75).
La cuarta de estas tipologías que encuentro en la obra de Sigfredo es, quizás, la más constante y singular, y su existencia no se define por profesiones, por estados del cuerpo o del alma ni por procedencias geográficas y culturales, sino por su condición extra o supra temporal. En ocasiones, están en un tiempo acumulado, denso, y gravitan dentro de un espacio común donde conviven con otros que lo ocuparon en años distintos, distantes.
«Cerámica Rakú» (Hotel 80) es también una suerte de arte poética: «Voz de gente natural siempre intangible/ me toca el contorno sin saberme». Si acercamos las palabras «intangibles» e «incomprensibles» estaremos uniendo las dos declaraciones poéticas que he citado, y a la vez iluminando una de las claves conceptuales de la poesía de Sigfredo: la insistencia, el protagonismo de la gente común, la capacidad para observarlas desde la comunión, casi nunca desde la distancia. Pero en este poema todo se complica una vez que el sujeto lírico —quizás, mejor, el narrador— cuenta: «He visto cabras/ vigilantes y pastores y sombras / o eran mercaderes/ alrededor de mí». Es nuestro contemporáneo pero ha llegado no desde otro sitio sino desde el pasado, y fuma un cigarro que es «el mismo de mil noches».
El catálogo de versos en que el narrador (o el sujeto) ofrece la constancia de esos tránsitos es extenso. Cito ejemplos de libros diversos:
«Me acosté siendo un chiquillo./ Mi mano era la mano al otro día/ del hombre que afilaba su navaja/ en el coral» («Los peces & la vida tropical (re-escrituras)» —Los peces 58-62).
«Pasé la noche imaginaria en la montaña./ Viví de esta otra vida en un invierno entero» («Zafra de noche» —Manos 26-27).
«Yo mismo he vegetado al amparo de tribus/ alfareras» («Nacido en Santa Clara 2» —Born 47).
Regreso al «Municipio teatral». El último de los personajes de ese grupo no es originalmente un personaje sino un creador: «Esquilo» (Hotel 57), y lo que dice de su obra, de los sucesos que ha llevado a escena, es lo mismo que el poeta Sigfredo Ariel dice en los versos anteriores: «Todo cuanto he visto sucedió hace/ tiempo», porque esos rostros «Pasaron/ ante mí y pasarán/ por nuevas galerías, de palacios, solares, corrales de huéspedes y públicas cavernas que llamarán hoteles».
Es posible encontrar claves diversas para comprender estos viajes en el tiempo: desde el espiritismo hasta la fe en la reencarnación de las almas. Sin embargo, prefiero entenderlos como una propuesta de universalidad: los seres humanos, a veces a nuestro pesar, estamos formados por esa acumulación cultural que no distingue épocas ni contextos, y que nos hace a la vez iguales y los mismos. No es solo la muerte lo que nos despoja de los atributos que parecerían hacernos mejores o peores que los demás: también nos asemejan esas mezclas, las procedencias confusas de las que venimos, los materiales impuros con que estamos formados.
Me fundamento para esta lectura en versos de «Esquilo». Él sabe, desde su inmortalidad atemporal, que las historias que ha contado se repetirán en lugares que pueden ser «palacios, solares,/ corrales de huéspedes», porque «el tuétano del mito arde sobre otra isla que no puedo descifrar:/ Micenas o Belén» (Hotel 57). Situado en «Infanta y Carlos III» (Todos 60-61), vuelve al carnaval, pero ahora desde un ángulo más sombrío («Llega pordioseando de nuevo/ el carnaval»), y dos mujeres policías están allí para enfrentar posibles sucesos que el narrador define como «la tragedia griega». Por las pasiones que la motivan «Esparta ha se der/ un callejón que se pierde/ por Los Sitios Micenas/ puede ser esta ciudad/ entera». Páginas antes, en ese mismo poemario, La Habana será una troya que «niños edificarán sobre esta Troya».
Las cuatro tipologías que acabo de describir expresan líneas de sentido, es decir, una cosmovisión en la que se sostiene la coherencia de la obra poética de Sigfredo Ariel. Distingo, además de la ideología descolonizadora en que he insistido, la preferencia por dar protagonismo a aquellos que suelen ser menospreciados o subordinados, con una mirada hacia ellos, hacia todos sus semejantes, comprensiva, jamás compasiva. Y como sustento más abarcador, la convicción de que nuestra condición humana y las herencias que recibimos igualan a todos los seres humanos, de los griegos a acá.
***
Ver también: «Sigfredo Ariel y el Gacetón “por si cuela…”», «Ejercicio 63. Breve viaje con Sigfredo por sus lares luminosos (I)» y «Ejercicio 64. Breve viaje con Sigfredo por sus lares luminosos (II)».
Libros citados:
Sigfredo Ariel: Hotel Central, La Habana: Unión, 1998.
______________: Los peces & la vida tropical, La Habana: Letras Cubanas, 2000.
______________: Manos de obra, La Habana: Letras Cubanas, 2002.
______________: Born in Santa Clara, La Habana: Unión, 2006.
______________: Objeto social, Santa Clara: Sed de Belleza, 2011.
______________: Todos los hierros, Matanzas: Matanzas, 2017.
Diego, Eliseo: Obra poética, La Habana: Unión/Letras Cubanas, 2005.
Llarena, Alicia: Poesía cubana de los años 80 —antología, Madrid: La Palma, 1994.
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