Texto original publicado en: Julio Ortega, Trabajo crítico. Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2012
Publicada en 1962, El siglo de las luces es posiblemente la novela más importante de Alejo Carpentier (Cuba, 1904-1980). Es también una de las primeras novelas hispanoamericanas que asumen críticamente el tema de la historia; Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad (1967), y Reinaldo Arenas, en El mundo alucinante (1969), partirán también, en diferente medida, de la historia latinoamericana para reformularla, desde una opción formal más audaz que en Carpentier y transgredirla con la ficción. Ya en Borges es visible una aguda preocupación crítica por la historia: una añoranza de la participación plena, que en su obra se traducía en el repetido elogio de los hechos guerreros de la Independencia americana, por ejemplo, y asimismo en su preferencia por algunos escritores ingleses —como De Quincey o Chesterton— en quienes vio, sin duda, una fabulación que se producía, siempre, ligada a la historia, al destino de personajes que se cumplían en la integración impersonal y salvadora de esa historia común. Esa añoranza de la participación, por cierto, es en Borges al mismo tiempo una actividad crítica: denuncia el vacío de esa posibilidad en la irrisión histórica latinoamericana.
En Cien años de soledad la historia es una apoteosis apocalíptica: no solo destruye el tiempo y el espacio mítico de la fundación de Macondo, igualmente consume a sus protagonistas y se repite a sí misma como una parodia grotesca, cuyo desenlace incumple, otra vez, el sueño de una revolución en la fatiga de la política. En El mundo alucinante ese sueño de la «revolución verdadera» es personificado por Fray Servando Teresa de Mier, pero es un sueño asimismo revocado por la institucionalización republicana a poco de la independencia. Ya en El siglo de las luces este debate se anunciaba: en esta novela —de amplia y precisa orquestación formal— los personajes pueden ser asumidos como figuras de un código que comunica la suerte trágica del destino histórico moderno; entre los prestigios de una edad de oro y el sueño de la utopía revolucionaria, esos personajes son emblemas de un tránsito, de una fisura que va de la historia a la política, del mito a la irrisión, de la añoranza redentora al simple extravío del poder.
Pero si ello es cierto, hay todavía que añadir lo siguiente: en esa misma apuesta utópica, en la cual el desencanto se va imponiendo, habita un deseo más amplio y siempre renovado, deseo que supone la necesidad de una personalización cumpliéndose en la historia, a pesar del riesgo mismo del desencanto. Asumir ese riesgo y trascenderlo implica habitar plenamente un mito: y así ocurre en España aparta de mí este cáliz, de César Vallejo, mitología ya no armónica, suficiente, sino más bien fragmentaria y agónica: utopía trágica, por lo mismo. No otra cosa ocurre en Todas las sangres (1964), la más importante novela de José María Arguedas, donde la posibilidad de la participación es también la inminencia de un cambio real. Cuando el sueño de la historia se convierte en la pesadilla de la política, la novela asume una perspectiva crítica y, en ella misma, un agravado escepticismo. Ese malestar, que solo puede ser crítico, aparece en buena parte de la poesía hispanoamericana —y en la española también— de la última década. Al comienzo de este debate, El siglo de las luces es quizá una de las primeras novelas que no rehúye el riesgo del desencanto.
Desde la primera página Carpentier nos introduce en la norma de un estilo emblemático: Esteban contempla la Máquina, la guillotina que la Revolución Francesa lleva a América, y la mira como una «puerta», como un «instrumento de marear». Ya esta primera imagen contradice el sueño humanista: la revolución requiere de armas eficaces; además, países dependientes, la misma historia nos es impuesta desde fuera por nuestros colonos de cualquier bandera. La ironía dramática de estas implicaciones anuncia la irrisión paradójica de esa historia.
La novela misma se abre con otros emblemas: la muerte del padre y el caos del mundo físico coinciden ejemplarmente. El padre de Carlos y Sofía es también el padre equivalente de Esteban, primo de ambos. La desaparición de ese padre se cumple en un mundo invadido por las lluvias, cubierto por el limo, por el fango; esas imágenes que se reiteran sugieren las resonancias del caos; a partir de ese mundo informe la novela se inicia y se reordena también la vida de los tres jóvenes. Así, en las primeras páginas advertimos ya el sentido casi fatal que tendrán en la novela las relaciones de los personajes y el ambiente como correlato que los ilustra o los juzga; sentido que está siempre ampliando la actualidad de la ficción en el anacronismo del emblema; también de este modo la novela mostrará el proceso fatal de una historia emblemática que se impone. Por último, este código de la tipicidad anunciará la construcción misma de la novela como un doblaje paródico, como un teatro que evidencia en sus emblemas su elaborado montaje.
Al año del luto, cuando terminan otra vez las lluvias que llenaban las calles de nuevos lodos, la aldaba de la puerta principal y luego todas las puertas de la casa se estremecen con el llamado de Víctor Hugues; otra vez el acto se hace emblemático, no solo por el presagio —«“¡No abras, por Dios!”, grita Sofía; pero era demasiado tarde», advierte el autor—, sino también porque esa casa, tierra firme de una burguesía criolla, rinde sus puertas al invasor. Como en los episodios iniciales de la muerte del padre y del barro caótico, en esas puertas sacudidas por el extraño también leemos un acto consagrado emblemáticamente por la tradición novelesca. No en vano es así: pronto Víctor Hugues transforma la vida de los adolescentes, iniciándolos en otro mundo, el de una actividad que los irá a liberar. Esteban padece de asma, pero el francés también lo irá a librar de la enfermedad. Así, paulatinamente, otro emblema se impone: Víctor Hugues viene a reemplazar al padre ausente. Víctor sugiere sacar a Esteban a la calle y Sofía piensa que «Cuando el padre vivía, tan austero como era, jamás hubiera tolerado que alguien saliese de la casa después de la hora del rosario». Pronto «Sofía sentíase ajena, sacada de sí misma»; «Esteban tampoco era el mismo». No nos extraña, por lo tanto, que un temporal se avecine como anuncio decisivo de los canjes: «el agua inmunda» invade el patio y las salas destruyendo los muebles, convirtiendo la casa en un «barro roto». Víctor conduce en ese episodio la resistencia al caos, que se traducirá en el nuevo ordenamiento de las cosas. Por cierto, «Lo más importante era que las puertas y las ventanas hubiesen resistido». Otro episodio confirma el papel paternal de Víctor Hugues: desenmascara al albacea de los jóvenes, a ese «segundo padre» que era un «protector fingido». Al final del episodio la ficción se entrega a la alegoría, no sin énfasis, cuando Sofía requiere destruir «un gran retrato del padre».
El francés procede luego a reordenar su mundo de comerciante progresista, cuyos negocios clandestinos están justificados por él mismo corno una lucha contra el monopolio español. Las gentes de Cuba, dice, «estaban como dormidas, inertes, viviendo en un mundo intemporal, marginado de todo, suspendido entre el tabaco y el azúcar». La actividad del francés inicia así a los jóvenes en otro sistema de valores. «Esteban, de pronto, tenía la impresión de haber vivido como un ciego, al margen de las apasionantes realidades». De este modo —y me parece demasiado evidente el mecanismo paternal como para insistir en él—, Víctor Hugues impone otro código, y los nuevos valores son dictados por el cosmopolitismo, en un mundo de objetos y de aventuras que acontecen o persisten fuera del marco cubano, fuera del ámbito colonial, en un orden de prestigios no menos coloniales, pero donde el canje de una norma otorga la ilusión liberadora, y esa norma parte ahora de Francia. El ámbito colonial español es visto, por ello, de otro modo: la administración hispánica solía hundirse en «la modorra de siempre»; los mapas españoles daban una confusa noción geográfica; hasta los barcos indican el canje; el Arrow es «esbelto y magnífico», mientras que la «vieja balandra cubana» es de «velas remendadas y ruinosa estampa».
Ya en Francia, Esteban descubre que su mundo originario era «estático, agobiante y monótono»; en cambio, ahora vive «en una enorme feria, cuyos personajes y adornos hubiesen sido ideados por un gran intendente de espectáculos». Sacado de las «modorras tropicales» se deleita en el espectáculo de una «gigantesca alegoría de la revolución; en una metáfora de la revolución». La visión de España, por lo mismo, es más crítica: «se hacía un perpetuo recuento de Borbones cornudos, de reinas licenciosas e infantes cretinos, ciñéndose el atraso de España a un sombrío cuadro de monjas llagadas, milagrerías y harapos, persecuciones y atropellos, que sumían cuanto existiera entre Pirineos y Ceuta en las tinieblas de una godarria rediviva. Comparábase ese país dormido, tiranizado, falto de luces, con esta Francia esclarecida…».
«Pero no basta con llevar la Revolución a España; también hay que llevarla a América», sentenciaba Esteban. De algún modo ejemplar, Esteban representa en la novela al intelectual animado por las teorías y paulatinamente desencantado por los hechos. Pero más interesante que este esquematismo, que lo opone emblemáticamente al hombre de acción, a Víctor Hugues, es advertir la mecánica misma por la cual Esteban está dispuesto —como lo estará luego Sofía, y de modo decisivo— a una participación dentro de la historia que le hace creer en su ajuste personal a una situación provista de sentido; ese deseo de integrarse a un proceso en marcha —ese impulso a una personalización en lo colectivo— define mejor su íntima realidad que la misma disyunción ante los hechos que se depredan.
Este mecanismo es un canje: Esteban abandona el mundo marginal de La Habana y cree intervenir en el sentido más vivo de su tiempo; pero intervenir en este caso es también un desplazamiento más curioso, pues supone el extrañamiento personal, la ambigüedad característica de una ideología universalista que se adopta y una zona originaria que no se precisa o, al menos, en los procesos de una alienación que se libera en el desencanto, solo de modo muy deductivo podríamos relacionar ese universalismo ideal con esa concreta región colonial, configuradora esta última, por cierto, de los personajes. Por lo mismo, la visión de Esteban se trastoca y los valores se confunden. Fácilmente, él ha adoptado como suyos los valores del universalismo mesiánico de un París liberador, pero apenas se aleja del espejismo de un centro ordenador, su perspectiva se confunde. Al ser enviado al territorio vasco, se nos dice que «el joven se admiró ante las toscas iglesias vascuences, de chatos y guerreros campanarios»; y también que: «algo se había decepcionado de las gentes, al conocerlas mejor: esos vascos de gestos pausados, con cuellos de toro y perfiles caballunos, grandes levantadores de piedras, derribadores de árboles… eran tenaces en la conservación de sus tradiciones». El mundo vasco «se le estaba volviendo ajeno, artero, movedizo». La palabra «ajeno» es aquí una clave: en efecto, ese mundo provinciano, equivalente en cierto modo a su propio mundo cubano, es ajeno para quien, capturado por la ilusión de una historia que lo proyecta, se descubre extrañado, desplazado, apenas se separa del centro proveedor de su posible ajuste, apenas sale de París.
Mientras tanto, Víctor Hugues se estrena con la guillotina: es Acusador Público ante el Tribunal Revolucionario de Rochefort y había llegado a pedir, cosa que Esteban aprobaba, «que la guillotina se instalara en la misma sala de los tribunales, para que no se perdiera tiempo entre la sentencia y la ejecución». No es casual tampoco que al final de esta secuencia Esteban llore emocionado por los hechos que le toca en suerte vivir, y que recuerde a Sofía, cuya fuerza es «maternal», «como de madre verdadera», y no es casual porque Esteban ha elegido una figura paternal, y paternalista, bajo la cual descubrirse a sí mismo, pero carece aún de esa figura «maternal», de ese origen más suyo que Sofía representa.
Por todo ello, y al menos hasta aquí, hay una correspondencia íntima entre Esteban y Víctor Hugues. El mecanismo de participación, por el cual Esteban se entrega al vértigo de la Metrópoli, funciona también en Víctor, quien solo puede actuar radicalizándose hasta el terror mismo. El destino de Víctor es, sin embargo, más típico; derivando de la Revolución al simple extravío del poder, irá a sugerir la disyunción con Esteban: es visto por este como el Conductor de Hombres, cuya primera disciplina es «la de no tener amigos». La Revolución marcha a las Antillas cuando ya en la Metrópoli inicia su deterioro. La pequeña escuadra conduce la guillotina y la imprenta, el castigo y la doctrina, y la ambigüedad empieza a trabajar la conciencia de Esteban: «añoraba la ilusión de laborar en Dimensión Mayor, de tomar parte en Algo Grande», pero no deja de dudar, comprende que Víctor se desempeña como un actor en un Teatro donde quiere emular al arquetípico Robespierre. Emblema de otro emblema, Víctor ilustra las contradicciones y es ya el político por excelencia: «Sospechosos son todos», proclama; Esteban «tenía deseos de escribir»; «Acaso una nueva Teoría del Estado. Acaso una revisión del Espíritu de las Leyes. Acaso un estudio sobre los errores de la Revolución». «Soy un discutidor», se define; la disyunción se establece: «Una revolución no se argumenta: se hace», sentencia Víctor.
Pero la Revolución que lleva a las Antillas la libertad por decreto, los derechos humanos en una declaración, no solo es contradictoria en sí misma, sino que también es otro capítulo de una amplia guerra colonialista: arrojar a los ingleses de las Antillas, arrojar a los españoles, es un intento que empieza en nombre de la libertad y que termina en la imposición de otro sistema de poder colonial. De aquí que, en la actividad de la guillotina, en la perspectiva de cualquier dominación colonialista, «ochocientos sesenta y cinco rostros eran demasiados rostros para dibujar la imagen de uno solo». Como cualquier colonialista. Víctor Hugues es también un racista: no mostraba mayor simpatía hacia los negros: «Bastante tienen con que los consideremos como ciudadanos franceses». «Todo negro acusado de perezoso o desobediente, o levantisco era condenado a muerte». En la nueva dependencia que se impone, los indígenas buscan adaptarse a su modo: los indios caribes de una isla «solicitaron por boca de su cacique, el honor de ser acogidos los beneficios de la ciudadanía francesa»; así, los «beneficios» que permite el colonialismo son aberrantemente propuestos como «honoríficos», paradoja irónica. Paternalista como todo colono, Víctor Hugues sentencia que «Solo el caribe es gente», juicio que discrimina a los negros. Ya en este camino de la impostura colonial, el francés asume la violencia y la imposición del poder: «De aquí no me sacará nadie», afirma.
Pero volvamos a aquel mecanismo de participación, que funciona también como un mecanismo de extrañamiento. En esta novela no es difícil advertir una íntima paradoja: la acción histórica solo parece posible fuera del contexto originario de un individuo. Por alguna oscura motivación, los personajes de El siglo de las luces solo pueden intervenir en la historia extrañándose en ella; logran ajustarse al sentido posible de la acción, pero en medios que les son ajenos: no solo en el caso más literal de Víctor Hugues, sino sobre todo en los casos, más sintomáticos, de Esteban y Sofía. Esteban solo consigue participar en la historia cuando sale de Cuba: en Francia es un extranjero pronto ajustado a los valores nuevos que promulga la metrópoli; más desencantadamente, prosigue estando ajustado a los acontecimientos en las otras islas del Caribe, en una actividad crítica y ambigua más decisiva, pero cuando retorna a Cuba su actividad se diluye en el malestar puro, en una opción ya individualista y evasiva. De igual forma Sofía: para participar debe salir de La Habana, debe romper su mundo original y debe correr la aventura de entregarse a Víctor Hugues, para, igual que Esteban, decepcionarse luego de él. Al fin, ella marcha con Esteban a Madrid, y allí estos mecanismos de desplazamiento se cumplen en la apoteosis y la aniquilación: Sofía y Esteban se confunden con la muchedumbre que invade las calles del 2 de mayo. De manera reveladora, ambos logran el más pleno sentido de su participación en la historia al sumarse a la turba que propiciará la liberación española del poder napoleónico. Al integrarse a esa muchedumbre en la calle, ellos se oponen no solo a Napoleón: tácitamente se oponen también a Víctor Hugues. Y, al mismo tiempo, confirman su extrañamiento: la historia les permite recuperar el sentido de sus búsquedas en esa inmolación, esta vez en la metrópoli colonial, en España, desplazados así de su propio mundo cubano, paradójicamente poseyendo el sentido histórico en la errancia de la participación, en los canjes que el azar dispone, en el logro de la conciencia y en la inmolación de ella.
El sentimiento universalista de la Revolución parece haber actuado, por todo ello, como una errancia histórica cuyo centro crítico se extravía. Pero ya en los mismos personajes ese núcleo estaba ausente: la historia parece actuar no como una ligazón al contexto original, sino como un lento y progresivo despertar de la conciencia, como un aprendizaje que los personajes pueden o no asumir. Si Esteban, en este sentido, es la conciencia crítica, el malestar de esa conciencia, la mirada que siempre observa y compara, entre pautas ideales y graves desencantos, si Esteban, por lo mismo, es una mirada errante, en blanco, desligada de opciones más profundas, más radicales que el simple testimonio; Sofía, en cambio, posee una constitución más compleja, menos evidente, más ambigua. Así, su despertar a la conciencia crítica —su descubrimiento de la impostura de Víctor Hugues— forma parte de un proceso más amplio, en el cual ella se descubre y se libera. Liberación que, si se quiere, se produce en una progresión clásica, pero que, en la novela, la convierte en el personaje de mayor densidad; esta progresión parte de la muerte del padre, sigue con la iniciación sexual con la que, a través de Víctor, paga tributo al matrimonio burgués, busca al francés para compartir sus ideales —luego de que la novela concede la muerte del marido—, abandona al amante, marcha a Madrid, y finalmente es ella quien arrastra a Esteban hacia las calles del 2 de Mayo, donde ambos consiguen la participación extrema y final, la impersonalidad misma de la historia que recomienza ahora en otra dirección; como si la historia solo se rindiese a ese precio, otorgando su evasiva plenitud en una apuesta solamente radical.
En esta novela los latinoamericanos son los extranjeros errantes: esos individuos que sueñan su demorada personalización en la posibilidad de que la historia los recupere para el sentido, concediendo así el canje de la errancia por el ajuste. Pero ese tránsito se incumple, se extravía: solo parece posible en el acto final de la novela, en el asalto de la calle, en la rebelión anónima y unánime. Mientras tanto, en la penuria de la errancia, la ilusión de actuar solo se produce fuera del contexto nativo, en ese canje que es un extrañamiento cercano al desencanto, próximo al deterioro. De ahí que la imagen del teatro, la metáfora del espectáculo, se reitere: el discutidor, Esteban, es sobre todo el observador, el testigo perpetuo, el actor a medias, que por lo mismo puede presenciarlo todo en su aspecto paródico, doblado. Ve un teatro —el patetismo, la impostura— allí donde los otros creen actuar por grandes causas; observa la irrisión histórica —la mascarada, la parodia, el tinglado allí donde el poder cree establecer su norma infalible—. Y es por ello que la imagen del teatro está, en el fondo, delatando el íntimo mecanismo de la participación: Esteban y, por cierto, la novela, están anunciando a través de esa imagen el distanciamiento mismo en que la acción histórica acontece para ese personaje latinoamericano, para esa perspectiva latinoamericana, atrapados ambos en las pautas y los esquemas de una historia impuesta desde fuera, traducida en sus hechos y en sus decretos; condenada, además, a la misma ambigüedad de su promesa total y su imposibilidad fatal.
Creo que estas formas de la alienación —el extrañamiento, la vida paródica, la impostura— configuran las tensiones más válidas de esta novela. Tensiones que se figuran como una ajenidad, entre las frustraciones y la conciencia crítica, entre la errancia y el postergado ligamiento. No es casual, por lo tanto, que a lo largo de la novela asistamos a un viaje que se multiplica: el extrañamiento reclama este viajar perpetuo, que en la novela mueve a los personajes continuamente en ese espacio, además, de las islas de un Caribe que se multiplica como un cosmos siempre extranjero, siempre disperso y diverso, de muchas lenguas, tribus y banderas. La presencia constante del mar, las imágenes de los caminos, la alama de las fronteras, las casas y campamentos, las ciudades cerca y lejos de todo, son también ese espacio del teatro donde los hombres se extravían en un viaje sin fundación. «Hay épocas hechas para diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus», propone el autor, pero la misma naturaleza de la historia está vista aquí como esa confusión agónica que rechaza la posibilidad de toda tierra firme.
Tierra firme que solo puede ser espacio final, como para los nombres destruidos por la Revolución, que sobreviven en Cayena como patéticos fantasmas; en esa tierra viven la prisión y el destiempo, la irrisión misma de una época grandilocuente; tierra final también para Víctor Hugues, otra vez en Cayena, cónsul ya de Bonaparte, cínico y destruido, justificando la esclavitud como necesidad política («yo soy un político», se define ahora); pero una tierra estable, un espacio que religue, no existe para Esteban y Sofía, otra vez fuera de Cuba, en España, donde ella lee a los precursores de la Independencia de América y la novela sugiere que en el sentido de ese movimiento ellos irán a cumplir su último acto emblemático, como si ese término de la errancia pudiese en realidad anunciar la otra novela de la independencia latinoamericana; desde el pueblo español sublevado contra Napoleón, Esteban y Sofía actúan contra Víctor Hugues y posiblemente también contra el poder colonial de España en América; así, por primera vez, al final, un acto radical les concede la participación perseguida.
Y, sin embargo, la historia, y desde la novela, por cierto, les juega una última trampa. Si la novela hubiese concluido con la escena del 2 de mayo, Esteban y Sofía habrían vivido, al menos emblemáticamente, en el sentido plural de ese acto elegido. Pero la novela les niega —no sé si deliberadamente, sospecho que no— ese destino, lo revoca. En efecto, los últimos hechos están contados desde la reaparición de un postergado personaje: Carlos, el hermano de Sofía, ya próspero burgués habanero, acaso imagen posible de lo que Esteban y Sofía hubiesen sido fuera del reclamo de la historia: Carlos termina la novela haciendo el inventario de los últimos días de su hermana y su primo: une así los hilos, cierra la ficción novelesca; pero, sobre todo, traza una línea hacia atrás, hacia la primera página. Recordemos que la novela empieza precisamente con Carlos, cuando vuelve al puerto de La Habana por la muerte de su padre, un poco disgustado de que se interrumpiera su retiro campestre, donde se entregaba al cultivo de la música; y sospechando ya que su destino se configurará desde los negocios y el comercio establecidos por el padre. Enseguida la imagen de la casa patriarcal se imponía, «la gran puerta quedó cerrada por todos sus cerrojos», hasta la irrupción de Víctor Hugues. Carlos empieza y concluye una novela en la que su intervención, por otra parte, es mínima, sin relieve en los hechos ya que él representa a esa burguesía comercial de la que Sofía y Esteban son los miembros liberales; Carlos es, más bien, el próspero burgués que se enriquece al margen de los movimientos de la historia, en los que nada arriesga; al final de su inventario, cuando ya ha hecho lacrar las cajas con los últimos objetos de los hermanos, devuelve también la Casa de Arcos, que queda cerrada y deshabitada, la imagen de esa casa es más interesante tal vez que la misma reiterada y alegórica imagen del cuadro Explosión de una catedral, bastante evidente ilustración de un mundo estable que se deteriora. Y es más sugerente esa presencia final de una casa burguesa porque ella está en la base de esta novela como un término polar; está en los inicios, cuando los jóvenes hijos de una burguesía comercial despiertan al mundo, y está al final, cuando dos de ellos se han extraviado y recuperado, cuando uno de ellos, Carlos, nos anuncia que el lado más estable de esa clase cierra el capítulo liberal y prosigue el suyo propio.
Si Sofía y Esteban mueren a favor de una historia que recomienza, al inicio de las nuevas rebeliones independentistas de América, cabe también suponer que Carlos, al final, es ese término más estable de una burguesía que por un lado irá a propiciar la revolución contra España y a la larga irá a establecer su propio poderío de colonialismo interno y mediación con los nuevos colonialismos. Y esta es la última derrota del liberalismo de Esteban y Sofía; su tiempo les concede el sentido de la acción y les cobra por ese sentido la vida, pero la historia nos dice que también la independencia americana iría a ser otra revolución a medias que solo cambia los grupos dominantes, el estilo del poder, en una dominación interna y en una nueva dependencia externa que se legalizan con las repúblicas. Si la novela no nos dice directamente que ello es así, al menos esa presencia final de Carlos y también el tratamiento interno de las relaciones de la revolución y la política, nos permiten sospechar esa última y fatal ambigüedad y extravío de los hechos.
Pero la imagen estable de una casa supone otras imágenes que en ella se sustentan: un mundo abigarrado y prolijo de objetos suntuarios que el autor se complace en nominar y en describir. Una frase acaso resume su propia perspectiva ante esas construcciones de apariencia inocente en el devenir histórico; elogiando el refinamiento de las construcciones en la Holanda ultramarina, el autor nos dice que Esteban las admiraba como «símbolos de una tolerancia que el hombre, en ciertas partes del mundo se había empeñado en conquistar y defender, sin flaquear ante inquisiciones religiosas o políticas». Es particularmente interesante esta declaración porque evidencia una perspectiva más interna en la novela: al margen de los hechos, y aun contra ellos, hay un mundo de objetos ideales que testimonian más altas y pacientes virtudes humanas; ese mundo no es otro que el de la cultura, de una cultura al menos así comprendida, como conquista y desafío casi intemporales, como territorio privilegiado y superior: y es, por cierto, esta perspectiva lo que en la novela permite el demorado y ferviente inventario de objetos prestigiosos, que poseen la resonancia de lo suntuoso; pero permite también la misma prolijidad nominativa, la casi inagotable posibilidad de designar el espacio para fijarlo, acudiendo incluso a la sinonimia; y así el espacio de su fijeza se hace tautológico, se reitera a sí mismo en una proliferación estática.
Acaso, por ello, esta perspectiva suponga que la cultura es también otro modo de salvarse de la historia y su cambio perpetuo, que destruye toda imagen de la fijeza, o que al menos atenta contra ella; imagen estática que en esta novela parte de la casa patriarcal —donde, sin embargo, el padre está ausente—, hogar al mismo tiempo estable y vacío donde «el aire estaba como inmóvil entre cortinas inertes, flores mustias, plantas que parecían de metal. Las hojas de las palmeras del patio habían cobrado una pesadez de hierro forjado». Pero allí mismo, en ese mundo forjado y de altas vallas, el lodo de la historia todo lo trastoca, y en la novela podemos advertir esta tensión entre la fijeza de algunos signos prestigiosos y resistentes —entre la misma fijeza de un estilo que opone al cambio su resistencia— y las transformaciones que la historicidad impone; no en vano cuando Sofía se acerca más íntimamente a Víctor Hugues, hombre de pocos blasones al fin y al cabo, ella es manchada, en las típicas reducciones que a veces supone la alegoría, por la bilis o los cerdos.
En este espacio de tensiones, donde la fijeza se niega a entregarse al cambio, podemos percibir también las relaciones contradictorias entre la utopía y la historia. Si la novela optase íntimamente por la utopía, su visión histórica se hubiese relativizado en la respuesta positiva de que la revolución es un ensayo permanente; si hubiese optado por un historicismo más evidente, su visión se extraviaría en el puro cambio, en la sola aventura sin sentido; pero al tratar de oponer la utopía a la historia, la novela crea una tensión mas válida, una ambigüedad que la salva de la necesidad de ofrecer una respuesta positiva a su propia persuasión desencantada.
En sus extremos, la utopía es, por cierto, el sueño del paraíso perdido que la revolución busca actualizar; y la historia es, en sus extremos, la degradación «política», cuando ha perdido la posibilidad mediadora de ser la vía activa que rinda ese mundo utópico como real. El sueño de ese mundo mejor —la Tierra de Promisión buscada por los caribes— está al fondo de los actos que en la historia persiguen ese espacio original y extraviado; añoranza que hace de esos actos un impulso desasosegado y agónico, parcial y siempre incumplido. Por eso, el sueño utópico se convierte en la pesadilla trágica. La utopía ya no es el mundo ideal dibujado por el humanismo —ese mundo perfecto que acusaba a una realidad depredada—; en la miseria de los hechos, ese mundo vuelve a perderse, se desdibuja sin tregua, y se convierte en una caricatura, en la irrisión misma de los ideales, en la negación última. Por eso, al ideal perfectible sucede la realidad deteriorada: la tragedia reemplaza a la epopeya; y es, además, una tragedia corroída, una irrisión trágica lo que espera a los personajes: parodia de los hechos, teatro aberrante. y, sin embargo, en esa misma miseria, el deseo de la participación histórica confiere a los personajes la resonancia más válida de sus aventuras: el riesgo que reclama el sentido, la posibilidad de un acto real en un destino propio.
El siglo de las luces puede ser leído como una secuencia de diversos emblemas que sugieren un proceso alegórico. Pero al mostrarse al lector como una construcción que a sí misma se evidencia, la novela cobra la dimensión paródica que la define. Esa dimensión está en los actos doblados de los personajes, en ellos mismos, en los equívocos de una historia que se duplica y se destruye, en el espectáculo de un teatro irrisorio. Entre los emblemas y las alegorías, entre los tipos ejemplares y los acontecimientos tópicos, y también desde el doblaje mismo de un estilo que se entrega a la enumeración y la fijeza, en estos mecanismos que delatan el artificio permanente de una construcción trabada y precisa, advertimos aquella dimensión paródica, esa vida doblada, cerca del extrañamiento, que destina a los personajes y que acaso define la íntima perspectiva crítica de esta novela.
Novela que está al comienzo de la renovación narrativa en nuestro idioma, en la cual se indica y anuncia la voluntad de asumir más complejamente el debate de una historia que, en su perspectiva latinoamericana, es cuestionada desde el sueño utópico y desde el escepticismo político. El deseo de la participación es también la voluntad de una personalización; en la actual literatura latinoamericana estas tensiones configuran la nueva versión de un antiguo sueño: la independencia real de estos países cuyo destino propio ha sido varias veces negado. Algunos lectores consideran que El siglo de las luces es una novela «reaccionaria» ideológicamente; otros, en cambio, consideran que es una novela «revolucionaria». Ambos juicios me parecen equívocos: quizá estemos ante una novela, básicamente, «ambigua», pero creo que, sobre todo, estamos ante una novela crítica: historia y ficción son en ella una incidencia crítica; tanto es así, que no sería difícil advertir en algunos episodios cierta intención didáctica del autor, acaso admonitoria, en último término, ejemplar. pero son las correlaciones de un mundo paródico y una implicación crítica las que suscitan en esta notable novela su íntima interrogación: su denuncia de la impostura histórica latinoamericana, su deseo de otra fundación histórica, o su pregunta por ese espacio original, evasivo siempre, y siempre perseguido.
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Te invitamos a leer la entrada anterior de esta serie: «El siglo de las luces. Coronación de Carpentier»
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