Tuve el privilegio de conocer a Flor Loynaz en el año 1984, en ocasión de su visita a Pinar del Río acompañando a su hermana Dulce María, para asistir al homenaje que el Museo Provincial de Historia ofrecía a Enrique Loynaz.
Aunque todo el interés estaba centrado en la poeta de Versos, que recién abandonaba su ostracismo, me llamó poderosamente la atención aquella mujer no ya ciertamente bonita, de grandes y negros ojos que miraban a la distancia y que por su apariencia, parecía salida de las páginas de una antigua leyenda y no del siglo xx.
Hoy tengo otro privilegio relacionado con su persona y es el de presentar su libro Poesía (Colección Lira, Ediciones Loynaz, 2019), con edición de Vivian González y diseño de Iliá Valdés. Hermosa obra tanto en su factura como en su contenido.
Flor Loynaz fue una personalidad fuera de lo común y por tanto, transgresora, conversadora increíble y fino sentido del humor que no obstante, escondía vastas tristezas y soledades. Así, la encontramos en sus versos:
Soy la poetisa vieja, desconocida y triste
que aún recita en la noche un poema de amor
(«La poetisa vieja», 1947)
Fragmentos dispersos de su vida que resumen una peculiar filosofía de la existencia, están recogidos en estos poemas y transitan desde «Ocaso», primero que escribe, fechado tempranamente en 1919, hasta uno de los últimos, en el que afirma:
En cuanto a mí, casi no pido nada;
solo que pongan en mi mano helada
el eslabón de una cadena rota…
(1984)
Grandezas espirituales y pequeñas cosas materiales, amor y desamor (binomio insoslayable), desasimiento y lejanía. Poesía de extremos que valida una solidez conceptual y que la polisemia del lenguaje coloca en la balanza:
Mi corazón. Y dicen: ―La piedra. Yo lo sé.
Lo digo yo también.
Mas, bajo la piedra algo hay encendido.
¡Quién sabrá lo que es!
Debajo de la piedra hay algo que no es mío
porque no quiero… Porque no puedo, tal vez…
(«La piedra»)
Por otra parte, sorprende con elementos cotidianos, aparentemente antiartísticos que sin embargo, ella eleva con precisión a la categoría de arte:
La remota ciudad de Bolina
a donde van los papalotes perdidos,
ciudad hecha de azúcar y de nácar…
Escondida
(«Bolina…Bolina»)
Su personalidad transgresora a la que aludíamos, se pone de manifiesto en poemas como su antológico «Soneto al ron»:
Si de tu mal he de morir un día,
que llegue a mí la muerte en buena hora.
Si es veneno, por cierto que atesora
la belleza, el amor y la poesía.
que descubre sus inclinaciones etílicas sin rubor o en aquel dedicado a Caín y Abel, personajes bíblicos que ella recrea a la inversa de la historia y justifica al controvertido asesino y cuya lectura nos lleva a reflexiones muy hondas sobre el comportamiento humano.
El poemario además, nos hace caminar por diferentes cuerdas; desde la paz idílica que se filtra en «Angelus», a la manera del lienzo homónimo de Millet y la insatisfacción, hasta la imitación genuina de Lorca, el poeta granadino, trasunto de sus cualidades para la música y la pintura, en estos versos dedicados a su gran compañero de juergas y noches de ronda, en La Habana de los años treinta:
Caderas redondas
las que te parieron;
caderas morenas
y curvas de cielo.
¡Cielo de Granada
cielo limpio y tierno!
Elemento que no se debe obviar, aunque la propia Dulce María lo negara, son los vínculos de la poesía de ambas, al menos en el tratamiento de temas comunes. Solo por citar un ejemplo:
He llegado hasta donde nadie pudo llegar
Si aún vuelvo la cabeza…, ¡Dios me vuelva de sal!
(«Conjuro», Dulce María Loynaz)
Corazón cobarde ¡no mires atrás!
Antes Dios permita te vuelvas de sal.
(Sin título, Flor Loynaz)
En alusión explícita al mito bíblico de la mujer de Lot y con idéntica intención semántica. Invisibles y múltiples son los hilos que unen la creación poética de las dos hermanas, con personalidades diametralmente opuestas, pero convergentes en la sensibilidad y en la vida.
Poeta de sello personalísimo que demuestra también una innegable perfección formal, la cadencia rítmica de sus versos corre paralela a la temática que aborda:
Va pasando la vida y hasta el olvido pasa:
Los que caminan mucho siempre vuelven a casa.
En ellos, la armonía del ciclo implacable de la vida, la recurrencia de los días y las noches, de los actos repetidos y de las generaciones humanas, a la manera del Eclesiastés, está marcada por el ritmo de la sintaxis de la composición.
Con toda justeza, Dulce María se expresa en estos términos: “Yo pienso que Flor ocuparía con justicia uno de los primeros lugares en la poesía cubana y más allá…”
Y ciertamente, después de la lectura de este libro hay que coincidir con ella; libro que ofrece y revela a esa extraña flor: mujer de amplio espectro, valiente, sola, alegre y triste; todo a la vez.
Te doy gracias Señor,
porque me diste un corazón valiente,
que no teme a la muerte,
ni a la soledad,
ni al dolor,
que no conoce otro temor
que el tuyo.
(1984)
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