De Lina de Feria lo primero que supe es que era la autora de un mítico libro: Casa que no existía. Luego que fui adentrándome en la dinámica de la vida literaria nacional tuve la ocasión de conocer a una persona muy familiar, respetuosa del discurso y del lugar que los jóvenes poetas vienen a ocupar tras su irrupción en el controvertido cenáculo artístico nacional. Dicha cualidad es rara en nuestros medios y aflora muchas veces envuelta en hipocresía. En Lina resplandece con la nobleza de su alma y con su sencillez, y se manifiesta en el estudio, en el análisis que esta escritora ha hecho de la poesía de los jóvenes con los rigores que el discurso crítico merece. De su poemario País sin abedules, publicado en 2003 tratará mi intervención.
En los espacios de los claroscuros situaría a este libro[1] donde el tiempo vive y muere en una metáfora, donde hallamos el doble sello alucinado que provoca enumeraciones caóticas y el peculiar automatismo o fluir desgarrado de una mente. En los poemas remembranza y visión se confundían, como en quien siente el peso de la muerte, contemplando perennemente el sacrificio. Se pierden de momento las ilaciones sintácticas y diseminan siempre versos vigilados por la cuchilla junto al regusto de urdir textos de arte poética.
Ante este caso, ¿qué decir de la psiquis de un poeta? De las asociaciones con salto en el vacío y el aroma aglutinador que encienden sus metáforas? En un estado de íntima comunión con el mundo se bendice la vida del dolor. Ese raro equilibrio entre muertes y vidas queda realzado sin que falten desgarrones que cambien el suelo de lugar. A veces todo es como planos extraños donde entra un film, a veces todo parece el fluir de un sinsentido que de momento irrumpe en razón desgarradora y aplastante. Quizá la muerte entrando en la desolación.
Las arcadas que abre el pensamiento, por donde pasa, son abandonadas para siempre con frenesí, en pos de una certeza que lastima. Sabe «la dosis cruenta». Es el abrupto cincelando al cerebro. A veces, este es como un regreso a la idea que se aspira a tener de sí. A veces en los trances elípticos de la imagen que se ensancha, su poesía alcanza el éxtasis del misterio.
Quise hace algunos años escribir sobre ella. Cuando abría sus libros, a excepción de Casa que no existía, no me nacía lo tenso que conduce al juicio, a la reflexión. Ahora el discurso está aquí. No sé si fueron exigencias escriturales o disparidades sicológicas las que me impedían. Ahora el discurso está aquí. O siempre ha estado. Solo que en estos instantes de otra manera.
Pude contemplar entonces el íntimo equilibrio que desprenden aceradas antítesis. Sería curioso descifrar los espacios de estos poemas de Lina de Feria. Cómo se quiebran y se multiplican a un tiempo, cómo uno pare a otro, así, hasta crear uno múltiple, y ser toda la tierra o todo (el) ser humano el espacio de su poesía. Ella y yo sabemos que el dolor no se puede parodiar. El dolor siempre se descubre. En tal sentido los quiebros sicológicos que genera el pensamiento son agudos y exactos. Hay momentos de acendrada concentración poética —insuperables— junto a otros de apego por la vida en los que la escritora se ha dejado empujar por un tronco poderoso, mas de madera ajena. Su voz refulge en el tono del fin, de la ignominia, en las huellas abiertas del grito seco.
Debe decirse como una observación, y no un elogio, que la autora se siente dueña de la palabra. No insinúo una incapacidad o cuerpo repetido. Reproduzco la sombra de una psiquis sobre otra. A dónde apunta todo. A un curso de intemperie. Es imposible marcar la velocidad de asociación. Lo que parece eficacia literaria, pulso por la enumeración caótica, es despliegue mental, imposibilidad de atar el pensamiento a un espacio circunstante. Sin embargo los momentos de fijación son pocos, pero deslumbrantes:
La tranquilidad
es el amuleto de los pobres
Y suficiente cosa nos atormenta.
En sus versos no hay paz, sino oscura lucidez. Ella lo dice, silenciosamente quiere escoger, pero no la deja una sombría inclinación a la fe impostada. No hay vallas, no hay mundos cerrados. Se viola cualquier sacro camino en aras de la satisfacción de los desesperados. Todo lo imposible que ve es posible y eso es lo que quema.
Entra con tino en los tonos magnánimos. Un trazo emocional encamina a algunos textos hacia la curva oral, a la entrega del poema en voz alta, cualidad que no tiene que tipificar toda poesía, a pesar de ser cierto lo que dice Lezama sobre la verdadera resistencia del poema si sobrepasa la lectura oral. En dicha curva esos textos encuentran su mejor realización y a veces es la única. Algunos poemas parecen haberse escrito de un tirón, dictados a viva voz al propio intelecto.
Se entrega aquí el instante cuando el cuerpo se desdobla, cuando el cuerpo se ve, esto lo he encontrado, de modo que convenza, en muy pocos poetas contemporáneos, quizá solo en la sombra cortada de Escobar. Siempre he dicho y me han dicho que los poetas son seres que han visto demasiado, por supuesto, no en virtud del número, sino de la intensidad. Por la penetración es cruel el movimiento de la hoja.
En este libro son frecuentes las imágenes del estallido y la irrupción. La enumeración posee a la escritura, y no al revés. Ella, la poeta, no teme sacudirse y explorar una forma hallada para dar constancia de una sensación exacta. Una justicia sobreponiéndose desde el fondo de una naturaleza.
De las tres secciones del libro prefiero la primera, que da título al cuaderno. Allí está la fuerza transgresora de la poeta, sin negar la vehemencia del texto de la sección final, que goza de verdadera oralidad. En País sin abedules el dolor no se anega, empuja al desamparo. Siempre es posible relatar la pérdida si describe un gesto que se sobrepone, un aliento que decide infinito.
Deseo terminar leyendo un poema que escribí extrañamente desde mi ser que tal parece concebido desde el mundo intenso y desgarrado de la poeta, razón que me llevó a dedicárselo:
Me sobrepongo porque no me puedo sobreponer.
Mi vida la enderezo con un látigo,
otra tensión, otra tranquilidad,
si devuelvo la distancia que acorto,
si me levanto y corto algo de mí.He llegado a esta hora arrastrando mi cuerpo por todos los momentos.
Sirvo la sangre herida sin huella material.
La historia que me arranco ¿Cómo la tomarás?
Si ya se ha impuesto el agua que yo he unido.
Surge la madre que retiene por siempre
a su hijo en el vientre.
Y decide vivir, mientras se ahoga.
Notas
[1] Lina de Feria. País sin abedules. Ediciones Unión, La Habana, 2003.
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