Es para mí un alto honor y una gran alegría recibir el Premio Nicolás Guillén que otorgan ustedes, en esta ocasión, por vez primera. Y como no puedo limitarme a estas palabras de sincera gratitud, y tampoco tiene mucho sentido que les hable extensamente de la obra del gran poeta, pues es gracias a que conocen dicha obra que han tenido el acierto de dar su nombre al Premio, me propongo hacer algo más sencillo y, según creo, más a tono con la ocasión: voy a hablarles de lo que ha sido Nicolás Guillén en mi vida.
Si no los sobresalta mucho, diré que Guillén y yo nacimos en La Habana el mismo año: 1930. Aclaro que él nació entonces a la gran poesía, con la memorable aparición de sus Motivos de son; y yo, modestamente, a la vida, lo que él había hecho en 1902. Veintiocho años, pues, nos separaron, y fue lo único que nos separó. Cuando, en algún momento temprano de mi adolescencia, comencé a leerlo, con fervor que no desaparecería, ya él era autor de títulos capitales: Sóngoro cosongo (1931), West Indies Ltd. (1934), Cantos para soldados y sones para turistas (1937), España. Poema en cuatro angustias y una esperanza (1937), e incluso de varios de los textos que incluiría en El son entero (1947). El primer volumen suyo que tuve y leí fue la antología Sóngoro cosongo y otros poemas, la cual, teniendo como prólogo una carta de don Miguel de Unamuno, le publicó en La Habana, en 1942, el poeta-impresor español Manuel Altolaguirre, quien vivía entonces exiliado en Cuba, tras el final aciago de la Guerra Civil española. Aquel libro al que tanto agradezco me acompaña desde hace más de medio siglo. Él me permitió hacer algo infrecuente: en 1947, estando en mi último año de Bachillerato, presenté como trabajo de curso en literatura, gracias a gentileza de la profesora que lo aceptó, un estudio sobre Guillén, quien no estaba entonces en el programa. El estudio, creo recordar, no valía mucho. Pero me llenó de orgullo haber vinculado al gran poeta, más allá de las convenciones, con mis faenas escolares. En Guillén admiraba ya (admiraría siempre) no solo su obra literaria, sino también la orientación de su vida, patente con altísima calidad en esa obra.
Un par de años después, para conocerlo en persona, fui al periódico de los comunistas cubanos, Hoy, donde él trabajaba. Nicolás, según habría de llamarlo desde entonces, me recibió con la mayor cordialidad, como si yo no fuera un mozalbete que no había publicado todavía su primer verso, sino un escritor amigo de siempre. Eso seríamos en adelante. El próximo recuerdo que tengo de él fue cuando leyó en una casa particular, ante un grupo reducido, su largo poema, todavía inédito entonces, «Elegía a Jesús Menéndez». A todos nos conmovió la lectura, que en Nicolás era un arte particularmente intenso. Y no dejó de sorprenderme el que, habiéndole dicho que una imagen del excelente poema no me parecía feliz, Guillén aceptara de buen grado mis palabras, y eliminara la imagen.
Nada extraño, pues, que cuando, entre 1952 y 1953, escribí mi tesis de grado, con la que concluí mi carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana, tesis que versó sobre La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953), y otro gran poeta, José Lezama Lima, tuvo la bondad de hacer publicar en 1954 en las Ediciones Orígenes, las páginas más numerosas dedicadas en ese libro a un autor fueran las correspondientes a Nicolás Guillén.
Debido al golpe de Estado del tirano Batista en 1952, Nicolás se vio obligado desde 1953 al exilio, buena parte del cual pasó en un humilde hotelito del Barrio Latino de París. Allí íbamos a verlo, con respeto, cubanos (y claro que no solo nosotros) que estudiábamos en la ciudad, vivíamos en ella o la visitábamos. En una polémica acalorada que tuvimos en la Ciudad Universitaria, esgrimimos su nombre como una bandera para defender a Cuba, que se nos quería escarnecer. En otra ocasión, en una feria de libros, lo vimos con orgullo rodeado de admiradores. Pero cuando los encuentros pasaron a ser habituales, fue a raíz del comienzo de la Revolución Cubana, que hizo posible el retorno de tantos al país, y entre ellos, escritores como Nicolás, Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, José Antonio Portuondo, Fayad Jamís o Pablo Armando Fernández. Me limitaré a unas pocas del cúmulo de memorias.
En 1961, año tremendo para nosotros (el de la invasión enviada por el imperialismo que fue derrotada en sesenta y seis horas, el de la proclamación por Fidel del carácter socialista de la Revolución, el de la Campaña de Alfabetización), se decidió realizar en La Habana el Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. El comité gestor lo presidía Nicolás; y los dos vicepresidentes éramos Alejo y yo. Como culminación del Congreso, que se celebró en agosto y fue muy movido, se creó la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Nicolás fue (hasta su muerte) su presidente, y yo formé parte del secretariado. Pronto se organizaron sus publicaciones periódicas: La Gaceta de Cuba y la revista Unión. En ambas era decisiva la mano de Nicolás, acompañado en la primera sobre todo por Lisandro Otero; y en la segunda, por Alejo, José Rodríguez Feo (quien había sido codirector de la revista Orígenes) y yo.
Desde febrero de 1961, el Che Guevara había estado publicando en Verde Olivo, la revista del Ejército, crónicas que por lo general llamaba «Pasajes de nuestra guerra revolucionaria». A mediados de 1962, Nicolás y yo lo visitamos, en el Ministerio de Industrias, con el fin de obtener su autorización para recoger dichas crónicas en un libro que editaría la Unión. El Che, muy cordial, estuvo de acuerdo, y dio su título definitivo al libro: Pasajes de la guerra revolucionaria. Tanto Nicolás como yo contamos después esta entrevista, de la que por lo visto no guardamos exactamente los mismos recuerdos. Según Nicolás, el Che (quien por cierto lo tuteaba y lo admiraba mucho como poeta) le regaló al final del encuentro un pequeño juego de ajedrez, en alusión a un artículo sobre el tema que el primero había dado a conocer. Por mi parte, tengo presente que, en un momento de la conversación, Nicolás sacó un modelo de solicitud de ingreso en la Unión y se lo dio, pidiéndole que lo llenara, al Che, quien rehusó hacerlo, aduciendo que no se consideraba escritor. Yo tercié en el asunto, explicándole que de seguro Nicolás no pensaba en los versos del Comandante, que al parecer tampoco él apreciaba mucho, sino en textos como los que nos habían llevado allí, y donde él se revelaba un evidente escritor, si bien no un escritor al uso. Pero tampoco mi argumento lo hizo variar de criterio.
Aquel año 1962, ocurrió la Crisis de Octubre o de los Misiles, que puso al país en pie de guerra, y llevó a la humanidad al borde de su exterminio. Creamos entonces en la Unión, orientados por Nicolás, un Taller para producir obras de arte urgentes. Los poemas que entonces escribimos aparecían de inmediato, en columnas creadas al efecto, en los órganos de prensa. Por lo general, tales poemas no eran demasiado buenos. Pero lo que recuerdo más es la serenidad y el patriotismo de Nicolás, en momentos que bien pudieron haber sido los últimos. Además, en 1962, Nicolás cumplía sesenta años («dos veces treinta», como él decía), y los preparativos bélicos se trenzaron con muchos de los homenajes que se le rendían. Yo le dediqué entonces tres ensayos: «El son de vuelo popular», «Sobre Guillén, poeta cubano» y «¿Quién es autor de la poesía de Nicolás Guillén?», aparecidos en distintas publicaciones periódicas y recogidos en 1972, en libro conjunto. El primero y más extenso de esos ensayos, donde hablé de la suya como «poesía de la descolonización», me reportó una nota, de junio 19 de 1962, donde Nicolás me dijo: «Me parece un ensayo muy bueno, muy bien escrito, muy perspicaz. No se podía decir más —¡todo!— en tan poco. Te lo agradezco, porque sé lo que es eso de sintetizar, y la angustia de escribir urgido por la imprenta». Y al final, después de observaciones varias: «Merci encore une fois, mon cher, merci!/ Nicolás».
Escribí otras veces, claro, sobre Nicolás. Por ejemplo, al cumplir él setenta años, y al cumplir ochenta. En junio de 1985, cuando en Fuente Vaqueros, donde nació Federico García Lorca, se quiso hermanar al gran andaluz con Nicolás, siguiendo lo que era ya una bella tradición instaurada por el Patronato Provincial de Granada, Nicolás, enfermo, me pidió que fuera en su lugar, y envió un mensaje fechado el primero de junio de ese año, que me correspondió leer. A mi regreso, quise entregarle personalmente los materiales del homenaje. Pero Rosa, su compañera, me dijo que estaba muy mal, que desvariaba, que no lo visitara. No volví a verlo vivo. Anuncié que iba a ser breve, y ya no lo soy tanto. Antes de concluir, transcribiré sendos sonetos que nos cruzamos. El mío lo escribí en 1972, cuando Nicolás cumplió setenta años, y se titula «A Nicolás»:
Cuando yo era muchacho, «Nicolás Guillén» me era una música asombrosa, una voz algo pólvora, algo rosa, un rostro dibujado —y mucho más. Luego fui grande —es un decir—, y las tareas de la historia, grave cosa, me concedieron la labor honrosa de trabajar unido a Nicolás. —Libros, Crisis de Octubre, reuniones, ¡Tantas cosas vividas en común!—. Hoy, tras setenta duras ilusiones, al entrañable Nicolás Bakongo —amigo fraternal, maestro— dejo un soneto donde el alma entera pongo.
El de Nicolás, me lo leyó con motivo de un homenaje que la Casa de las Américas, donde pasé a trabajar después de haberlo hecho en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, rindió a esta. No sé la fecha exacta, pero supongo que es de 1979. Su título es «A Retamar»:
«El hábito de alzar la copa es viejo en nosotros, Roberto. Y si el acaso en vez de copa nos propone un vaso, no es mal consejo alzar el vaso, viejo. El bebedor más joven o el más viejo ha dado alguna vez algún mal paso, pero si hay experiencia y llega el caso, del mal paso se salva el que es más viejo. Hoy no se trata de eso. Lo que pasa es que tú y yo brindamos frente a frente no con alcol del que la lengua abrasa, sino con sabrosísimo nepente, por la Unión, que es tu casa, y por la Casa, donde crecer mi corazón se siente».
Ustedes, con su generosidad, vuelven a vincularme, de la mejor manera, con quien fue para mí, como dije, «amigo fraternal, maestro». Gracias, hermanas y hermanos, de todo corazón.
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