La obra de Ángel Escobar (1957 – 1997) goza de gran prestigio en el marco de nuestra literatura y, específicamente, dentro de las más jóvenes generaciones de escritores cubanos. Valga recordar la trascendencia de la misma.
Cultivó una poesía desgarrada, rotunda, que supo incorporar lo mejor de las poéticas de Martí y Borges, y en cierta manera también de la de Nicanor Parra. Si en sus inicios comenzó signada por la impronta del tojosismo y bordeó el conversacionalismo, llegó a un punto de despliegue, de síntesis y autenticidad, explorando sobre todo el tema del otro, el del mundo visionario.De su libro más logrado, a mi modo de ver, Abuso de confianza, versan las siguientes páginas.
En sus textos hay desazón, no sé si al precio de ser contemporáneos. Se vislumbran los diques rotos en la serena jerarquía. Aquí no se le teme a la palabra. Se le recibe, y con solo invitarla a un cruce de señales, se acentúa el juego penitente que la convierte en flujo en la pared. En saldo casi unánime los poetas con su magia creativa hacen de los mundos espurios, manjares del lenguaje. Aquí esa prisa imaginativa no es tanta: a un tiempo se perciben desgarrón y vacío. En el locus del poeta, infierno no gozoso, ha penetrado el «presente clásico» que se inscribe en el prólogo, armazón huidiza donde se legitiman los poemas. En el libro hay improntas elliotianas más allá de alguna que otra referida intertextualidad. La teatralidad, la representación, tienen como base las visiones y las voces que arma el poeta. Con ellas entran también los efectos de extrañamiento, los ángulos brechtianos, el poema caleidoscopio, los efectos expresionistas. En ocasiones no sé si se salvan los equilibrios poéticos del cierre o se logran con un golpe en las vísceras.
El poeta me dice mucho: la vida es como un rapto. También lleva a mi mente algunos de mis versos. La vida es «Rechazo y tentación. Fin y transcurso». La inversión —de estos términos— es voraz. Siempre será invisible. No lograrán dos seres asestarse la esencia en la mirada. A falta de un sacudión científico se maldice la inercia. Tatuajes del escriba. El perfil esponjoso de su sangre inscribe una y otra vez la piedra. Sobre su cabeza siempre estará la luna. Él es extraño a la realidad. Su país es su cerebro. Varias veces, amén del grito de la psiquis salta el grito social, ora desencajado o cíclico. No sin asombro se recibe. El poeta como espejo perdido en su infernal espejo pareciera no dar pautas al latigazo cívico. Hablo en el descorchado del poema, no desde el locus de tesis que constituye el prólogo. A veces la denuncia del grito mal oído que es la vida se ventila con sorna, con calma reposada. «No poder escapar del conocimiento» nos revela también que la armonía es inercia, que el horizonte es círculo.
Hay un hombre que mira desde el suelo la falsedad de ser escogido para otras cosas que se resumen en un manuscrito intertextual. Hay un hombre que organiza su vida a partir del accidente que lo sumerge en el lenguaje. Salta el hombre y el gesto vivo de la momia. La mole indefinible en el espejo. Derivación vacía. ¿O solo somos máscaras de lo que huye? ¿Cómo penetra lo cíclico en lo efímero? Vuelve el escriba a llevarme a mis versos, amortiguar mi hélice: «el horror se esfuma con horror / Pruebas que borra la historia del cadáver.» El fluir de la conciencia entra de nuevo en lo poético. Indica abiertamente el soliloquio obstinado. La fuerza se hunde en la debilidad que es otra fuerza. Se va continuamente de la conciencia cómplice, a la conciencia desgarrada.
Se ha pretendido bifurcar al otro. El otro también intuye al que no se es. Crece la luz de angustia: el hueco de identificación. A veces sus fronteras irisan las mitades, otras, si bien las menos, la intención se congela, sin efectividad. Arrojado del mundo, de lo social, del cuerpo, el hombre está atrapado en ellos. Con luces enervantes, reflexivas, adorna el umbral del suicidio. Así vagan los argumentos bajo los espejismos de variación en los poemas. Junto al giro de sombra del discurso se esgrime el golpe conversacional. Desgarradura o inmovilidad. El «raciocinio» no escoge, no busca su lugar, sino que lo adivina, lo despedaza y lo conforma como racimo. Solo las manos o el cerebro, hacia abajo, hacia arriba, hincados con lo mismo.
En Abuso de confianza la poesía es cuerpo sucedáneo, incólume, con movimiento propio. Aquí la escritura deja las manos rotas y vacías, pero es la única senda que amerita ser sufrida, que alimenta. Que corre, que convierte en otro aunque te resistas, que deriva fluencias también de metafísicas, que profana, única forma de urdir la realidad, el arca. El poeta sigue ahí: «Ciego lee en su oráculo». Despierta doblemente en el cuerpo que es prestado, donde el sueño es un deseo, no deseo el sueño. «La existencia profunda debe proyectarse en la ilusión que encierra.» Las orillas de ese cuerpo —cuerpo de los objetos y los seres — están moldeadas, solo hay que arrebatarlas de esa sangre reseca, del secreto cartílago que le tiende una intemperie viva. Esa multiplicidad, la intolerancia hilada lo mantiene ante el látigo de un signo. Un solo signo. La corteza del espacio en que leo, el N/S de las Matemáticas. ¿No me prejuicia acaso la certeza del fin? Más allá del morbo citativo que despierta su muerte, de antes ya lo sabíamos, el vigor de su escritura. Se había asomado a lo que hierve un viernes definitivo, como el del poema.
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