
Invitación a la danza
La poesía ha sido imaginada durante siglos y aún lo es, como hecho misterioso y sutil, concedido a unos pocos, desprendida de toda atadura que tienda la realidad. Podría creerse, entonces, que un libro de poemas por encargo no estaría a la altura estética de la inspiración más esencial, pero Elogio de la danza ha roto el mito para entregarnos una de las formas más acabadas del universo poético de Nancy Morejón.
En las últimas décadas del siglo xx un grupo de europeos se sintió atraído por el taller de danza moderna que coordinaba la Universidad Autónoma de México (UNAM). El interés, no obstante, devendría deseo manifiesto por cambiar dinámicas profundamente arraigadas en el espacio. Frente a este conflicto, la UNAM convocó un concurso de literatura donde la poesía se volviese encomio del quehacer danzario y a la vez se tornase vuelo escrito, liberador.
A pesar de que gran parte de las colonias españolas en Latinoamérica lograron su independencia en los inicios del xix (México la consigue en 1812), la firma del tratado de paz no borraría la memoria del sometimiento y de la esclavitud. Incluso hoy, América Latina se percibe desde el fantasma de la diferencia y la marginación, porque ha existido siempre un otro hegemónico que dicta y perpetúa los ideales identitarios.
Elogio de la danza, finalmente el poemario ganador del concurso lanzado por la UNAM, no se limita a aplaudir el baile en tanto forma artística, sino que desnuda las raíces ancestrales de un conflicto colonial, al entrever la danza como una metáfora otra, signo definitivo de unión. Quedarían, así, transitadas las distancias entre hombres y culturas que confluyeron en el mismo continente, la noción colonizante se volvería imperio deconstruido y rehecho con las briznas del baile y del viento. Nuestro ensayo, entonces, persigue revelar las maneras en las que Nancy Morejón desarma las fronteras coloniales y configura, a la vez, un entorno plural y único.
En el poemario, publicado en 1982, la idea del sincretismo, del mestizaje, constituye presupuesto sobre el que erigir toda la composición textual. Para ello la autora concibe una imagen certera: «y el cuerpo / al filo del agua, /al filo del viento, / en el eterno signo de la danza». El baile se espeja en la voluta del viento —su encarnación natural— y el movimiento es fibra que hilvana a Quetzalcóatl con el tambor, al místico ámbar con la cruz castiza. La comunión de culturas cobrará en el libro maneras varias de representarse, principalmente a partir de la construcción de los espacios naturales y de las interacciones entre música, poesía y ritmo.
Al filo del agua, al filo del viento
A lo largo del poemario surgirán títulos alusivos a la herencia africana o a la indoamericana, así como otros, en los que no es tan fácil la escisión y tiene que ver con el cosmos propio que busca presentar la autora. A tono con esto se integra, además, la cultura de origen europeo, que devela la riqueza sincrética del espacio americano.
«Elogio de la danza», poema que abre el volumen, marca el tono de la propuesta poética a partir de las confluencias imantadas: el mito de la creación es rehecho y cantado ahora por una voz lírica que no entiende de cosmogonías excluyentes, que asume el universo, no como piezas a encajar, sino como todo definitivo. En el texto el viento marca el compás en la fundación de la vida, en esta suerte de danza otra, esencial. No existen distancias para Morejón, quien descubre en el soplido católico —recuérdese que Dios sopla sobre la nariz de Adán para darle vida— al aire como deidad misma, Ehécatl[i] en el universo mexica. Juntos sobre el tablado se enlazan los bailarines:
Entras y sales con el viento, soplas la llama fría: Velos de luna soplas tú y las flores y el musgo van latiendo en el viento. Y el cuerpo al filo del agua, al filo del viento, en el eterno signo de la danza
La coreografía se completa con el pálpito africano en «Tambor»: un ritmo, que ya ha sido presentido en poemas anteriores como notas aliteradas de los «cornos trinando ante el portón» y luego como «flautas amenas […] en un enjambre de los poros», clama su lugar en la escritura. El poema se vuelve espacio sincrético donde confluyen símbolos comunes al universo azteca prehispánico y a las religiones afrocubanas, junto a otros de marcada herencia española. Se enlazan, entonces, durante el tamborileo, la invocación a los dioses, la metáfora del sacrificio, la conexión con los elementos naturales, bajo la dominante sombra de la catedral.
Sobre «Tambor» resalta la coincidencia de imágenes con «Noche de negros junto a la catedral», texto del poeta, periodista y sobre todo defensor de la herencia africana, Nicolás Guillén. La edificación religiosa, insertada en el título de Guillén, también participa de la composición de Nancy en igual construcción sintáctica: «Mi cuerpo junto a las catedrales». Incluso la propia figura del tambor es retomada: si en el texto del poeta nacional el ritmo del instrumento es cantado como instancia que impulsa la aparición de otras realidades «Tambor. / Resuena la noche ancestral. / Vestidos de limpio, la risa desnuda, / cien negros (o más, ¿cuántos son?)», en el de Morejón, el sujeto lírico encarna en el tambor mismo y los versos percuten sonoramente sobre el papel.
Asombra la delicada manera de la autora para sincretizar pues los símbolos culturales casi deben ser augurados por el lector, no germinan íntegros, no son fácilmente reconocibles, pues han sido diluidos, difuminados en la danza americana.
Así, el universo mexica se desliza entre los versos como mágica salpicadura, los hace vibrar a su propio ritmo, un ritmo de águilas, calaveras, lloronas, cascadas:
El pájaro de mediodía vuela. Y el brujo, fuera del lago sonámbulo, golpea una rueda mohosa que canta al paso de las horas. Sopla el viento del Sur. El viento está creándose sobre cada monte que nace. Atravesaron los vivos la cascada. Estoy y estás. Ver el brillo de las constelaciones.
El sfumato cobra mayores dimensiones en la presentación del universo católico, que surge muchas veces en el texto como memoria distante y recobrada en la lectura, a partir de analogías sintácticas que remedan la oración del padre nuestro: «así en la imagen/ como en el aire» —así en la tierra como en el cielo— o «y danos hoy los panes/ que así podremos desterrar/ el peligro, el mal/ la sal mal repartida» —danos hoy el pan de cada día y perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quien nos ofende—.
Ha de destacarse la coincidencia de imágenes que se da entre los símbolos de una y otra religión en el poemario, asociada a los propios elementos de la naturaleza que comparten, pero más allá, a cómo la voz poética las hace confluir, entremezclarse, desdibujarse, como ocurre en «Ámbar»:
Entre un jardín y otro jardín la música del ámbar, sencilla, luenga, atávica. Entre las águilas y la pirámide las redes fijas del ámbar, sutiles, ciertas, deleitosas. Entre la miel y la campana La suelta risa del ámbar, Como ave transcurrida En su maternidad.
Las imágenes del jardín, las águilas y las pirámides nos remiten a la cultura indoamericana, sin embargo, este ámbar que discurre, la miel, la campana y la maternidad hacen pensar irremisiblemente en Oshún, deidad yoruba del amor, la belleza, la dulzura, la fecundidad, los ríos.
La danza como hecho artístico emerge también del universo natural. «Elogio de Nieves Fresneda» trasluce el baile como un espacio primero de la memoria, se recuerdan, entonces, los galeotes que atravezaban los mares y traían pedazos de África a las nuevas tierras. Es aquí, en el Caribe, donde ocurre el encuentro entre la mujer y la deidad, luego nace la danza como vaivén cadencioso de las olas:
Y en el espacio, luego, entre la espuma, Nieves girando sobre el mar, Nieves por entre el canto inmemorial del sueño, Nieves en los mares de Cuba, Nieves.
La poeta descubre la esencia de Yemayá a través del gesto danzario de la inolvidable bailarina y reconoce el exacto valor de la artista de honda raigambre popular. Su danza llega de la calle, de las comparsas, de los templos en que se adora a los orishas, a conquistar los escenarios donde había sido subestimada por no corresponder a los cánones del discurso cultural hegemónico.[ii]
Sonoridad del elogio y representación de la danza: Coreografía poética
Recobrar naturalmente la expresión del mundo sonoro es para Nancy Morejón sueño confeso[iii] y para nosotras, clave constructiva de su poemario: el mundo de la danza es primeramente el mundo del sonido. Para la hablante lírica la musicalidad caribeña es primordial, originaria y nace de la esencia misma del entorno.
«Elogio de la danza» encarna magistralmente su cosmovisión rítmica al construir las dos primeras estrofas como orquesta que suscita el performance danzario, múltiples son, entonces, las imágenes que despiertan el sentido sonoro, que provocan la música: «jadeos de selva y mar», «soplidos de llama fría», «latires de musgo y flores», enlazados por una constante y delicada aliteración que rememora la voz del aire. De este leve jolgorio, movido por el agua y el viento, surge el baile. En los últimos cuatro versos se deshace el empeño de aliterar, pero no se pierde la voluntad expresa de ritmo, ahora dispuesta en el eficaz crescendo métrico — se suceden con éxito versos trisílabos, hexasílabos y endecasílabos— que potencia la delicadeza y musicalidad de la rima asonante.
La visión sincrética, anteriormente expuesta, que hila los motivos poéticos de la obra, también es potenciada desde su entramado constructivo. Los sonidos se entrecruzan tanto desde la concepción de las imágenes, como desde elementos de corte formal al interior de los poemas.
Benítez Rojo[iv] destacaba la polirritmia como elemento esencialmente caribeño cuando explicaba que:
El ritmo cruzado que se manifiesta en las formas culturales del Caribe puede verse como la expresión de incontables performers que intentaron representar lo que ya estaba ahí, o allá, a veces acercándose o a veces alejándose de África. […] es un espacio polirrítmico, cubano, caribeño, africano y europeo a la vez, incluso asiático e indoamericano, donde se han encontrado, entreverándose en contrapunteos el logos del Creador bíblico, el humo del tabaco, la danza de los orishas y los loas, la corneta china, el Paradiso de Lezama Lima y la Virgen de la Caridad del Cobre con el bote de los tres Juanes.
Así, Morejón enlaza la flauta azteca al tambor africano. En «Flautas» se revive la poesía misma, única manera para hablar la verdad, para aproximarse a los dioses y no perecer. La palabra poética nace fundida a la música, a la sonoridad del instrumento, que se ve potenciada en la ejecución formal del poema. Morejón logra una cadencia delicada a partir de una distribución simétrica de los versos, los seis primeros ordenados en una única estrofa donde predomina el heptasílabo, los restantes seis versos se disponen a modo de pareados ceñidos por la anáfora. Ambos bloques cierran con versos de arte mayor, que junto a los quebrados permiten dinamizar los patrones métricos.
En la construcción de «Tambor» resultan sugerentes, la alternancia de versos de arte mayor y arte menor —nueve y siete sílabas métricas— y la preponderancia de acentos en la segunda sílaba del período rítmico; ambos, acompañados de construcciones anafóricas y paralelismos sintácticos, generan un patrón métrico que recuerda la sonoridad reiterativa y extática del tambor sagrado:
Mi cuerpo convoca los humos. Mi cuerpo en el desastre como un pájaro blando. Mi cuerpo como islas. Mi cuerpo junto a las catedrales. Mi cuerpo en el coral.
La polirritmia mencionada por Benítez Rojo alcanza su destello mayor en «La Rebambaramba», el carnaval se piensa como ámbito de integración sonora, donde se entretejen las contagiosas maneras de la comparsa y los silencios cómplices de las sonrisas.
Las enumeraciones que preconfiguran la primera parte del poema insisten en hilar una pluralidad heterogénea de elementos, partícipes todos de la fiesta inverosímil, del caos carnavalesco; luego la misma intención semántica se estructura a partir de interrogantes, que le permiten a la poeta llegar a la respuesta presentida y única:
Tango, tango real. Todos somos hermanos.
La danza final
La fusión sincrética no es enfocada desde el plano estructural de las religiones como para que pueda hablarse de una absorción o reinvención religiosa. La mezcla que encontramos en el poemario no está, entonces, afuera, no es la presencia de un credo establecido, manejado; sino que es la propia voz poética la que se adueña de ellas como parte de sus vivencias, sus elecciones, y nos presenta esa que es su mirada, su propia construcción y cosmovisión del mundo.
[i] Ehècatl también estuvo vinculado en el mito de la creación según la mitología mexica.
[ii] Martiatu Terry, Inés María: «La poesía de Nancy Morejón: Renovación de la expresión negra». Revista Iberoamericana, LXXVII (235), 2011
[iii] Nancy Morejón, a propósito de la multiplicidad de sonidos en su casa de Los sitios, explica en una entrevista concedida a Juana María Cordones Cook: «Pienso que alguna vez la gente recobrará la posibilidad de expresar de forma natural el mundo sonoro, lleno de música real, que nos rodeaba y que nos ayudó tanto a compensar tanta adversidad» (p.313).
[iv] Rojo, Benítez: La isla que se repite. Ediciones UH, La Habana, 2019, pp. 225-226.
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