Si bien no es de los dúos creativos más relacionados por la teoría del arte, poesía y f otografía son, sin la menor duda, dos compañeros de viaje. El incisivo filósofo y crítico de arte francés Roland Barthes, en un libro suyo —La cámara lúcida [1]— catalogado, con razón, de crepuscular —tan importante es la luz sobre él—, señalaba una cuestión esencial:
Un día, hace mucho tiempo, di con una fotografía de Jerónimo, el último hermano de Napoleón (1852). Me dije entonces, con un asombro que después nunca he podido despejar: «Y los ojos que han visto al Emperador». A veces hablaba de este asombro, como que nadie parecía compartirlo, ni tan solo comprenderlo.
Mi interés por la fotografía tomó un cariz más cultural. Decreté que me gustaba la fotografía en detrimento del cine, del cual, a pesar de ello, nunca llegué a separarla. La cuestión permanecía. Me embargaba, con respecto a la fotografía, un deseo «ontológico»: quería, costase lo que costase, saber lo que aquella era «en sí».[2]
Sin embargo, hay en el ensayo de Barthes un elemento fundamental para poder acceder al complejo mundo fotográfico de Sonia Almaguer. En efecto, dice Barthes algo que parece dirigido directamente a la obra de esta artista:
Sin embargo, no es (me parece) a través de la Pintura como la Fotografía entronca con el arte, es a través del Teatro. En el origen de la Foto se sitúa siempre a Niepcey a Daguerre (aunque el segundo ha usurpado un poco el sitio al primero); Daguerre, cuando se apropió del invento de Niepce, explotaba en la Plaza del Chateau (Plaza de la Republica) un teatro de panoramas animados por movimientos y juegos de luz. La camara oscura, en definitiva, ha dado a la vez el cuadro perspectivo, la Fotografía y el Diorama.[3]
Incluso en el impresionante III Premio obtenido por Sonia en julio del 2017, el sajado crucifijo de frío mármol parece sujeto a un fuerte movimiento escénico, que lo transforma de objeto artístico inanimado en cuerpos sorprendentes en su íntima e inquietante energía.
Yves Bonnefoy, por su parte, ha destacado los nexos secretos entre poesía y fotografía, tal vez los más intensos en la obra de Sonia Almaguer. Pues, en efecto, ambas formas de arte, tan aparentemente diversas, son custodios de una forma percibida de una manera especial, ya sea un rostro, un disfraz escénico o religioso, una máscara ritual. Pues ambas, y en particular la fotografía, pueden captar una situación escénica, un sentimiento místico, una energía en potencia. De aquí que la ciudad, cualquiera de ellas, pero, claro está, La Habana, con sus entreveros de ruina y resurrección, de patrimonio y desesperada soledad derrumbada, le ofrezcan a la artista una serie de posibilidades no ya expresivas de la urbe misma, sino de su propia óptica como artista. Son entonces los escorzos sensacionales, donde el guardavecino tradicional se eriza como bestia borgiana, o una lamparilla milagrosamente enhiesta parece decidida a insistir en la luz tropical, en el esplendor de antiguas narraciones del siglo XIX. Yves Bonnefoy se diría en su propio ambiente ante estos llamadores de apariencia submarina que Sonia redescubre en puertas nervudas o, más bien, que nos devuelve como del fondo mismo de infinitas madreperlas. Su Habana es tan personal, tan Almaguer, tan intensamente femenina, que por momentos sus fotos resultan subversivas visiones de una alteridad que convive con el urbanismo anónimo, con el transeúnte subrepticio que quisiera burlarse de las rejas vueltas misteriosamente a la vida. Sí, la fotografía es subversiva cuando nos obliga a reflexionar sobre sus objetos y trasfondos, sobre las ciudades que, vivas aún en esos detalles de llamadores, bombillas, oquedades, en realidad están definitivamente muertas.
La serie «Como antes» nos retrotrae a un presente próximo —quizás igualmente periclitado, pero lleno de apariencias de fuerza—, en que niños inusitados juegan con ahora ya antiquísimas tiraderas de piedra, y rostros de una infancia falsamente inmortal —sabemos que ahora se refugian en el vampirismo de los juegos tecnológicos, ajenos a airosas torres de madera estrellada que sin dilación nos llevan a los astros que aún restan sobre el cielo. Infantes de escalera, gozosamente descalzos, llenos de gloriosos churretes: ubi sunt? Qué se ficieron? La fotografía en estas series de Almaguer enrumba su tono al tañer fúnebre de un medioevo extraviado, extrañamente próximo, poéticamente afín a un Jorge Manrique que no cantara Coplas a la muerte de su padre, sino a la muerte de toda una cultura colonial, la nuestra, parapetada siempre tras un malecón inútil, siempre inútil, inútilmente siempre. Sí, poesía y fotografía son unidad. Pero no por fácil casualidad, sino por laboreo exquisito de la mujer artista, que horada la imagen posible con su cámara, y, por momentos terribles, queda sola ante el ojo implacable del Trópico, en la mano la luz de Lezama, en los ojos la extraña lucidez de Dios, frente a los niños que juegan solos en una calle extraña que se precipita en el mar y parece que va a arrastrar esas figuras indefensas, infantiles, desgajadas, en peligro no de muerte, sino de una vida desgarrada. Almaguer sabe retomar, cruelmente a veces, el blanco y negro de la oquedad tropical, del refugio endeble y fantástico de las ciudades nuestras que en ciertos ángulos tienen un pie en el pasado décimonónico y el otro… quién sabe. Ciertamente es una fotógrafa cabal: solo una artista así hubiera sido capaz de aferrar la absoluta soledad de tres presillas abandonadas en una soga para tender ropa lavada: son tres aves desgajadas de sí mismas, pero también de las manos que allí las colocaron. Como todo Santiago de Cuba retomado por esa Sonia implacable, que no renuncia nunca a convertir cada encuadre en un episodio fugaz, velocísimo del Teatro del Mundo, o, más duro aún, del Teatro del Trópico, tan terriblemente retratado por Nicolás Guillén: esta tierra donde a veces corre mucho dinero, pero donde siempre… Sonia sabe que hay que despertar pronto de cada episodio de su teatro tan hondo. ¿Cómo lo sabe? Por poeta, por maga, por astuta sirena. Sus obras fotográficas se atreven a retomar ciertos tópicos, pero trastrocados, reconfigurados, convertidos en acertijos del bien y del mal, mas sin el árbol, sin Adán, sin Eva, sin Serpiente: solo el flujo silencioso de la vida, solo el oscuro esplendor de vivir, de nuevo, este tiempo que se agota en nuestras venas. La fotografía, como género artístico, suele rozar la emergencia: la de Sonia vive en ella, nos desafía a convivir allí, a reconocernos en su asfalto, sus aceras, sus rejas entreabiertas, su ansiedad frente al furor del agua o del aire, o de la historia que pasa y va dejando esos pequeños rastros que la artista, con su mano pequeña y suave rescata, empuña, dirige, como en broma, contra nuestro propio corazón de espectadores. Así sea.
[1] Roland Barthes: La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Ediciones Paidós S.A., Barcelona, 1990.
[2] Ibídem, p. 29.
[3] Ibíd., p. 71.
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Me alegro enormemente de sus éxitos,se lo merece por ser tan constante,tan bella y tan femenina,tuve el inmenso placer de ser su subordinado y la considero un ángel,quizás no me recuerde pero basta solo que yo rememore sus consejos y sabias palabras,saludos desde Villa Clara,Nelson