Reseña del cuento «La casa de azúcar», de Silvina Ocampo
Todos hemos escuchado, y hasta temido a, alguna superstición, de la larga lista que recoge todo lo que puede traernos mala suerte: pasar por debajo de una escalera, que se nos rompa un espejo, ver un gato negro, etc. Las de Cristina, la protagonista de «La casa de azúcar», eran muchas; específicamente la que da pie al conflicto de este cuento: Cristina contrae matrimonio y solo puede irse a vivir a una casa que sea nueva, porque si no «según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida».
Cualquier lector con un mínimo de alerta ya supone por dónde debe ir la cosa, y más si conoce la literatura de Silvina, autora que cultivó con fecundidad el género fantástico. Sin embargo, y como también es característico en Silvina, con ella siempre hay algo más, una ambigüedad, un doblez, un rechazo a participar de lugares comunes y saberes preestablecidos, desde géneros literarios hasta lecturas/interpretaciones posibles de sus textos. No le interesa: abiertamente subvierte lo establecido, lo supuesto, lo correcto; y «La casa de azúcar» no es la excepción. Desde el título. Y es que más allá del brillo y supuesta dulzura con que el narrador nos la presenta, prevalece la intertextualidad y, por tanto, la aprensión al asociarla con la fatídicamente encantadora casita de caramelo de «Hansel y Gretel».
Con este cuento, como en su obra, Silvina solo nos deja las preguntas y si uno ha entendido su goce escritural, ni siquiera busca la respuesta, no la hay, no hay una única forma de entender prácticamente nada de lo que tiene que ver con la naturaleza humana, su subjetividad y sus interacciones. Silvina se empeñó en hacer ver esa complejidad.
Cristina tiene un esquema muy personal de supersticiones, de temores. Y en función de él actúa. O lo intenta, hasta que su esposo —todo lo opuesto: escéptico, racional— la obliga a desconocer una de estas creencias y se mudan a una casa que él le dice es nueva, pero que en realidad no lo es. Estos personajes y conflictos se construyen desde soluciones antitéticas: ya vimos cuánto difieren Cristina y su esposo, pero también se oponen desde lo que para cada uno de ellos va implicando, en el desarrollo de la narración, el estar en esta situación y, por supuesto, en su resultado. Cristina termina, efectivamente, viviendo la vida de la inquilina anterior, Violeta. Pero, ¿fue tan terrible esto para Cristina? ¿Estaban sus temores a la altura de lo que, en realidad, implicó él haber «incurrido» en la superstición de habitar una casa con historia? La primera sentencia del cuento es: «Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina». Hacia el final, después de ir incorporando gustos, habilidades, características de Violeta, refiere nuestra protagonista: «Canto con una voz que no es mía […] Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.» ¿Cuán fatales, terribles, pueden ser, entonces, las supersticiones?
Por su parte, el esposo no cree en estas supercherías, pero de cualquier manera ellas han sido reales, al menos en sus consecuencias para él: ante sus ojos, su esposa —recordar que Cristina no sabe que esa casa estuvo habitada—, se va convirtiendo en otra mujer, que ya no es la que él amaba ni la que lo correspondía.
Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon […] como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche […] No te comprendo —me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Ella va cambiando, distanciándose, liberándose; tanto, que al final del cuento huye. Él, por su parte, se va volviendo un esclavo, no de las supersticiones, como ella inicialmente, sino de la mentira y de los celos:
Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas […] Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad.
Él, en términos de implicaciones, acabó de veras perdiendo a su esposa, su matrimonio —ya sea porque ella se convirtió en otra mujer, ya sea porque se fueron volviendo extraños, ya sea porque ella finalmente huyó de la casa—. Así, si con Cristina nos preguntábamos, ¿por qué temer a las supersticiones?, con el esposo emerge entonces su antítesis: ¿por qué no creer, por qué no temerles? Que en realidad implica una pregunta mayor: ¿por qué no respetar las creencias, los temores ajenos… la individualidad, a fin de cuentas?
Así, Silvina desmonta los polos (creer vs. no creer, temer vs. no temer, la libertad vs. los prejuicios, el destino… y el accionar humano) y nos deja la reflexión, la falta de absolutos, la incertidumbre, la riqueza.
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