Stanisław Lem (Lvov, 1921-Cracovia, 2006) fue un niño superdotado que jugaba a diseñar la documentación de los mundos que inventaba. Todo aquello que le otorgaba realidad: carnets, descripciones de inventos y de avances científicos, registros de propiedad, pasaportes. La ironía quiso que su familia, católica pero de ascendencia judía, se salvara del exterminio nazi gracias a la obtención de papeles falsos. Y que Lem, después de trabajar como mecánico y de formarse como médico y psicólogo, después de abrir su abanico de intereses en los años cincuenta a todo tipo de nuevas tendencias científicas —desde la informática y la psicotecnología hasta la cibernética— y de dedicarse profesionalmente a ellas como investigador, acabara no solo escribiendo ficción especulativa, sino también inventándose libros y pergeñando informes, materiales para otorgarle realidad a un futuro que es ahora nuestro presente.
Su exhaustivo conocimiento del estado de la ciencia y de la tecnología de su época le permitió construir una obra literaria de gran solidez. Su primera novela fue El hospital de la transfiguración (Impedimenta), escrita a finales de la década de los cuarenta, que está ambientada en un centro psiquiátrico durante la ocupación nazi de Polonia. La censura postergó su publicación hasta 1955. Por ese motivo su primera novela publicada fue Astronautas (Impedimenta), que en 1951 ofreció a sus lectores un futuro socialista y utópico, en el que la humanidad ya no sufre ni las guerras ni el hambre. Desde entonces fue fiel sobre todo a la ciencia ficción. Y no paró de discutir críticamente el significado de la utopía.
Su exhaustivo conocimiento del estado de la ciencia y la tecnología le permitió construir una obra literaria de gran solidez.
Si en el último plano de sus cuentos y novelas encontramos fenómenos biológicos, psicológicos, cibernéticos o cósmicos que —de tan complejos— pueden parecer paranormales, en el resto de los niveles narrativos todo responde a la lógica de las teorías científicas, a la información de la que disponía un lector omnívoro y sistemático. Por eso en los ensayos de Summa technologiae (Ediciones Godot), aunque fueran escritos en los años sesenta, encontramos afirmaciones y síntesis que son válidas todavía hoy. Cuando Lem dice que «la máquina puede crear teorías, o sea, descubrir constantes en los fenómenos en un alcance mayor que el hombre», está describiendo el funcionamiento de la inteligencia artificial en nuestra época de datos masivos. Y cuando habla de la «máquina casamentera», que procesa «los rasgos psicosomáticos de los candidatos, tras lo cual les busca una pareja de correspondencia óptima», prefigura los actuales algoritmos de las aplicaciones de citas.
Gracias al éxito global de Solaris (Impedimenta), después de que la adaptación cinematográfica que llevó a cabo Andrei Tarkovsky ganara en Cannes el premio Especial del Jurado de 1972, Lem fue reconocido internacionalmente como un maestro de la literatura especulativa. De todos los espacios alucinantes que creó en su obra, el más magnético tal vez sea ese planeta ocupado por un océano protoplasmático que parece pensante. Entre los diversos fenómenos que provoca, el más inquietante es de carácter psicológico. Solaris tiene el raro poder de materializar a las personas que habitan en la memoria de sus visitantes humanos. Así, Kris Kelvin, que llega con la misión de analizar el errático comportamiento de los científicos destinados en la base del planeta, verá aparecer ante sus ojos a su mujer, que se suicidó tiempo antes. Y tendrá que convivir con ese ser, ese engendro, ese recuerdo golem y enamorado.
El hecho de que el protagonista de la novela sea un psicólogo —y no un experto en lenguajes extraterrestres— evidencia que lo que le interesaba al autor polaco no era tanto Solaris como lo que revela de nuestra psique. Nuestra adicción a los fantasmas. Nuestra voluntad de entenderlo todo, incluso aquello que nos es radicalmente ajeno (pese a que «en un lugar en el que no hay seres humanos, tampoco existen motivos accesibles a los seres humanos»). Y nuestras dificultades para comprender el mundo sin los libros.
El enigmático océano es tan importante en la ficción como su espejo libresco: la biblioteca de la base, especializada en solarística, «aquel enorme espacio circular de paredes lisas, cubierto de una amplia cuadrícula de cajones llenos de microfilmes y de grabaciones electrónicas», y con «una gigantesca estantería, llena de libros». También encontramos bibliotecas en El Invencible (Impedimenta), quizá la otra obra maestra de Lem, donde la humanidad también se enfrenta a un ecosistema desconcertante. Regis III es un planeta que ha experimentado un fenómeno inédito, la necroevolución, es decir, la evolución de la materia inanimada. La tecnología, con el paso del tiempo, se ha convertido en naturaleza. Y en su atmósfera solo pueden «sobrevivir formas inanimadas para celebrar misteriosos actos, que no estaban destinados a ser vistos por los ojos de ningún ser vivo». Las reuniones estratégicas de los militares y los científicos que integran la tripulación de El Invencible se producen en la biblioteca de la nave. Su cerebro.
Su obra es una poderosa interfaz entre dos mundos, entre su siglo y el nuestro; una máquina de respuestas en forma de preguntas.
«¿Cuántos fenómenos así, extraordinarios y ajenos al entendimiento humano, puede ocultar el Universo?»: esa pregunta, que se formula Rohan —el protagonista—, se ubica en el centro de la obra del escritor polaco. Para responderla siempre recurre a personajes, objetos y espacios que actúan como intermediarios entre lo humano y lo extraterrestre o lo futuro. El matemático que intenta descifrar un mensaje alienígena en La voz del amo (Impedimenta); los futurólogos y periodistas de Congreso de futurología (Alianza), que habitan en un mundo donde los fármacos aseguran, más o menos, la felicidad; libros apócrifos como los que constelan los cuatro volúmenes de la Biblioteca del siglo XXI; bibliotecas llenas de erudición y paradojas como la de Solaris. Toda la obra de Lem, de hecho, se ha convertido en una poderosa interfaz entre dos mundos, entre su siglo y el nuestro. Una máquina de respuestas en forma de preguntas, que no paramos de releer.
Tomado de La Vanguardia
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