Al principio de su carrera literaria, hubo quienes la ubicaban a la sombra de su marido, el poeta laureado Ted Hughes. Sin embargo, Sylvia Plath supo trascender con sus poemas poderosos, confesionales, en los que las palabras, muchas veces, jugaban con el doble y hasta el triple sentido. Libros como El coloso; Árboles en invierno, y, sobre todo, Ariel, retrataron angustias, obsesiones y reflexiones acerca de su vida personal, el amor y la depresión, la libertad y el sofocamiento, la pérdida y la muerte. La parca fue una de sus alegorías más recurrentes a lo largo de su obra; la cual, finalmente, buscó y encontró de manera literal, cuando puso fin a su vida apenas siendo una treintañera. Hoy, a 61 años de su muerte, Sylvia Plath continúa siendo una de las poetas norteamericanas más celebradas de la lengua inglesa.
Nacida el 27 de octubre de 1932 en Boston (Massachusetts, Estados Unidos), logró publicar su primer poema a los 8 años en una revista literaria de la ciudad. Seguramente, fue un momento especial que marcó el comienzo de una producción imparable. Pero también fue el inicio de sus problemas emocionales, a raíz de la temprana muerte de su padre.
Cursó sus estudios superiores en el prestigioso Smith College y, con una beca Fulbright, en la Universidad de Cambridge. Durante los años cincuenta, tuvo sus primeros intentos de suicidio y sesiones de terapia con electrochoques. Sin embargo, la escritura era su refugio para transformar y repensar todo aquello que sentía y padecía. Algunos de sus textos más tempranos aparecían poco a poco en el periódico universitario, Varsity.
Durante su estadía en los campus de Cambridge, en 1954 conoció al poeta Ted Hughes. Según algunos de sus conocidos y compañeros en común, el magnetismo fue inmediato y la pareja contrajo matrimonio dos años después. Tuvieron dos hijos y no dejaban de escribir. Sin embargo, la felicidad conyugal no duraría demasiado. Hughes comenzó un amorío con la también poeta Assia Wevill, con quien tuvo una hija extramatrimonial, Shura. Sylvia, quien había logrado cierta estabilidad emocional, volvió a caer en la depresión, y sus poemas y textos se internaron en una oscuridad cruda, aunque de una lírica bella y luminosa.
Finalmente, a los 30 años se quitó la vida el 11 de febrero de 1963, luego de una profunda depresión que ya no pudo superar tras separarse de Hughes. Y la tragedia no terminó allí: seis años más tarde, Assia Wevill asesinó a su propia hija y se suicidó, poniendo fin a aquel triángulo amoroso que solo consiguió desesperación, locura, muerte y un puñado de poemas de sus protagonistas. A partir de entonces, Hughes no solo tuvo que lidiar con su propia historia, sentimientos y fantasmas, sino también con una condena social, sobre todo, de parte de grupos feministas y admiradores de Plath.
Sylvia Plath dejó una obra notable, celebrada por críticos y público de distintas lenguas. En 1982 se convirtió en la primera poeta en ganar, de forma póstuma, un Premio Pulitzer por la edición completa de sus poemas. Y no solo escribió poesía, también fue autora de relatos, ensayos, textos para niños y de una única novela autobiográfica, La campana de cristal, la cual había publicado originalmente con el seudónimo de Victoria Lucas.
Además, muy conocidas son las ediciones de sus diarios personales, en las que Plath relató con maestría todo cuanto fue parte de su vida; incluso lo que no llegó a ser. Las primeras ediciones habían estado a cargo del propio Hughes; pero luego llegó otra versión, más íntima y personal, y tal como Plath las había ordenado. Las páginas que referían a los últimos meses de su vida no llegaron a ver la luz, ya que Hughes admitió haberlas quemado.
En 2020, llegó a las librerías uno de los relatos de Plath que había permanecido inédito: Mary Ventura y el noveno reino. Se trata de un texto muy simbólico en el que la protagonista experimenta las posibilidades de continuar o no con un viaje en tren, en el que no sabe muy bien hacia dónde se dirige. Durante aquella incertidumbre, conocerá a una misteriosa mujer que la ayudará a tomar una decisión, aún llena de dudas, matices y significados. Para los lectores y seguidores de su obra, no hay dudas: aunque el viaje de su vida haya durado muy poco, se convirtió en uno de los más intensos y apasionantes de la literatura estadounidense.
A continuación, compartimos cinco de sus poemas para seguir celebrando su obra y legado:
Espejo
Soy plateado y exacto. No tengo prejuicios.
Todo lo que veo lo trago de inmediato
tal como es, sin que me empañen ni el amor ni el disgusto.
No soy cruel, soy sincero,
el ojo de un pequeño dios de cuatro ángulos.
La mayor parte del tiempo la paso meditando sobre la pared de enfrente.
Es rosada, con manchas. Tanto la miré que
me parece que ya forma parte de mi corazón. Aunque con intermitencias.
Las caras y la oscuridad nos separan una y otra vez.
Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
buscando en mi extensión su verdadero ser.
Después se vuelve hacia esas mentirosas, las velas o la luna.
Veo su espalda y la reflejo fielmente.
Ella me recompensa con lágrimas y agitando las manos.
Soy importante para ella. Ella viene y va.
Es su cara, cada mañana, la que reemplaza la oscuridad.
En mi, ella ahogó a una muchacha, y en mí, una vieja
se alza hacia ella día tras día, como un pez terrible.
Gigoló
Reloj de bolsillo, bien tictaqueo.
Las calles, reptíleas rendijas,
a plomo, con huecos donde esconderse.
La mejor cita, un callejón sin salida,
un palacio de terciopelo
con ventanas de espejos.
Allí se está segura,
sin fotos familiares,
sin anillos nasales, sin gritos.
Relucientes anzuelos, sonrisas de mujeres
hambrean mi volumen
y yo, elegantona con mis calzas negras,
desmenuzo pechos como medusas.
Para nutrir
violonchélicos gemidos como huevos:
huevos y pescado, lo básico,
el calamar afrodisíaco.
Mi boca ríndese,
la boca de Cristo
cuando mi motor llegue a su fin.
El charloteo de mis articulaciones
doradas, mi forma de convertir
perras en pizzicatos argentinos
desenrolla una alfombra, un silencio.
Y no hay fin, no tiene fin.
Nunca envejeceré. Ostras nuevas
estriden en el mar y yo
reluzco como Fontainebleau
contenta,
toda la cascada un ojo
sobre cuya agua tiernamente
inclínome y véome.
Carta de amor
No es fácil expresar lo que has cambiado.
Si ahora estoy viva entonces muerta he estado,
aunque, como una piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice, tampoco
me dejaste hacia el cielo alzar los ojos
en paz, sin esperanza, por supuesto,
de asir los astros o el azul con ellos.
No fue eso. Dormí: una serpiente
como una roca entre las rocas hiende
el intervalo del invierno blanco,
cual mis vecinos, nunca disfrutando
del millón de mejillas cinceladas
que a cada instante para fundir se alzan
las mías de basalto. Como ángeles
que lloran por la gente tonta hacen
lágrimas que se congelan. Los muertos
tenían yelmos helados. No les creo.
Me dormí como un dedo curvo yace.
Lo primero que vi fue puro aire
y gotas que se alzaban de un rocío
límpidas como espíritus. y miro
densas y mudas piedras en tomo a mí,
sin comprender. Reluzco y me deshojo
como mica que a sí misma se escancie,
igual que un líquido entre patas de ave,
entre tallos de planta. Mas no pienses
que me engañaste, eras transparente.
Árbol y piedra nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual cristal de luz sonora.
Yo florecía como rama en marzo:
una pierna y un brazo y otro brazo.
De piedra a nube iba yo ascendiendo.
A una especie de dios ya me asemejo,
hiende el aire la veste de mi alma
cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.
Lady Lazarus
Lo logré otra vez, Me las arreglo — Una vez cada diez años. Especie de fantasmal milagro, mi piel Brillante como una pantalla nazi, Mi diestro pie Es un pisapapel, Mi rostro un fino lienzo Judío y sin rasgos. Descascara la envoltura Oh, mi enemigo, ¿Aterro acaso? — ¿La nariz, las cuencas vacías, los dientes? El apestoso aliento Se desvanecerá en un día. Pronto, muy pronto, la carne Que la tumba devoró Se sentirá bien en mí Y yo una mujer que sonríe. Tengo sólo treinta años. Y como gato he de morir nueve veces. Esta es la Número Tres. Qué desperdicio Eso de aniquilarse cada década. Qué millón de filamentos. La multitud mascando maní se agolpa Para verlos. Cómo me desenvuelven la mano, el pie — El gran desnudamiento. Damas y caballeros. Estas son mis manos Mis rodillas. Soy tal vez huesos y pellejo. Sin embargo, soy la misma, idéntica mujer. La primera vez que sucedió tenía diez. Fue un accidente. La segunda vez pretendí Superarme y no regresar jamás. Oscilé callada. Como una concha marina. Tenían que llamar y llamar Recoger mis gusanos como perlas pegajosas/ Morir Es un arte, como cualquier otra cosa. Yo lo hago excepcionalmente bien. Lo hago para sentirme hasta las heces. Lo ejecuto para sentirlo real. Podemos decir que poseo el don. Es bastante fácil hacerlo en una celda. Muy fácil hacerlo y no perder las formas. Es el mismo Retorno teatral a pleno día Al mismo lugar, mismo rostro, grito brutal Y divertido: «Milagro!». Que me liquida. Luego una carga a fondo Para ojear mis cicatrices, y otra Para escucharme el corazón – De verdad sigue latiendo. Y hay otra y otra arremetida grande Por una palabra, por tocar O por un poquito de sangre O por unos cabellos o por mi ropa. Bien, bien, está bien Herr Doktor. Bien. Herr Enemigo. Yo soy vuestra obra maestra, Su pieza de valor, La bebé de oro puro Que se disuelve con un chillido. Me doy vuelta y ardo. No creas que no valoro tu gran cuidado. Ceniza, ceniza — Ustedes atizan, remueven. Carne, hueso, nada queda… Una barra de jabón, Una alianza de bodas. Un empaste de oro. Herr Dios, Herr Lucifer Cuidado. Cuidado. Desde las cenizas me levanto Con mi cabello rojo Y devoro hombres como el aire.
Papi
Ya no, ya no, Ya no me sirves, zapato negro, En el cual he vivido como un pie Durante treinta años, pobre y blanca, Sin atreverme apenas a respirar o hacer achís. Papi: he tenido que matarte. Te moriste antes de que me diera tiempo... Pesado como el mármol, bolsa llena de Dios, Lívida estatua con un dedo del pie gris, Del tamaño de una foca de San Francisco. Y la cabeza en el Atlántico extravagante En que se vierte el verde legumbre sobre el azul En aguas del hermoso Nauset. Solía rezar para recuperarte. Ach, du. En la lengua alemana, en la localidad polaca Apisonada por el rodillo De guerras y más guerras. Pero el nombre del pueblo es corriente. Mi amigo polaco Dice que hay una o dos docenas. De modo que nunca supe distinguir dónde Pusiste tu pie, tus raíces: Nunca me pude dirigir a ti. La lengua se me pegaba a la mandíbula. Se me pegaba a un cepo de alambre de púas. Ich, ich, ich, ich, Apenas lograba hablar: Creía verte en todos los alemanes. Y el lenguaje obsceno Una locomotora, una locomotora Que me apartaba con desdén, como a un judío. Un judío que va hacia Dachau, Auschwitz, Belsen. Empecé a hablar como los judíos. Incluso creo que podría ser judía. Las nieves del Tirol, la clara cerveza de Viena, No son ni muy puras ni muy auténticas. Con mi abuela gitana y mi suerte rara Y mis naipes de Tarot, y mis naipes de Tarot, Podría ser algo judía. Siempre te tuve miedo, Con tu Luftwaffe, tu jerga pomposa Y tu recortado bigote Y tus ojos arios, azul brillante. Hombre-panzer, hombre-panzer: Oh Tú... No Dios, sino un esvástica Tan negra, que por ella no hay cielo que se abra paso. Cada mujer adora a un fascista, Con la bota en la cara; el bruto, El bruto corazón de un bruto como tú. Estás de pie junto a la pizarra, papi, En el retrato tuyo que tengo, Un hoyo en la barbilla en lugar de en el pie, Pero no por ello menos diablo, no menos El hombre negro que Me partió de un mordisco el bonito corazón en dos. Tenía yo diez años cuando te enterraron. A los veinte traté de morir Para volver, volver, volver a ti. Supuse que con los huesos bastaría. Pero me sacaron de la tumba, Y me recompusieron con pegamento. Y entonces supe lo que había que hacer. Saqué de ti un modelo, Un hombre de negro con aire de Meinkampf, Y un amor por el potro y al garrote. Y dije sí quiero, sí quiero. De modo, papi, que por fin he terminado. El teléfono negro está desconectado de raíz, las voces no logran que críe lombrices. Si ya he matado a un hombre, que sean dos: El vampiro que dijo ser tú Y me estuvo bebiendo la sangre durante un año, Siete años, si quieres saberlo. Ya puedes descansar, papi. Hay una estaca en tu negro y grasiento corazón, Y a la gente del pueblo nunca le gustaste. Bailan y patalean encima de ti. Siempre supieron que eras tú. Papi, papi, hijo de puta, estoy acabada.
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Tomado del Portal de la Secretaría de Cultura de la Nación
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