Mario Benedetti (Paso de los Toros, 14 de septiembre de 1920-Montevideo, 17 de mayo de 2009), fue un escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo con una prolífica producción literaria que incluyó más de ochenta libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de veinte idiomas. Hoy les compartimos algunos de sus poemas no tan publicitados y una de las obras maestras de su cuentística.
Poemas a la intemperie
Los poemas de uso a cielo abierto
usan vocales como mariposas
diptongos como caracoles
interjecciones como trinos
el aire que absorbieron noche a noche
y a sus anchas respiran en sus coplas
limpian el tedio de los estribillos
y flamean como buscando el mar
poemas al aire libre son de nube
llevan su pedacito de universo
y si un pájaro vuela en sus palabras
es porque el corazón abrió la jaula
Cosas y cositas
De las diversas cosas y cositas
que en un tramo del tiempo fueron mías
rescato un relojito que atrasaba
y en jornadas otoño y poco sueño
recordaba que eran las dos y cuarto
en las ventanas de la madrugada.
también hubo un cuaderno de figuras
que yo podía colorear a gusto
y claro allí inventaba árboles rojos
cielo cuadriculado / un bosque enano
y un pavo real de espléndido abanico
que tan solo se abría en blanco y negro
a veces concurrían pajaritos
que eran juguetes con toda su cuerda
yo despejaba el puente de mi nuca
y todavía siento en el pescuezo
el terciopelo de unas manos dulces
y el trapo huraño de unas manos hostiles
de las diversas cosas y cositas
rescato un disco de los muy antiguos
los de 78 erre pe eme
milonga albricia con la voz quebrada
que yo ponía cuando estaba a solas
para vencer los miedos del silencio.
Maniquí
Se enamoraba de los maniquíes
su desnudez indemne / tan carnal
tan mulata / tan hembra / tan posible
era tan noble que no le importaba
que no tuviera corazón ni ombligo
especialmente el maniquí más bello
lo contemplaba con angustia lisa
y él buscaba piedad en las arrugas
de sus propios remansos y deseos
el maniquí más bello / arrinconado
es un escaparate de babel
todavía lo mira imperturbable
y él no puede olvidarse de esos ojos
Otoño
Aprovechemos el otoño
antes de que el invierno nos escombre
entremos a codazos en la franja del sol
y admiremos a los pájaros que emigran
ahora que calienta el corazón
aunque sea de a ratos y de a poco
pensemos y sintamos todavía
con el viejo cariño que nos queda
aprovechemos el otoño
antes de que el futuro se congele
y no haya sitio para la belleza
porque el futuro se nos vuelve escarcha
La noche de los feos
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que solo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo — tenían a alguien. Solo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
« ¿Que está pasando?», le pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
«Un lugar común», dijo. «Tal para cual».
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
«Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?»
«Sí», dijo, todavía mirándome.
«Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida».
«Sí».
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
«Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo».
«¿Algo como qué?»
«Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad».
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
«Prométame no tomarme como un chiflado».
«Prometo».
«La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?»
«No».
«¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?»
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
«Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca».
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
«Vamos», dijo.
No solo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Visitas: 235
Deja un comentario