Sobre el autor
John Donne (1572- 31 de marzo de 1631) fue el más importante poeta metafísico inglés de las épocas de la reina Isabel I (Elizabeth I, en inglés; 1559-1603), el rey Jacobo I (James I, en inglés; 1603-1625) y su hijo Carlos I (Charles I, en inglés; 1625-1642). La poesía metafísica es más o menos el equivalente a la poesía conceptista del Siglo de Oro español de la que es contemporánea. Su obra incluye: poesía amorosa, religiosa, traducciones, epigramas, elegías según la tradición de imitación de los Amores de Ovidio (es decir, en realidad son poemas de amor), canciones y sermones en prosa. En 2004 la editorial Arte y Literatura publicó unas Poesías escogidas de este autor, traducidas por Jesús David Curbelo, a las que pertenecen los poemas que integran esta muestra.
Fragmentos de su obra
Los buenos días
Por mi fe me pregunto: ¿qué tú y yo
hacíamos hasta que nos amamos? ¿Destetados no fuimos hasta entonces?
¿Seguíamos chupando, infantilmente, domésticas delicias?
¿O roncábamos sólo en la guarida de los siete durmientes?[1]
Así era. Pero éste, cual todos los placeres, fue fantástico.
Pues si vi alguna vez una belleza
a quien deseé, y obtuve, no era otra cosa que un sueño de ti.
Y ahora buenos días al mutuo despertar de nuestras almas
que de miedo no atinan a mirarse;
porque el amor todas las vistas del amor gobierna
y un todas partes torna en breve espacio.
Deja que los marinos se marcharan en pos de nuevos mundos
y deja que los mapas mundos sobre otros mundos muestren a los demás,
vamos tú y yo a poseer el mundo que encierra, que es cada uno de nosotros.
Mi rostro es en tus ojos, en los míos el tuyo reaparece,
y en los rostros descansan dos corazones francos y constantes,
¿dónde encontrar podríamos hemisferios mejores,
sin afilado norte, sin declinante oeste?
Siempre se muere aquello que no mezcló parejo:
si nuestros dos amores son sólo uno, o tú y yo
amamos tan igual que nadie cede, ninguno de los dos puede morir.
Aire y ángeles
Dos o tres veces yo te he amado
antes de conocer tu semblante o tu nombre;
también en una voz, o en una informe llama
nos conmueven los ángeles, nos hacen adorarlos;
aun cuando yo llegué a donde te encontrabas
cierta nada gloriosa y adorable percibí.
Pero ya que mi alma, cuyo hijo es el amor,
toma miembros de carne, y de otro modo nada podría hacer,
más sutil que su padre
no debe el amor ser, sino que un cuerpo también ha de tomar,
y, por tanto, qué eras y quién eras
al Amor preguntábale, y ahora
que ha asumido tu cuerpo, yo lo admito,
como admito que se encarne en tus labios, tus ojos y tu frente.
Cuando al amor dar un lastre yo creí
y así más dulcemente izaba velas,
con esas mercancías que trae la adoración
vi que, sobrecargada, la barca del amor naufragaría,
pues el labrar cada cabello tuyo, para el amor
es excesivo exceso, debía buscarse afinador más hábil;
pues ni a la nada, ni tampoco a cosas
extremas y de irrisorio brillo, puede el amor asirse;
entonces, como un ángel, que tiene faz y alas de aire,
no puras como el aire y sin embargo puras,
así tu amor sería para mi amor esfera;
justamente la misma discrepancia
que hay entre la pureza del Aire y la del Ángel,
entre el amor de las mujeres y los hombres siempre habrá.
Soneto sacro XIV
Golpea mi corazón, Dios trino, porque tú
hasta ahora sólo llamas, alientas, brillas y buscas restaurar;
para que pueda alzarme y resistir, derríbame y doblega
tu fuerza, rompe, sopla, quémame y hazme nuevo.
Yo, cual usurpada villa, a otro debida,
peno por recibirte, mas oh, nunca termino;
la razón, el virrey tuyo en mí, debiera defenderme,
pero está prisionera, y resulta endeble o desleal.
Aún te amo tiernamente, y querría ser de buena gana amado,
pero me desposé con tu enemigo:
divórciame, desata o rompe dicho lazo nuevamente,
llévame a ti, encarcélame, pues yo
salvo que me esclavices, nunca habré de ser libre,
y jamás seré casto, excepto si me raptas.
Soneto sacro XIX
Oh, para vejarme, los contrarios se aúnan,
la inconstancia engendró forzadamente
un hábito constante, que cuando no quisiera
cambio los votos, y la devoción.
Tan caprichoso es mi remordimiento
como mi amor profano, y tan pronto lo olvido:
tan misteriosamente destemplado, ya frío, ya caliente;
tan orador, tan mudo; tan inmenso, tan nadie.
Ayer no osaba yo mirar al cielo, y hoy
con plegarias y lisonjeras pláticas hago la corte a Dios:
mañana temblaré con terror verdadero de su cetro.
Mis accesos devotos así se van y vienen
cual fantástica fiebre: salvo que en esta vida
mis mejores días son cuando vibro con miedo.
Himno a Dios padre
I
¿Querrás Tú perdonar aquel pecado donde yo comencé,
el cual fue mi pecado, aunque antes ya fuera cometido?
¿Querrás Tú perdonar esos pecados a través de los cuales yo corro
y corro siempre, a pesar de que siempre los deplore?
Cuando lo hagas, aún no lo habrás hecho,
porque yo tengo más.
II
¿Querrás Tú perdonar aquel pecado por el cual yo gané
a otros para el pecado, e hice de mi pecado para los suyos puerta?
¿Querrás Tú perdonar aquel pecado que yo rehuí
un año o dos, pero en el cual me revolqué otros veinte?
Cuando lo hagas, aún no lo habrás hecho,
porque yo tengo más.
III
Tengo un pecado de amor que cuando hile
mi última hebra, pereceré en su orilla,
mas júrame por Ti que, a mi muerte, tu hijo
brillará como hoy brilla, como la ha hecho hasta ahora;
y cuando Tú hagas esto, estará hecho,
y ya no temo más.
[1] En la arcaica poesía anglosajona aparecen varios ensalmos que atribuyen a estos Siete Durmientes virtudes curativas. Es muy frecuente en Donne la combinación de los elementos renacentistas (imágenes poéticas nuevas y violentas, teorías astronómicas, químicas y fisiológicas) con los medievales: vívidas alusiones al reino de la leyenda, a la alquimia o las supersticiones populares (la alusión a las propiedades de la raíz de mandrágora es la más común).
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