1.
La visualidad del Gótico: lo paradójico, lo no humano con aspecto humano (un secreto dentro de un engaño), lo monstruoso. Pensamos en aquello que, al manifestarse, rompe con las leyes de la Naturaleza, y de inmediato aparece lo sobrenatural, que es proclive a lo horrendo. Estamos entre la interrogación y el desconcierto, entre el sospechar que algo ominoso ocurre con Lady Madeline (pensemos, por ejemplo, en The Fall of the House of Usher, el relato de Edgar Allan Poe, y en la película homónima de Roger Corman, donde este extrema el delirio de lo que, sin estar muerto, tampoco está vivo) y el no querer saber, o reconocer, que ha sido enterrada viva, en un estado de catalepsia, y que su cuerpo deambula, por los sótanos de la mansión, con la avidez y la energía de un zombie.
2.
El cine gótico va, por supuesto, a la visualidad de los encantamientos (en espacios como mansiones o castillos), a las apariciones espectrales, los maleficios, los hechos de sangre o de sufrimiento que no han tenido solución, las pasiones no resueltas, el ensueño, la alucinación, lo atroz, lo bestial (en términos morales y/o físicos), la noche, los sueños lúcidos, la perversión de la ciencia. Todo esto se ancla en lo romántico, en la Romantic Flame, en contraste con el ideal utilitario burgués (la razón práctica, la ciencia oficial, la racionalidad que emana de la Ilustración iluminista), que se opone, por naturaleza, a la metáfora, la imaginación.
3.
Para ese ideal práctico-doméstico de la vida en sociedad, no es posible que el Mal se exteriorice así, como una anomalía que se encuentra fuera de lo natural. La idea de que el Mal es, ciertamente, un asunto de la Naturaleza y sus reglas (un aspecto que cae fuera del imperio de la Moral y la Razón), resulta insoportable para ese ideal. El orbe de lo material se supone que pertenezca por entero a Dios y la Creación. Cuando el amable, carismático e idealista doctor Jekyll saca de dentro de sí a Mr. Hyde, lo que esperaba lograr era justo lo contrario. Quería revelar el principio activo del bien. ¿Por qué el conocimiento extremado, la exploración en lo desconocido, se asocian al Mal y casi nunca al Bien? Mr. Hyde es la némesis del ordenado y amable doctor.
4.
Se espera de nosotros que seamos optimistas, pero que acatemos el horror en tanto cosa de la Historia, como el Holocausto o Shoá, que nace en la Endlösung, o la llamada “solución final” de los nazis ante el “problema” judío. Pero no es lo mismo un visitante de Auschwitz que escucha la voz de los muertos (real o imaginariamente), que ese mismo visitante, en condiciones especiales, moviéndose por entre las cámaras de gas, y que de súbito oye una voz, un silbido, una respiración entrecortada, vacilante, un susurro. En la primera experiencia hay un horror dolido, que puede hacer llorar. En la segunda nace el espanto. La primera es hija de la poesía, de una épica que podría asociarse a lo hímnico, a las odas. La segunda pertenece al mundo de lo sobrenatural, especialmente si (ficción de ficciones) el visitante entra en una de las cámaras y descubre que algo vive o sobrevive allí, en una latencia a medio camino entre la vida, el padecimiento y la muerte.
5.
Robert Louis Stevenson: Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886). El cine cuenta con varias maneras, a mi modo de ver notables, en que el mito de Mr. Hyde, desprendimiento del doctor Jekyll, termina de hacerse en la visualidad contemporánea: una versión de 1920 (dirigida por John S. Robertson) donde actúa John Barrymore, una versión de 1931 (dirigida por Rouben Mamoulian) donde actúa Fredric March, una versión de 1941 (dirigida por Victor Fleming) donde actúan Spencer Tracy e Ingrid Bergman, una versión de 1959 (dirigida por Jean Renoir) donde actúa Jean-Louis Barrault, una versión de 1960 (dirigida por Terence Fisher), y una versión de 1996 (Mary Reilly) casi excéntrica y que roza lo distinguido (dirigida por Stephen Frears) donde actúan John Malkovich y Julia Roberts. Es obvio que la idea de la doble personalidad, el trastorno bipolar y las transformaciones psíquicas en general, conducen hacia ese límite que el propio Stevenson rompe cuando materializa en dos mitades la conciencia humana. No hay esperanza de conducir al hombre por un solo camino que represente su diálogo con Dios y el Bien, parece que nos dice el escritor.
6.
Todo el éxito del Gótico estriba en un hecho extraordinario: la conciencia no alcanza jamás a saber si el mundo del secreto y el mundo del Mal existen fuera de ella, formando parte del Universo, o si es una mera reflexión acerca de la mirada interior. Pero vean ustedes lo que dice Gérard de Nerval, el hombre (un escritor) a quien internaron en el manicomio por pasear una langosta atada con una cinta azul: La imaginación humana no ha inventado nada que no sea verdad, en este mundo o en los otros.
7.
El Gótico es un universo lleno de personajes generalmente introspectivos, y de espacios contaminados por la maldad (en sus formas más usuales, regulares o canónicas), y de monstruos e historias atroces. Es un orbe-mecanismo revelador de verdades horribles que esos personajes quieren ocultar, proteger u olvidar. Un sistema (no estaría mal llamarlo así) al que no le queda más remedio que reconstituirse, una y otra vez, dentro del relato, y por eso su carácter es, en lo esencial, novelesco.
8.
El mundo gótico, espacio-tiempo mental de la cultura, siempre existió, aunque el nombre alcanza su estabilidad en el siglo XIX con la entrada de ciertos toques medievalistas en el imaginario romántico. Pero en el siglo XVI William Shakespeare lo prefiguró con una nitidez llena de referencias dramáticas donde lo ominoso y el mundo del mal adquieren una musculatura y un ritmo constantes, hasta que aparece Giovanni Battista Piranesi. En sus ensayos sobre sus grabados, bien conocidos por la posteridad bajo el título de Cárceles imaginarias (Carceri d’invenzione), Aldous Huxley y Serguei Eisenstein coinciden en decir que allí nace el ámbito de lo extraño y lo siniestro. Las carceri subrayan lo fatídico, lo aborrecible, lo que tiende a alejarse de la buenaventura y de la luz. Sin embargo, siempre habría una suerte de luz aciaga en el gótico: esa que permite ver o adivinar la monstruosidad. Y se trata no tanto de la monstruosidad física, que podríamos relacionar con el aparato del carnaval y de lo pantagruélico (recordemos lo monstruoso como derivación de cierto conceptismo que hace las paces con el barroco), sino más bien una monstruosidad del alma, del paisaje interior, del pretérito sorprendente e inimaginable que no se quiere enseñar (por ejemplo), a no ser que sea forzoso hacerlo y, en efecto, se haga, pero lentamente, paso a paso, para que el monstruo nos deje con la boca abierta, como ocurre en The Barber (2014), de Basel Owies, donde hay una maravillosa actuación de Scott Glenn, que interpreta a un asesino en serie de astucia incalculable (Frank A. Visser). El monstruo se disfraza de hombre sencillo, inadvertido, cordial (Eugene Van Vingerdt), pero en secreto está obsesionado por la sangre, el filo de las navajas y el ejercicio de una violencia austera, limpia, contenida.
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