1.
Un escritor que cuenta historias entre lo espectral y lo macabro, que atrapa situaciones extrañas y fantasmagóricas, que elabora personajes rodeados por la morbosidad del horror melancólico, y que les insufla a sus narraciones una fastuosidad enfermiza, casi manierista, a medio camino entre lo fantástico y lo sobrenatural —hasta llegar a un grado superior de la condición gótica—, es siempre un artista compulsionado por las exigencias del estilo, por el trabajo con las palabras. Habría que colocar aquí una nota de deslinde: la cuestión acerca de cómo resolver el impacto estético de una atmósfera y el estremecimiento doloroso del horror que reside en la metáfora, en la posibilidad de relatar y comunicar lo indescriptible. Para ello es necesario crear un estilo con poder, donde el lenguaje estalle luego de abrumar al lector con su energía evocativa. Como el cine no es (o no es solamente, o no debería ser) lenguaje escrito ni palabras dichas, el mood gótico de esas películas que nos conmocionan será siempre un estado reificable a partir del sonido y las imágenes. Me refiero a lo que debería ocurrir (el destino mítico del cine), no a lo que de veras ocurre. Porque las películas aún dependen demasiado de las palabras y el lenguaje, y hoy por hoy sigue muy viva la querella (de acuerdo con los juicios de Robert Bresson en Notas sobre el cinematógrafo) en torno al lenguaje crucial y distintivo del cine, un lenguaje que, según las meditaciones de Bresson, tan actuales, y siguiendo el rigor de sus distingos, establece de modo natural una oposición entre el cine de verdad (Bresson lo llama cinematógrafo) y aquello que, opuestamente, no es sino teatro filmado.
2.
Veamos al príncipe Hamlet, en la película homónima (de 1948) que dirige Lawrence Olivier, persiguiendo cauteloso y exaltado, por las escaleras más altas del castillo, al fantasma de su padre (un espectro vestido con toda su armadura, listo para irse a una guerra). La aparición le hace señas a Hamlet para que se acerque y escuche una revelación que se presume auténticamente horrorosa. Quiere y necesita hacerle saber el secreto de su asesinato, y para ello cuenta con su presencia. Usando su espada al revés, con la hoja hacia abajo, de pronto nos damos cuenta de que Hamlet empuña un crucifijo. No sabe a quién sigue: si a su padre muerto, o si a un demonio que anhela enloquecerlo, como sugieren las palabras de Shakespeare. Inmediatamente después, en medio del silencio, urde su plan: se fingirá loco. Sólo así podrá vengar el crimen y hacer justicia. La cámara de Olivier, quien interpreta a Hamlet, busca expresar el talante laberíntico y oscuro de la madeja que el príncipe deberá desenredar. Sin embargo, su puesta en escena es teatral, o, para ser más precisos, discurre entre lo teatral y lo cinematográfico, siempre dependiendo de las metáforas de Shakespeare, que son, sobra decirlo, poderosas e inevitables. Y, aun así, ensaya con planos-secuencias que van del rostro de algunos personajes a la oscuridad perenne que la corte del rey asesino (Claudius) no puede dejar de transpirar. Este Shakespeare de Lawrence Olivier es gótico, sin duda, pero también neo-romántico, y asienta sus pretensiones de reactivar el drama en los actores y sus personajes, empezando por el propio Olivier. Los demás, poco convincentes (exceptuando quizás a Ophelia, interpretada por Jean Simmons), son una especie de relleno.
3.
Madeleine/Judy, dos personajes que son como dos caras de una misma moneda, seducen al detective Scottie. Ellas poseen una belleza radiante, como suele decirse, y andan por los veinticinco años. Él, un hombre metódico que no soporta las alturas, ya ha cumplido los cincuenta, o casi. Más allá de sus virtudes técnicas ya clásicas, Vertigo (1958), en manos de Alfred Hitchcock, se asienta dramáticamente sobre una fórmula que no falla, una ecuación de extraordinaria eficacia: la trama empieza siendo una aventura dentro de lo sobrenatural, se compendia allí, densifica su emoción terrorífica entre los muertos, y poco a poco, gracias a la suspicacia y las similitudes (un gran rostro es siempre un gran rostro), aquella dolorosa emoción en torno al poder de los espíritus se clarifica y se metamorfosea en una componenda que florece en el territorio de lo policial. Y ya estamos en el interior de un thriller clásico, poderoso, hábil, de efectos duraderos. Scottie vigila y persigue a Madeleine porque su marido se lo pide: ella está rara, tiene episodios de pérdida de memoria y se queda como en blanco. Una mujer muerta controla su voluntad de un modo tan férreo que termina suicidándose. El desolado Scottie fracasa. Además, ha terminado enamorándose de la posesa Madeleine. Y un buen día, mientras saborea su circunspecto desconsuelo, ve pasar a una chica en cuyo semblante algo destella: es, de cierta manera, Madeleine, su Madeleine. O se le parece, pero demasiado. Y la sigue, la espía, la inspecciona, la corteja, la interroga con cálida minuciosidad. Hasta que descubre ambas mujeres son una y la misma, y que él no ha sido más que el objeto de una manipulación mortal, espantosa, tras la cual se esconde un crimen tan vulgar como cruel. Pero en el centro de todo están y siguen estando la pasión, el amor, el sexo frustrado, y la imposibilidad de que el yo acceda a la carne y el placer. Y, por otra parte, un director de cine que construye una obra maestra perdurable (uno lo recuerda todo: desde la atrevida facturación de los créditos iniciales hasta el final) donde el secreto revelado, y entendido además como proceso, se constituye en una fruición gótica como pocas.
4.
Las playas infinitas e imprecisas durante el amanecer y el anochecer, visibles en la versión de Macbeth que Roman Polanski filma en 1971, son espacios donde lo humano depende del poder del pensamiento para formar, reformar y deformar lo real. Las tres brujas de la tragedia de Shakespeare cubren un espectro de fenotipos más o menos previsibles: 1) una anciana gruesa y con aspecto de hechicera doméstica, 2) otra anciana, muy delgada y sin ojos, y como salida del trazo de Alfred Kubin, y 3) una joven medio sucia y con verrugas, que simboliza el ofrecimiento lascivo y el aprendizaje leal. Las tres son muy diferentes y repiten los ensalmos que va dictando la segunda, quien es obviamente la que administra el aquelarre. En la playa entierran una soga con la que un hombre ha sido ahorcado y una mano que apresa un puñal. Mucho después, cuando ya no puede retroceder en su ordalía de sangre y sufrimientos, el flamante rey Macbeth visita a las brujas y descubre un sorprendente tableau vivant del daño, el deterioro y la corrupción. El Mal. Mucho debe esto a la pintura de Goya. Amparadas por una caverna, mujeres envejecidas por el tiempo y los saberes oscuros cuecen, en un enorme caldero, el bebedizo que Macbeth probará para saber. Ese conocimiento no es el del futuro, sino el de la ambición de un futuro. El conocimiento ha de pasar, aquí, por una química donde el organismo recibe un bautismo de sustancias que lo separan, no sin la violencia de la convulsión, de la mesura y lo acostumbrado. Todas las respuestas se hallan en una acción fuerte y prolongada: arreglar la vida de modo que ese saber coincida con los hechos. Y así obra Macbeth, el rey asesino, en una película cuyo ímpetu mayor (dada la regencia natural e inevitable de las palabras de Shakespeare) estriba en la construcción gráfica del trastorno, la infamia, la malignidad. A ello se suman esas playas con cuyas imágenes empieza la película. Playas solitarias, de una inmensidad aciaga, donde los grises y los azules son un correlato de las voces de las brujas. Playas entristecidas (pathetic fallacy) y, al mismo tiempo, casi inhumanas.
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