1.
Pet Sematary (1989), de Mary Lambert: el regreso de los muertos. ¿Cuáles son las consecuencias morales de la resurrección? En esta, también una película de culto basada en una historia de Stephen King (quien, por cierto, interpreta el papel de un clérigo algo socarrón), hay algunos elementos clásicos de ese gótico que tiende a constituirse en una tipología moderna y hasta del futuro. Hay un gato, un secreto y un cementerio (con una zona prohibida). De dicha zona, alimentada por fuerzas oscuras, se dice que los muertos retornan a la vida, pero cambiados, metamorfoseados sentimentalmente. Aquí los muertos hablan, pero allí caminan, dice, estremecido, uno de los personajes. Se trata del viejo mito de Lázaro, devuelto a su familia tras la experiencia de su visita al mundo de esa tenebrosidad incomprensible que es el morir. ¿Cuál es el secreto? Que, realmente, si se sepulta en la zona prohibida del cementerio, un cadáver puede vivir otra vez. Las secuelas de reintegrarse en la existencia, ¿por qué son tan turbadoras, en el mejor de los casos? La muerte es un misterio y el entierro, un secreto, observa Stephen King en su libro. Quizás porque nadie ha podido jamás relatar qué es la muerte, cómo es su espacio, o su tiempo, ni cómo se vive allí. ¿Forma parte la muerte de la conciencia, esa actividad recóndita de la que apenas se sabe algo? Si fuera así, si se demostrara que así es, que la muerte no es sino un cambio, una variación, o una forma de evolucionar hacia otra parte (invisible) del mundo, ¿sería lícito tornar a la vida material? Porque la resurrección es eso: una segunda oportunidad en la vida material del sujeto, como cuando el gato de Ellie, llamado Churchill, es aplastado por un camión y su padre lo entierra en la zona prohibida y el gato, espectral y maloliente, vuelve a la casa. Pero Pet Sematary falla en lo que acierta Stephen King (con seguridad inspirado, no hay que olvidarlo, en un notable cuento de W. W. Jacobs: The Monkey’s Paw): la referenciación del proceso del mal a consecuencia no de la resurrección, sino del contacto con la zona fosca y negra de la muerte, donde los espíritus antiguos se relacionan con los recién llegados. La película no logra fluidificar esa transformación, saturada de detalles, donde el gótico reverdece en la corpulencia de lo desconocido. Después de las secuencias del gato, vienen las correspondientes a Gage, el hijo menor de Louis y Rachel. Se han mudado (él es el médico de la Universidad local) a una casa hermosa, con mucho encanto, pero a unos pocos metros del jardín pasa una carretera estrecha transitada, con demasiada frecuencia, por veloces camiones de transporte. Y un mal día Gage es atropellado de manera horrible, y Louis, que ya conoce el secreto del cementerio, decide traer de vuelta a su hijo.
2.
Dentro del cine donde las figuras de lo monstruoso son presencias asiduas, hay una obra cuyo director alcanzó a articular el mito del hombre lobo con la carnalidad pura del sexo. Esto es importante.The Howling (1981), de Joe Dante, no demora en mostrarnos, justo al inicio, cómo una reportera de televisión depone sus miedos y tiene una entrevista con un serial killer en una cabina de una sexshop. Al entrar, ya el asesino está esperándola, y pone un video pornográfico donde varios hombres abusan de una mujer desnuda y atada. En ambiente se torna denso. El asesino impide que la reportera lo mire, hasta un momento en que él mismo le pide que se voltee y entonces algo espantoso percibe ella. Algo que puede y no puede ver, que quiere y no quiere asimilar, o que ve y necesita olvidar de inmediato. La secuencia, muy breve, es perfecta a causa de su grado de indeterminación. Y ya tenemos delante una trama policial intervenida por un monstruo gótico clásico, que llega a la gran ciudad sin un entorno rural europeo, sin bosques (los bosques vendrían después), ni grandes residencias ruinosas, ni lujos decadentes, ni profecías exóticas, ni campamentos gitanos donde hay secretos bien guardados.
Exactamente a cuarenta años de The Wolf Man (1941), de George Waggner (un filme clásico, pero sin refinamientos estilísticos, y donde intervenían Lon Chaney Jr. y Bela Lugosi), la película de Dante no se preocupa por narrar una fábula romántica, sino más bien una historia con trazas (mínimas) de cine negro. Sin embargo, su preocupación fundamental es la de causar un efecto perdurable, entre el pavor de los hechos y lo inaceptable de aquello que puede verse a simple vista. Por otra parte, la saga de la familia Talbot, tan célebre como el clan del Dragón de donde proviene el valaco Vlad Tepes el Empalador (quien luego se transformaría en Vlad Drakulea y más tarde en el conde Drácula), no aparece ni se menciona en The Howling. Joe Dante quiere hacer un cine diferente. Incluso nos confirma sus intenciones de realizar una película que funcione todo el tiempo, pues debe ser buena cuando el monstruo aparece y buena cuando no aparece. El secreto se halla en la invariabilidad de la amenaza, en la opresión constante, en la inminencia del miedo, en la vecindad de la inquietud. El monstruo no es los efectos especiales, novedosos en una época sin infografía, sin CGI (Computer-Generated Imagery), sino su desafío aterrador, a diferencia del filme de Joe Johnston (The Wolfman, 2010), ganador de un Oscar al mejor maquillaje y donde la dirección de arte es muy notable.
Los Talbot (la estirpe británica del hombre lobo) aparecen, con un auténtico relieve, en el filme de 1941. Joe Johnston, que entonces no había nacido, es quien retoma la tradición, amplificándola, y reescribe la historia y ofrece más musculatura dramática a los ambientes. El monstruo termina de inscribirse en una tangibilidad (por así decir) gótica clásica, una textura de decadencia y esplendor articulados. Johnston sabe que el paisaje y los decorados podrían llegar a relatar algo que la mera historia sería incapaz de brindar, como he sugerido al referirme a la pathetic fallacy y las marcas y señales canónicas del mito.
Pero Joe Dante insiste en el costado sexual de los poderes licantrópicos. Cuando la reportera y su novio Bill se van a descansar a una colonia rural, en medio de un bosque lleno de cabañas rústicas, cerca del mar, el ambiente se puebla, poco a poco, de contraseñas y gestos acerca del secreto. Y es en esa zona del filme donde el director expande lo que, desde su punto de vista, sería el horror del monstruo dentro del sexo como espectáculo. Porque, mientras deambula por el bosque, Bill es mordido por una criatura irreconocible, y después sale a la noche, en busca de algo que ignora, y tropieza con Marsha (una especie de mujer loba agitanada, tan bella como pésima actriz) y ambos se desnudan y, durante el sexo, ocurre la transformación.
El asunto es que el mito del hombre lobo sólo es verosímil (aceptemos la paradoja) dentro de una artisticidad creada bajo las leyes de la magia, lo sobrenatural y la pelea del bien contra el mal. The Howling, nacida en una época donde la realidad virtual no era aún un problema filosófico, es una película llena de consideraciones sobre el principio de la animalidad humana, con teorías sobre la conducta y un fárrago enorme de ideas acerca de lo instintivo y su descontrol, y sólo podía expresarse, a ratos, en secuencias bañadas por lo ridículo, independientemente de sus aciertos.
3.
Habría sido un acierto extraordinario de Joe Johnston, el creador de The Wolfman (2010), que su Talbot (Benicio del Toro) hubiera vagado por un paisaje (perfectamente irracional en su materialidad, y racional en su forma de expresar el mundo oscuro del alma) inspirado en las Carceri d’ invenzione, de Piranesi. Esa especie de Stonehenge de postal turística que aparece en la película, un facilismo con niebla y luz de luna azul, habría sobrado, no habría existido, no se habría convertido en indicador de un resbalón artístico.
4.
El monstruo gótico cede al impulso homicida y vive el tormento de su estigma mientras persigue a su víctima, por lo general una mujer. Si hubiera que trazar la genealogía del monstruo, quizás sería posible decir que su germen es poético. Su raíz está en una rebelión intensa, o en una maldición que acaece gracias a una rebelión. El monstruo, sin embargo, tiende a olvidar sus orígenes: vemos, en la modernidad, a la bruja fea, cuando en verdad la bruja tiene un pasado muy remoto en la toxicidad de la belleza. El origen del poeta como monstruo está en Platón, cuando este tiende a excluirlo de la República porque el poeta, de acuerdo con Platón, desordena la imagen de lo real, confunde y altera la percepción de las cosas. Por eso el poeta, al ser una criatura desafiante y dionisíaca, se opone a los órdenes de la Razón, o a las razones del Orden, que siempre es de índole social. Y así esa oposición de repite de época en época hasta llegar a la Utopía de la Razón. La réplica inmediata a ese programa es el Romanticismo, donde el gótico se inscribe con naturalidad y donde tiene sus raíces más auténticas.
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