1.
El actor Billy Drago interpreta, en Imprint (2006), a un periodista norteamericano (Christopher) que busca a su amada. Pero la amada es una jovencísima prostituta (a Christopher no le importa que lo sea) cuya fama es notable en el impar prostíbulo donde trabaja. El prostíbulo es lo único que existe en una isla asolada por la niebla y rodeada de pantanos donde, inmóviles, fetos y cuerpos de mujeres flotan a menudo. Estamos en Japón a fines del siglo XIX.
Takashi Miike, el director, es uno de los artífices más radicales del cine actual. Su trabajo sólo podría compararse con el de Sion Sono, quien a veces ha alcanzado a superar la intransigencia de sus “excesos”. En ambos el cine es una mixtura de emociones incrementadas por la violencia física, más un tipo de argumento que pondera lo insólito, más una dirección de arte que induce a preguntarnos dónde estamos, o adónde hemos llegado. A todo esto se añadiría, creo, una porción de lo siniestro, de ignominia, de abominación, de absurdo, de crueldad inimaginable. Corrupción y menoscabo:lo abyecto.
La prostituta se llama Komomo, pero ha muerto. Christopher se entera de eso luego de entrevistarse con otra (una mujer con parte de la boca y un ojo deformes). Esta isla no está en el mundo humano, demonios y horrores es lo único que vive aquí, dice la prostituta desfigurada. Y añade, acaso para aliviar a Christopher de su dolor: Mi buen señor… todos los hombres dicen que tengo un bonito cuerpo… ¿no quiere probarlo? Dejaré que haga lo que quiera. Christopher se niega y bebe sake. Por detrás de los biombos, y a través de los maderos, rostros fantasmales y blanquecinos asoman. La historia de la muerte de Komomo tiene dos versiones: la irreal, donde la prostituta grotesca interviene como amiga, y la real, donde es ella quien precipita los hechos (el robo de una sortija de jade, propiedad de la dueña del prostíbulo) hasta que Komomo se suicida.
Pero antes del suicidio la muchacha es apresada y amarrada por el resto de las prostitutas, que la envidian. La dueña tortura intensamente a Komomo con varitas de bambú al rojo vivo aplicadas en las axilas, y agujas insertadas profundamente bajo las uñas y que atraviesan, además, sus encías. Poco antes de empezar a enloquecer a causa del relato, Christopher nota que algo raro sucede: al diálogo entre la mujer deforme y él se añade la voz bronca y áspera de una tercera persona. Entonces el monstruo aparece. La prostituta tiene su densa cabellera recogida, y allí, encubierta, vive su hermana parásita: un ser que es una mano con boca y ojos e inteligencia propia. Un horror imperioso se desata y Christopher saca su revólver y dispara.
2.
En su célebre novela Wuthering Heights (1847), Emily Brontë cuenta la historia de amor más desconsolada y violenta de la literatura europea. Son dos los personajes: Heathcliff, criatura casi irreal, llena de atractivos anómalos entre lo somático y lo anímico, y Catherine, una joven que ama los roquedales y el ruido que hacen los pájaros cuando levantan el vuelo y abandonan los árboles. Muchas han sido las versiones cinematográficas de esa pasión que se mueve entre lo raro, lo tenebroso, lo espectral y lo incomunicable. Acaso sin saberlo, Emily Brontë se enfrentó a lo sublime desde una equívoca posición de inocencia. Y es muy posible que semejante proceder sea lo que alimenta, de forma incesante, las posibilidades del mito de Heathcliff y Catherine.
En 1992 Peter Kosminski retomó la historia, con Juliette Binoche y Ralph Fiennes. La actuación de este interpretando a Heathcliff exhibe momentos tan buenos que es posible conjeturar que le hayan facilitado la obtención del papel del tétrico Amon Göth en Schlinder‘s List (1993), de Steven Spielberg.
La versión de Kosminski va directo a la naturaleza de lo romántico y a los fundamentos del gótico, pero desde la óptica del amor entendido como fenómeno acrisolado de la cultura europea. Es decir: hurga, sin revelarlas, en las raíces y las opciones de ese amor que se presume imposible por su enconada sublimidad. Una sublimidad tan corpulenta que sólo puede atenuarse en otros personajes, en otras vidas que sí alcanzan a acceder a la consumación del amor. Es en el contexto de esa sublimidad donde Catherine usa la metáfora de lo que siente por Heathcliff, comparándolo con lo que sentiría, como un vaivén suave, por Edgar Linton, el hombre con quien acaba casándose por simpatía, por cariño, por gratitud. Lo que Heathcliff le inspira es duradero y sólido como las rocas que sostienen el mundo (así se expresa, más o menos, Emily Brontë), mientras que sus sentimientos por Linton son parecidos a las variaciones experimentadas por los follajes de un bosquecillo a través de las estaciones. Esas rocas, basalto puro quizás, son oscuras y feas, pero detentan un poder imperioso e incondicional. El follaje, por el contrario, se dobla y cambia de color.
Lo mejor de la película, aparte de sobrevivir a una tradición cinematográfica notoria, es que se reencuentracon el núcleo de un dilema sentimental de otro mundo que la novela pone en circulación de modo imperecedero. Y, además, insiste en el misterio de la desaparición de Heathcliff durante tres años, período tras el cual regresa, enriquecido y feroz, al sitio de sus desventuras.
3.
Entre 1960 y 1964 Roger Corman hizo un conjunto de películas basadas en obras cardinales de Edgar Allan Poe. Ignoro si es posible considerarlas el centro vital de su cine. Aun así, mencionar a Corman significa aludir a un hito ineludible del gótico como configuración de un imaginario canónico, y ese hito se transforma en el umbral de algunas poéticas cinematográficas probadas ya en los años setenta y ochenta.
Para algunos fieles, Corman podría ser el cine a secas. Parece una exageración, pero al cabo tiene sentido: Corman introdujo, a partir de sus interpretaciones de Poe, una mirada drástica y contundente cuya energía podía (y de hecho lo hizo) levantar un mundo. Una mirada que es, añadiríamos, como la renovación de los gestos de los maestros iniciales del cine, pero con el añadido de un trabajo finísimo en cuanto a la iluminación, el movimiento (perspicaz) de la cámara, la dirección de arte y el uso simbólico del color. Corman (y esto que voy a escribir es puro fetichismo) siempre usa velas de colores en estas películas. Semejante a un modernista que, en todo caso, sería una suerte de modernista pop, para extremar la idea de su atrevimiento.
Corman es uno de los poquísimos directores de cine que sistematizan una estética. En lo tocante a estas lecturas suyas de Poe, no hay duda de que recalcó la necesidad de elaborar decorados inmensos, eficacísimos, de una meticulosidad sorprendente (recordemos la reproducción del cementerio en The Premature Burial, de 1962). Es como si Corman hubiera repasado, al construir en el estudio el cementerio, las arboledas del spleen romántico en la pintura, o, en específico, los santuarios de Arnold Böcklin. Por otro lado, es imposible olvidar la puesta en escena de The Masque of the Red Death (1964), de una suntuosidad alucinante. Esto, claro está, hace que Corman devenga un manierista. Él consigue el mood de Poe en la suma de sus fantasmagóricos escenarios y la melancólica y obsesiva actuación de Vincent Price, el actor que protagoniza casi toda la serie.
Otro momento memorable es The Fall of the House of Usher (1960), donde el director despliega la metáfora de la mansión decadente, que tiene un análogo en una familia también decadente, por medio de un guion escrito ni más ni menos que por Richard Matheson. El relato, cuyo argumento es muy conocido, se expande visualmente cuando Corman/Matheson introducen un elemento salido, al parecer, de esa tangible maldición que describe H. P. Lovecraft en The Color Out of Space. Usher le explica al visitante que de pronto el Mal asoló la tierra, los árboles, las aguas del lago, el aire, los animales y las paredes de la casona. A esto añaden Corman/Matheson una explicación lúcida e inspirada: la maldición de los Usher viene de sus antepasados. Y aquí la cámara de Corman va paseándose por retratos exuberantes y temibles de la familia Usher: todo un acierto. Son retratos expresionistas de ladrones, drogadictos, asesinos, farsantes, estafadores, locos, contrabandistas, traficantes de esclavos, prostitutas. La salvaje degradación está allí, al alcance de la mano, y resulta inevitable. Tanto como ese lirismo invadido, en estos trabajos de Corman, por el furor de los grandes gestos del amor, donde casi siempre hay sangre, fuego y destrucción en busca de un renacimiento.
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