En mayo de 2023 el espacio «El teatro y la literatura», organizado por la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, tuvo como invitado al director de teatro, dramaturgo y ensayista cubano, residente en Estados Unidos, Alberto Sarraín. Desde Cubaliteraria transcribimos el diálogo sostenido entre el dramaturgo y Omar Valiño, director de la BNCJM, a propósito de la presentación este Sábado del Libro del título Teatro cubano actual. Dramaturgia escrita en los Estados Unidos (II), compilado por Alberto Sarraín.
Omar Valiño (OV): Aunque parezca retórico, muchas gracias por venir en medio de las condiciones que padecemos, pues llegar hasta la biblioteca, a pesar de hallarse esta en un lugar céntrico, se hace algo difícil. Tengo a mi derecha a Alberto Sarraín. Nacido en La Habana en 1949, se formó en La Habana a lo largo de los años 50, 60 y 70. Emigró a finales de esta misma década, y desde que pudo retomar un vínculo directo con su tierra se ha vuelto un residente habitual entre La Habana y Miami. Podría asegurar que es el director que más dramaturgia cubana ha dirigido a lo largo de la historia entre los residentes de cualquier país. Y aunque no se ha centrado únicamente en el repertorio cubano, he de decir que es la línea que atraviesa su carrera como director teatral, la cual data de más de cuarenta años.
A lo largo del tiempo, él y yo —perdonen que personalice— nos hemos encontrado en La Habana, Miami y otros lugares del mundo, y no solo mantenemos el diálogo y la amistad, sino que hemos animado proyectos de intercambio editorial y teatral. Seguramente hablaremos de esto en el encuentro.
Con esta presentación mínima, yo quería hacerles una introducción de dos figuras del teatro cubano, dramaturgos, escritores, de las que no quiero dejar de hablar. Una la certificaba la propia invitación. Aparece sentado en la Casa de la Memoria Escénica, que dirige nuestro amigo Ulises Rodríguez Febles, quien realiza una labor inconmensurable en favor del teatro cubano. Ulises ha creado allí el Museo de Esculturas de la Dramaturgia Cubana, donde el escultor trabaja sobre piezas teatrales cubanas. Allí está sentado Sarraín frente a Virgilio Piñera. La otra figura de la que quisiera hablar en el encuentro, y que se enlaza perfectamente con Virgilio, es Antón Arrufat, a quien tanto quisimos y que ha fallecido hace apenas unos días. Más que pregunta, esta es la primera provocación que te hago: Virgilio y Antón.
Alberto Sarraín (AS): Creo que a veces lo fortuito forma parte de la vida de una persona. Yo debuté en el teatro universitario, por ello digo que los dioses pusieron el teatro en mi camino. He vivido muy inclinado a las ciencias y varias situaciones me llevaron al teatro, incluso antes de mi debut oficial. Ya en 1969 el Conjunto Dramático de Matanzas estaba en una crisis total, al igual que algunos dramaturgos habaneros. Se gestaba el tristemente célebre Quinquenio gris. Por entonces, a Humberto Arenal se le ofreció la dirección del Conjunto Dramático de Matanzas, y David Camps fue nombrado subdirector artístico. Con ellos estuvieron Julio Gómez, director del grupo Los doce, José Luis Moreno del Toro y Gloria Parrado. Formaron el núcleo que reedificaría el Conjunto Dramático. Solicitaron que los que permanecían en Matanzas vinieran a La Habana y la inclusión personal de la capital al grupo para hacer un taller que durara un año, no como parte de las enseñanzas de la Escuela Nacional de Teatro, sino para ofrecer lecciones complementarias de esgrima, gimnasia, danza, voz y dicción. Lo hicimos en un edificio que ocupaba el Departamento de Cultura de la Embajada Española, el edificio de las cariátides. Les he dado toda esta introducción para decirles que en este escenario conocí a Virgilio Piñera.
Virgilio era íntimo amigo de Humberto Arenal y David Camps. Como ustedes sabrán, Arenal dirigió el estreno mundial de Aire frío, y la amistad prevaleció desde entonces.
OV: ¿A pesar de ser personas tan diferentes?
AS: Exacto. Humberto era un hombre que vivía de una manera muy despreocupada y libertaria.
Yo estaba en lo que se consideraba un taller de actuación clandestino, pues estaba prohibido abrir talleres que no fuesen estatales. Había una actriz que vivía en 11 y G, llamada Gabriela Serna, que tenía varios estudiantes a los que enseñaba distintos ejercicios. Recuerdo que en algún momento me dijo: «Voy a hacer la prueba para el Hall Teatro de Gerona, quiero que me ayudes a entrar en el grupo.» Le hablé de hacer Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera.
Ella tenía treinta y cuatro años y yo diecinueve, de manera que nos hallábamos muy distantes de la idea de los Dos viejos pánicos, pero estábamos en una época donde pararse de cabeza, dar brincos contra la pared y lanzar arena formaba parte del espectáculo. Así pues, hicimos un collage que duraba cuarenta y cinco minutos entre los dos actos y lo presentamos al grupo. A ella no la aceptaron, desgraciadamente. A mí me admitieron, pero una historia política mía impidió que entrara al grupo.
Sin embargo, como la persistencia siempre triunfa, más adelante supe que Humberto Arenal estaba buscando gente. De modo que Gabriela de la Serna y yo volvimos a hacer juntos la prueba, Humberto y los demás me aceptaron y pidieron a Virgilio que fuera a ver la pequeña puesta de Dos viejos pánicos. Ahí lo conocí.
De más está decir que yo estaba atacado. Virgilio llegó, se sentó, pidió café, cruzó las piernas de esa manera peculiar en que él lo hacía, fumó e hicimos la obra. Él quedó sobrecogido por la manera de conceptualizarla físicamente, y nos explicó cómo había sido ya estrenada en catorce lugares, que el primer lugar de estreno había sido Argentina.
OV: Pero él no había presenciado ninguna de las puestas, de manera que esa fue la primera vez que vio una aproximación escénica a la obra.
AS: Definitivamente. Luego fui asistente de dirección de David Camps, que dirigía Jesús. Fue muy divertido ese encuentro con Virgilio, porque David montó durante cuatro meses toda la obra con ejercicios, por ejemplo: Jesús decía jardín, y el asesino hacía la fiera.
Cuando la obra estuvo montada, él invitó a Virgilio, que volvió a sentarse. Ensayábamos en el Liceo, en lo que es ahora la casa de cultura de Calzada y 8. Yo creo que toda esa cosa quedó de los ensayos de Vicente en aquel local. Bueno, Virgilio observó todo aquello y dijo: «A mí me parece fundamental, muy bonito, pero esa no es mi obra, ¿cómo tú vas a meter el texto ahí?» Y Camps dijo: Sí, sí, ahora vamos a empezar con ese proceso del texto. Y Virgilio replicó: Bueno, dentro de diez años tú terminarás de meter el texto, pero yo te aseguro que mi texto no cabe ahí.
Y como esos autores son profetas, resultó que nunca cupo. No llegamos a estrenar la obra, pero disfruté muchísimo haciéndola, más aún en aquellos años de juventud, y sobre todo conocer a Virgilio.
Luego el teatro de Matanzas se fue por otros caminos. Empezamos a montar Lo fantástico, un musical que Humberto ya había montado luego de presenciarlo en Broadway en sus años de exilio, y nos fuimos para Matanzas. Pero allí no había plazas para los actores de La Habana y la única opción para trabajar era recurrir a contrataciones por tres meses, que se renovaban si se quería seguir trabajando. Nos daban unos vales que servían para comer en los restaurantes. Viví y trabajé allá un tiempo, pero de repente, en 1970 surgió la conocida como Ley contra la vagancia, que dictaba que, si una persona no estaba contratada por ocho horas diarias a largo plazo, estaría fichada; a raíz de esto, el Consejo Provincial de Cultura suspendió las contrataciones y nosotros nos vimos obligados a regresar a La Habana para buscar trabajo, algo bien difícil teniendo en cuenta la cantidad de fuerza laboral que andaba en lo mismo.
Por cuestiones que no me puedo ni explicar, yo, que había tenido problemas para ingresar al Conjunto dramático de Matanzas por mi pasado político, entré en la escuela de Psicología a través de una convocatoria a la que se presentaron setecientos aspirantes, de los cuales serían admitidos sesenta. Yo cogí el número cuatro. Ahí comenzó mi vinculación con la psicología y mi olvido del teatro. Esto duró muy poco, a los tres meses de mi estancia fui expulsado de la carrera tras saberse mis antecedentes.
Después regresé y me licencié en Psicología clínica, pero desde 1973 comencé a practicar en el teatro universitario bajo la dirección del Teatro Estudio, que llevaba la dirección del universitario en aquellos años, y la figura de una persona muy querida y recientemente fallecida, Juan Ash. Aquí hice dos obras con las que gané el premio nacional de actuación de la FEU, con un personaje de una obra de Osvaldo Dragún y un personaje llamado Merluza, de la obra Flores de papel, de Egon Wolff.
Ahí empecé a vincular mi trabajo en psicología con el teatro, y propuse hacer un trabajo de grado sobre psicopatología y psicoterapia del actor. Propuse hacerlo con Vicente Revuelta. Trabajé con él en algunas partes y en otras con Raquel.
Era muy divertido hablar con Raquel, porque ella mandaba a consulta a aquellos actores con los que se peleaba. Pero fue una experiencia brillante.
Cuando terminé me fui a trabajar como psicólogo a Bejucal, donde conocí a Carlos Díaz, que era aficionado, y al cumplir los tres años de servicio social me trasladé al Teatro Estudio como psicólogo asesor y comencé mi vida laboral teatral allí.
En el año 1978, Fidel se reunió con un grupo de exiliados y comenzó un proceso conocido como «El diálogo». Era la primera apertura a la emigración. Se acordó que podrían salir del país los expresos políticos y quienes tuviesen familiares en los Estados Unidos. Yo cumplía ambas condiciones, de modo que fui uno de los primeros en partir y experimentar la terrible sensación de viajar a España con un pasaporte que decía «Salida definitiva».
Luego de esto, pasaron quince años hasta que pude regresar por primera vez a Cuba, en 1994. En aquel entonces vivía en Venezuela. Todavía no conocía a Antón.
En Miami comencé a dirigir. Esto ocurrió más bien como un fruto de la necesidad: yo nunca quise ser director, pero cuando llegué a Miami en 1979, el estado era un desierto cultural y se necesitaba que alguien ocupara la plaza de director. Por eso digo que me hice director por déficit, porque creía que podía hacerlo mejor que los que estaban.
Me convertí en un director conflictivo, porque la gente en Miami tenía la idea de un teatro amateur. Hacían teatro por amor al arte, no cobraban, y creían que el medio les ofrecía privilegios como llegar tarde a los ensayos o llevar a la novia a estos; en fin, cosas que un profesional no hacía. Todos me cogieron inquina y comenzaron a decir que yo era un tirano.
Por otro lado, influyó mi posición con respecto a la dramaturgia cubana. Les parecerá raro, pero la primera obra que dirigí en Miami me vinculó a la dramaturgia cubana: Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina. Y aunque la obra no es cubana, sí lo era la escenificación que yo recordaba entonces. Luego me pidieron otras cosas.
Recuerdo que el director del teatro en que yo trabajaba dirigía obras de Broadway. Las redirigía en Miami. Había una obra titulada El año que viene, una comedia judía escrita con el humor judío. Fue un rotundo fracaso en Miami, porque el humor judío no tenía nada que ver con el público receptor.
Le dije al director: Esto te pasa por no dirigir lo que tú eres. Si tú eres cubano, tienes que dirigir lo cubano. Esa es tu patente de corso, tu pase al éxito.
Entonces nos encontramos con una pareja de profesores cubanos de la Universidad de Pittsburg. Uno de ellos había sido un director eminente en Cuba, y el otro era un académico interesado en el teatro. Eran muy misteriosos, no querían que nadie supiera lo que hacían. Me dijeron que guardaban una obra de Piñera, escrita a mano en una letra microscópica para poderla sacar de Cuba clandestinamente. Se llamaba Una caja de zapatos vacía. Así comenzó la reconstrucción de una obra que, dicho sea de paso, descifrarla era algo tremendo. Descifrar la letra, quiero decir.
El texto está preñado de malas palabras y groserías, algo muy extraño en Virgilio. Recuerdo que hay una escena en la que un personaje insulta a la caja y le dice las malas palabras más fuertes que se pueda imaginar.
Enseguida me dijeron que había que cortar esas escenas, y les dije: «Sobre mi cadáver. Esto se hace como es o te buscas otro director». Finalmente, la obra se editó y la estrenamos.
No sé si ustedes sabrán que en Miami Virgilio era comunista. Por ahí anda un artículo titulado «De ñángara a homosexual». Esta visión es interesante, porque revela que el artista genuino puede ser malo en cualquier parte.
OV: Es percibido de maneras diferentes según el contexto.
AS: Exacto. Tuvimos algunas protestas, pero el éxito fue tan grande que tuvimos la obra en escena cuatro meses, algo espectacular en Miami.
A propósito del texto, recuerdo que Virgilio le dijo a Luis de la Cruz que no hiciera nada con la obra hasta que él muriera o cambiaran las cosas en Cuba.
A pesar del éxito, hubo quien nos escribió horrores. La crítica del Miami Herald, que podríamos decir que no era de los trogloditas de Miami, escribió un artículo horrible donde me acusaba de cambiar lo que decía Virgilio. Según ella, yo debía atenerme estrictamente a lo que Virgilio narraba en las acotaciones, cosa que nunca he hecho. Yo he respetado el texto como literatura y la idea y la acción dramática fundamental del autor, pero la puesta, movimientos, composición, color, luz… Esto no lo hace el autor, aunque antiguamente sí. La crítica terminaba su ensayo en el Herald diciendo que al salir del teatro había visto al espíritu de Virgilio detrás de un farol gritando: «¡Traición! ¡Traición!» De todos modos le di las gracias por la información, porque no tengo esos poderes espirituales.
Obviando esto, la cantidad de críticas positivas fue tal que fuimos invitados al festival de Puebla en México, a un festival de teatro comunitario en Florida y ganamos premios de actuación.
Uno de los lugares donde la hicimos fue en un teatro que en aquel momento se llamaba Teatro Bellas Artes, y que actualmente se llama Teatro América. Tenía cuatrocientas lunetas y todas se llenaron. Luego la hicimos en un teatro de tres mil lunetas.
Este fue mi segundo encuentro con Virgilio. Luego dirigí Falsa alarma, alrededor de la cual hay una anécdota muy simpática: el director quería hacer obras en inglés, pues eran las que más ganancias reportaban. Entonces llevó a cabo una idea que llamó Teatro Étnico y que constaba de una obra hispana, una judía y una negra, todas en inglés. Se tradujo Falsa alarma a esta lengua y, el día del estreno, el director del teatro nos dijo que había solo una persona.
Una aclaración: en el medio teatral se maneja la idea de que en el público debe haber, como mínimo, la misma cantidad de espectadores que de actores, y uno más, para que la obra deba hacerse. Cuando el director nos preguntó si suspendíamos, le dije que debíamos hacerla, que para mí sería un ensayo general más. Le conté una anécdota muy famosa que tuvo lugar en una escenificación de Prometeo en Cuba, a la que asistió una sola persona. Cuando Berta Martínez se paró en el proscenio y dijo «estimado público», el espectador dijo «puede llamarme Pepe».
A Antón yo lo conocí en la calle. De verlo en la calle y saber que era el famoso Antón, el pánico de todo el mundo, la lengua terrible de la voluntad, el hombre ágil de mente, tierno en sus poemas y excesivo en su obra dramática. Por una de esas casualidades tuve la suerte de estar en el cumpleaños setenta de José Lezama Lima, Dora Alonso y Ángel Augier, celebrado en la UNEAC, y allí lo vi y lo escuché hablar, aunque por entonces yo era, como se dice en Cuba, un mojón, y no tenía nada que hacer allí.
Pasó un tiempo y yo vivía en Madrid —siempre he sido un pata caliente— y había invitado a mi casa a Abel González Melo, que recién se encontraba viviendo fuera de Cuba. Él me dijo que Antón venía a dar una conferencia en Sevilla, que estaría tres días en Madrid y que necesitaría un lugar donde quedarse: ¿Qué crees de decirle que venga para acá? Y yo que, por supuesto, rápidamente empecé a preparar la alfombra roja, me mudé para la sala y acomodé uno de los cuartos. Así llegó Antón Arrufat.
Un día, mientras le preparaba el té del desayuno, me dijo: —¿Y usted piensa dirigir alguna obra mía?
Le dije: —Pues mire que sí, me encantaría agregar alguna a mi repertorio. Cree que debería dirigir Los siete contra Tebas?
—¿Usted la dirigiría?
—Mire, se trata de una obra complicada. Tiene muchas personas, un gran formato y, además, lleva treinta y nueve años censurada. Así que, si vamos a hacer algo, creo que lo primero que debería hacer es hablar con el ministro de cultura.
—¡Él me ha dicho que no voy a tener problemas, que tengo carta blanca!
—Bueno, de todos modos, si habla con Abel Prieto lo hacemos.
Todo quedó ahí. Nos divertimos muchísimo con él en Madrid, nos hizo cuentos que no se pueden hacer aquí. Nos contó su historia en varios ámbitos, como que él y Virgilio se escondieron en el jardín del liceo para vender las entradas para las obras El caso se investiga y Falsa alarma, pues los socios del liceo no pagaban.
Bueno, Antón se fue y yo me centré en dirigir a Lolita Flores en La chunga, una obra de Mario Vargas Llosa. De repente, tres días después de irse, recibo un email que decía: «¿Cuándo viene? Abel ha autorizado todo. Tenemos no solo mi carta blanca, sino la suya.»
Yo no podía creerlo. Tenía algunos compromisos y nos pusimos de acuerdo. Intercambié algunos emails con Abel Prieto, de quien debo decir que fue la persona clave para que Los siete contra Tebas se hiciera, que luchó a veces contra vientos y tempestades para escenificar la obra. Nos facilitó lo mejor que había, que a veces no era lo mejor, pero era lo que había.
Estuve aquí alrededor de diez meses dirigiéndola. Tuvimos muchísimos problemas. Mi convivencia con Antón era diaria, él me mandaba su carro para que yo pudiera llegar a los ensayos. El primer gran problema fue conseguir los actores. Los actores en la obra deben tener alrededor de cuarenta o cincuenta años, los que representan a Eteocles y Polinices; no había actores de esa edad ni con el talento necesario para encarnar ambos personajes. El segundo, era que no teníamos local de ensayo: la obra tenía dieciocho actores más un coro de dieciocho bailarines, de modo que eran treinta y seis personas en escena.
A Raúl Martín le habían dado recientemente el teatro Pionero, y estaba… cuando llovía caía más agua dentro del cine que afuera. Aquello era en 2007. Los actores trabajaban descalzos, y se hirieron varias veces con las cabillas de las lunetas.
Finalmente, Abel nos consiguió local en la Casa de Cultura de Plaza, que al parecer siempre ha estado en mi camino, y cuando se nos volvió chiquito nos fuimos al Centro de Danza de La Habana. Allí terminamos de ensayar.
Los actores eran recién graduados del ISA, uno de ellos era un actor extraordinario, pero tenía veintidós años. Pues ya montaba a caballo. Lo hicimos con él y trabajamos con actores mayores como Daisy Sánchez y Sahily Moreda. Pero los principales eran actores jóvenes, Raysel Cruz y Enrique Caballero. Ambos hicieron un trabajo extraordinario de equilibrismo y expresión corporal para encarnar a los dos espías de la obra. También fue espectacular la escenografía de mi amigo Jesús Ruiz, lamentablemente fallecido. Creo que hacía años que no se veía una escenografía como esa.
Antón me había dicho al principio: —Mire, usted no se complique, lo que necesitamos es hacer esta obra. Usted siente a todos los actores y entonces el que va a hablar se levanta y habla, y así con todos.
Yo le dije: —Antón, váyase a escribir y déjeme dirigir la obra.
Me divertí mucho con él, salimos mucho, comimos todo lo que pudimos.
OV: Fue un momento realmente importante no solo en el teatro, sino en la cultura.
AS: Sí, señor. Resulta que la obra tenía que salir por un grupo, y el grupo que me facilitó la posibilidad de salir por él fue Mefisto Teatro, que dirigía en aquel momento Tony Díaz. Ellos tenían una rutina al presentar una obra, que consistía en la salida a escena de Mefisto, que decía que habría una cosa mefistofélica. Entonces Tony me dijo que había que escribir algo para Mefisto, y yo le dije: Aquí el único diablo que tenemos se llama Antón Arrufat, así que él hará el anuncio.
Entonces él hizo ese anuncio que algunos de ustedes recordarán y que yo acabo de recuperar, si alguien lo quiere al final se lo paso. La gente lloraba al oírlo decir: «Muchos de mis pocos enemigos quisieran que hoy estuviera muerto. Pero estoy aquí, defendiendo mi obra, la que nunca debió ser censurada».
Lo mejor de todo fue el final de la obra, cuando todo el público se puso de pie, Antón corrió al escenario con un ramo de mariposas, levantó los brazos y me dijo: «Triunfamos».
Yo siempre digo que la obra Los siete contra Tebas no es lo mejor que he dirigido, por los problemas que comentaba, pero al final, cuando yo muera, la obra de la que se va a hablar es Los siete contra Tebas, y muchos dirán: él fue el director que hizo la obra después de treinta y nueve años de censura. Y yo, a pesar de que no es mi mejor puesta en escena, me siento feliz de haber trabajado con Antón. Él me seguía insistiendo para que en que hiciera otras, y ahí están guardadas.
Yo soy un director de matrimonios: me casé con Virgilio Piñera y dirigí tres de sus obras, me casé con Abilio Estévez y dirigí tres obras, y ahora estoy casado con Yerandy Fleites.
OV: A esto quería llegar para abrir una segunda parte, a tus muchas asunciones de textos cubanos de los últimos veinte años. Has trabajado con obras de autores que residían en Cuba, algo inusual en Miami. Quisiera que nos comentaras cómo asumes estos matrimonios y sobre los proyectos de intercambio editorial de los que hablaba al inicio.
AS: Yo digo que lo de los matrimonios viene porque en Miami había un investigador muy serio, un académico ilustre, gran dramaturgo. En él observé algo que un psicólogo de la FIU había denominado «Cultura Congelada»: por alguna razón, los tres grandes exilios cubanos —el de los 60, el de Camarioca y después el de los vuelos de la libertad— se convirtieron en una cultura congelada cuyos miembros veneraban lo que ellos habían visto o vivido. Podía estar aquí la mejor bolerista del mundo, que para ellos no contaba. No solo ocurrió con lo hecho, sino con las cosas por hacer, y entonces muchos autores teatrales se trabaron en las estéticas de los años 50 y principios de los 60. Fue el caso de este dramaturgo, quien llegó a preguntarme cuándo me divorciaría para dirigir alguna de sus obras. Nunca lo hice, porque se alejaban de mi estética a pesar de ofrecer algunas propuestas interesantes.
Dirigir una obra es estar en simbiosis con otra cosa, por eso para mí es un matrimonio. Nosotros, con el afán de cultivar al público miamense, hacemos sesiones de preguntas y respuestas. Un académico hace una presentación general de la obra, la sitúa estéticamente, y luego el director y los actores responden preguntas.
Tuve varios eventos con su esposa, académica de la Universidad de Hawái. Ella asistió a mi estreno de Electra Garrigó.
Cuando yo dirijo una obra es porque le habla a mi público. Si no lo hace, no me interesa dirigirla.
Virgilio escribió esta obra en 1943, y era un escupitajo, una trompada a la burguesía criolla en aquel momento. Pero yo no debía dar la trompada a la burguesía del 43, sino a la burguesía miamense de 1988.
Yo dirigí la obra ambientada en Miami, en la calle 8. Había un canal de TV cuya consigna era «Lo nuestro». Recuerdo que el segundo monólogo comienza con la entrada de Electra al carnaval, había una torre gigantesca que decía «Lo nuestro». Electra circulaba todo el escenario, todos los autores, todo el mundo se movía, era un huracán de verdad. En su ascenso llegaba al cartel de «Lo nuestro» y lo rasgaba.
Al final de la puesta ella me esperó y me dijo: Alberto, creo que ya sé lo que tú quieres con tu trabajo. Poner a los jóvenes en contra de los viejos.
Yo le dije: ¡Parece mentira que una académica como tú, que conoce el mito de Electra, diga que yo quiero poner a los jóvenes en contra de los viejos! ¡Eso es absurdo! ¡Yo quiero que los jóvenes maten a los viejos! —Risas—.
He hecho a Eugenio Hernández Espinosa, concretamente Alto Riesgo. Pero en vez de representar un profesor con una prostituta representé un profesor con un prostituto. Curiosamente, Eugenio se puso muy bravo, pero me dijo que ya él me había pagado, que hiciera lo que quisiera.
De Abilio Estévez hice Santa Cecilia, La noche, donde estuvieron los actores del 94, fue una obra que me arruinó, porque tuve que hacerla. Costó 18 000 dólares. Acabé con las tarjetas de crédito mías y de mi hermana.
OV: Años después hiciste obras de Abel González Melo.
AS: Efectivamente. Toda la Trilogía de invierno. Hice a Estorino —París es blanca, Los mangos de Caín y Morir del cuento—, Ulises Rodríguez Febles —Huevos, que trata sobre los sucesos del Mariel—. Fue una obra terrible en Miami, siempre se llenaban los teatros. Estaban los hueveados y los que habían tirado huevos. Era una manera de confesarse, de decir lo que pasaba. Estaba Ulises con nosotros, que lo llevamos de invitado. Era importante que el autor estuviera presente en su obra.
OV: Casi siempre se hacía un coloquio en la universidad. No era solo el estreno, sino lo que acompañaba al estreno en ese proceso de intercambio, que era bastante difícil de hacer en Miami, por algunas actitudes hacia lo que provenía de Cuba.
AS: Así es. En nuestros coloquios siempre hemos intentado incluir especialistas cubanos y especialistas de fuera de Cuba. Tengo que decir que en esto he tenido una cómplice espectacular, Lillian Manzor, fundadora del Archivo Digital del Teatro Cubano, de la Universidad de Miami. Además, es la principal especialista del Teatro cubano en el exilio y en Cuba. Siempre digo que es mi cómplice, no mi directora asociada, la persona con la que nos sentamos a prevenir lo que ocurrirá.
Ahora solo doy clases de Gramática en la universidad, no estoy dirigiendo nada. He montado dos veces una obra maravillosa de Yerandy Fleites, aún sin estrenar, titulada Exilios. Trata sobre los distintos exilios: matrimonial, educacional, político y oportunista. Quisiera estrenarla en Cuba, pero es una obra que en sí misma contiene al exilio y a Cuba. En ella se juntan las dos vertientes de la población, sobre todo las que, como yo, piensan en la última etapa de su vida y en dónde morir.
Ya la he montado dos veces en Miami, pero hay razones que me han impedido estrenarla. La primera una actriz llamada Yvónne López Arenal, esposa del recién fallecido fotógrafo Mario García Joya; la situación de salud de Mayito le hizo imposible continuar con la obra.
La volví a montar más adelante, conseguimos una actriz, pero el actor que hacía del padre estaba comprometido para esa fecha. Conseguimos otro actor que, paradójicamente, en un momento de los ensayos, cuando faltaba semana y media, dijo: No, pero yo esta obra no te la voy a hacer en un día.
Tenemos también con el público cubano la deuda de Maneras de usar el corazón por fuera, porque fue una obra que estrenamos solo por tres días.
OV: En marzo de 2020.
AS: Eso hay que recuperarlo en algún momento. Si conseguimos un espacio y unas fechas, dejo la universidad por ese momento —ya estoy retirado, como ustedes comprenderán, pero doy clases de manera mercenaria (risas)—, rompo con ese semestre y vengo para acá.
OV: Voy a hacer una pausa para dar margen a que el público medite sus preguntas, tratando de ajustarnos al tiempo. Pero antes de ofrecerles la palabra, quiero reafirmar lo que ya ustedes han visto. Aquí hay un largo viaje por la dramaturgia cubana, desde Electra Garrigó. El conceptualizado como «Teatro moderno cubano» está en el repertorio de Alberto Sarraín, quizás como en el de ningún otro director: Virgilio, Antón, Eugenio, Estorino, Alberto Pedro, Abilio Estévez, y luego la generación del 2000 con Rodríguez Febles, Abel González Melo, Yerandy Fleites, entre otros.
Otra cuestión de la que él no se atreve a hablar en profundidad es que, en ese empeño, ha invertido todo su dinero. El poco que ha tenido ha caído siempre en el teatro para asumir todos estos proyectos ante una inopia oficial allí. No ocurre así en todos los Estados Unidos, pero sí en Miami.
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Transcripción de Jeiner Martínez Oliva.
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