Thomas Mann nació en 1875, un domingo de junio en Lübeck, a las doce del día, y fue hijo de una próspera familia burguesa. En su autobiografía, escrita en 1936, Mann dice con ironía: «La posición de los planetas era favorable, según me aseguraron, en repetidas ocasiones, adeptos de la astrología, ofreciéndome en base a mi horóscopo, una vida larga y dichosa, así como una dulce muerte».
Y su horóscopo no se equivocó, Mann vivió 80 años en relativa tranquilidad, dedicado a una larga obra que inició cuando era muy joven y que no terminó sino hasta el día de su muerte. He dicho relativa tranquilidad a pesar de que tuvo que soportar, como muchos escritores alemanes de su tiempo, un largo y violento exilio, provocado por la ascensión de Hitler y que se inició en 1933. Mann, muerto en 1955, nunca volvió a vivir en Alemania, aunque varias veces la visitó antes de morir.
Ese largo exilio fue mejor para Mann que para sus compatriotas que emigraron para salvarse de la persecución nazi. Privados de un público que leyese y entendiese sus obras, muchos no logran resistirlo. Lion Feuchtwanger, su contemporáneo, escribía:
«El escritor que pierde el círculo de lectores de su propio país, pierde, generalmente, la base de su existencia económica… Es asombroso ver cómo muchos autores, cuyas obras han sido apreciadas por el mundo entero, se hallan actualmente exiliados de su país y privados por completo de ayuda y medios de subsistencia, pese a que se empeñan afanosamente en conseguirlo».
Jacobo Wasserman, el autor de la célebre novela El caso Maurizius, murió en 1934, poco tiempo después que el famoso Stefan George. En 1940, se suicidaron Walter Hasenclever, el dramaturgo expresionista, y Walter Benjamin, filósofo y crítico literario; más tarde, Ernest Toller, otro gran dramaturgo expresionista, y en 1942, llegó la noticia del suicidio de Stefan Zweig, quien, junto con su esposa, se quitó la vida en el Brasil.
Esta serie de suicidios muestra la suerte lamentable de los exiliados alemanes y corrobora la predicción astrológica a la que Mann se refiere en el escrito citado. Thomas Mann sufrió enormemente con el exilio, pero pudo continuar su obra y vivir una vida apacible, ordenada, y abundante. La casa de California donde pasó muchos años era espaciosa y bella.
Cerca de él vivían numerosos amigos suyos y algunos de sus parientes más cercanos; además, sus libros siguieron leyéndose con gran interés en todo el mundo, traduciéndose a varios idiomas y su influencia se extendió cada vez más. Casi puede decirse que en el exilio el nombre de Thomas Mann resume por sí solo la literatura alemana.
Esta tranquilidad le permitió escribir en el destierro algunas de sus obras más importantes: Carlota en Weimar y Doctor Fausto, principalmente. La obra de Mann va siguiendo una evolución perfectamente discernible. Desde su primera gran novela, Los Buddenbrook, hasta las Confesiones de Felix Krull, su última obra, se van desarrollando ciertas problemáticas esenciales que siempre preocuparon al escritor. Es indudable que una de ellas es la del artista frente a la vida.
Pero, ¿en qué acepción se debe tomar la palabra vida dentro de la obra del novelista alemán? Probablemente, una de sus acepciones podría verse en esta declaración de Tonio Kröger, protagonista de una de sus primeras narraciones:
No piense en César Borgia, dice en cierta ocasión, ni en cualquier otra filosofía embriagadora que pueda exaltarnos. Ese César Borgia no significa nada para mí, no le doy importancia alguna, y no seré capaz de comprender nunca que pueda ser venerado como ideal lo extraordinario y demoníaco. No, la “vida”, tal y como se opone permanentemente al espíritu y al arte, no se nos presenta como una visión de sangrienta belleza y hermosura salvaje, no como lo extraordinario que da vida a lo extraordinario en nosotros, sino que son precisamente lo normal, lo decente, y lo agradable quienes constituyen el reino de nuestros deseos, la vida, en fin, en su banalidad tentadora.
En este párrafo, Mann opone, como Goethe, el romanticismo al clasicismo; niega la predominancia del sentimiento avasallador que aniquila la conciencia, contrapone la disciplina vital a la anarquía del sentimiento. Pero, sobre todo considera vida a un orden burgués que determina una moral y define una conducta. La relación de sus personajes principales con el arte presupone un enfrentamiento de la salud y la enfermedad.
El arte se alía diabólicamente a la destrucción y deteriora con violencia y de un solo golpe a quien ha vivido estrictamente disciplinado. Este caso es el de Gustav Aschenbach, protagonista de La muerte en Venecia. De él dice Mann:
Era el poeta de todos aquellos que trabajan al borde del agotamiento, de los sobrecargados, de los que se sienten caídos y no dejan, sin embargo, de mantenerse en pie, de todos estos moralistas de la acción fructífera que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de poner en tensión la voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grande.
Y en muchos sentidos eso es Mann, el artista que vive una vida decente, burguesa, ordenada y que contempla desde su refinado escritorio (mueble que lo acompañó siempre en sus viajes, desde Munich al destierro) el horizonte de la belleza demoníaca, de esa otra vida que aniquila.
Si se comparan dos novelas de Mann escritas con un intervalo de tiempo muy largo, Los Buddenbrook, su primera novela publicada en 1905, y Doctor Fausto, obra de madurez, editada en 1947, se constata evidentemente una gran diferencia, pero también una identidad de problemáticas que se continúa de manera más compleja y más estructurada en la segunda novela mencionada, pero que se inicia de manera determinante en la primera.
Los Buddenbrook es una novela de acción; pero de acción ordenada, burguesa. En ella se precisan con minucia implacable los acontecimientos cotidianos de una familia que va haciendo historia, la historia de una condición burguesa confinada a una razón social, la de los Buddenbrook.
La anarquía del sentimiento se ahoga en preceptos puritanos proclamados por el fundador de la empresa: «Reza, trabaja y ahorra», precepto de tradición en la literatura desde el siglo XVIII -piénsese en Robinson Crusoe-, consejo transmitido de generación en generación y que, escrito en orlados caracteres góticos y con tinta sepia, aparecía como sentencia bíblica en el libro donde se asentaban cuidadosamente las memorias de la familia. «Hijo mío: atiende con ánimo tus negocios durante el día, pero emprende solamente aquellos que no te priven del sueño durante la noche».
Libro de los Buddenbrook y libro de los Mann, rememorado por Heinrich, el hermano mayor del novelista. Esta sentencia, apabullante por su simplicidad mezquina, esconde una moral vital que definirá un sentido específico de burguesía y, al soslayarla, el senador Thomas Buddenbrook, el último director de la dinastía, la empresa empieza su derrumbe.
Los Hangenström, fundadores de la familia rival que destrona a la estirpe de los Buddenbrook, cancelan la máxima y determinan una nueva forma de vida, la de la bourgeoisie de las ciudades alemanas reunificadas por el canciller de hierro, Bismarck. Thomas y Tony Buddenbrook, depositarios de la fama y tradición de su familia, suelen fascinarse ante la posibilidad demoníaca del amor, o del arte; pero la decencia y la banalidad burguesas sostienen a la familia mientras vive el hermano mayor.
La decadencia se impone, sin embargo, concretizada en una corrupción que se apodera de sus vidas ordenadas. Thomas, fanático de la elegancia, muere de una septicemia provocada por la infección de una muela; Christian, hermano menor de Thomas, arrastra desde niño una existencia fársica, marca de enfermedades imaginarias que tiranizan sus nervios, y Hanno, el único hijo de Thomas y de Gerda Buddenbrook, muere de tifo a los quince años, pero antes ha sido señalado por la enfermedad que lo martiriza cariándole los dientes.
La enfermedad de Hanno, su debilidad congénita, lo dotan de una sensibilidad morbosa, decadente e inclinada al arte. Esta inclinación la hereda de su madre Gerda, mujer hermosa y enigmática, de ojos pardos, rodeados de sombras azuladas, de tez pálida, casi marmórea, y de bellos cabellos rojizos. Gerda es distante y glacial, sufre de jaquecas, como Adrián Leverkühn, el protagonista de Doctor Fausto, y como él se dedica a la música y practica el distanciamiento y la frialdad.
Hanno carece de disciplina vital y vive enardecido por la música, toca sonatas a dúo con su madre y compone fantasías musicales distorsionadas y caóticas que lo llevan al máximo del placer y de la angustia y por fin a la muerte disfrazada de tifo:
Al repetirla -dice Thomas Mann cuando Hanno interpreta una fantasía-, otra octava más alta, dándole un colorido lánguido y bien armonizado, pareció condensarse en un solo desenlace, en un apasionado y doloroso diminuendo que, gracias al vigor solemne y preciso con que era expresado, adquirió una fuerza singular, misteriosa y trascendental. Después comenzaron agitados movimientos, un cruce interminable de síncopas, vago, errante, desgarrador. Se percibían agudos gritos, como si un alma vibrante flotara sobre interrogaciones y no quisiera acallarse. Luego, se remontaba sin cesar en armonías nuevas, inaccesibles, plañideras, tan pronto muriendo como renaciendo prometedoras… aquellos gritos de terror fueron adquiriendo formas precisas, hasta convertirse en melodía. Llegó un momento en que resonaron magistralmente en el espacio como un cántico fervoroso y suplicante surgido del metal, y que era a la vez, enfático y humilde. De pronto, todo aquel primitivo insistir, todo aquel ondear y vagar y deslizarse incesante, enmudeció, vencido, siendo sustituido por un ritmo sencillo e inmutable, por una especie de fragante cantinela infantil… Y todo terminó con un final de solemnidad litúrgica.
La destrucción de Hanno está presidida por la música, por ese abandono a una pasión mórbida y melancólica que le demuestra su invalidez y que le da fuerzas para morir. La música adquiere una belleza convulsiva que Mann define en Doctor Fausto como repugnante, como lujuriosa. El arte se convierte en un producto del mal, esa tendencia demoníaca, desgarradora, que calcina el orden y la disciplina de una vida decente y burguesa y se perfila en la enfermedad, precio que el artista debe pagar para lograr su perfección.
La pasión de Hanno es incipiente, nunca llega a la perfección; la música es sólo su escape, la constatación de que no pertenece a una estirpe de trabajo, pero también la consolación para enfrentarse a la muerte. La pasión caótica, la violencia con que el desmedrado niño se entrega a su enfermedad, revela además otro de los postulados de ese enfrentamiento de Mann con la vida, en su propia vida de artista mimetizada por sus personajes, el de arte aislado de otras manifestaciones de cultura.
El artista se destierra de su contexto y se pulveriza porque:
La Música se le aparecía -anuncia Mann analizando a Kretzchmar, el profesor de música del joven Adrián, protagonista de su Doctor Fausto– porque la música, repito, se le aparecía como una especialización atrofiante para el espíritu humano, si había que considerarla fuera de relación con las demás manifestaciones de la forma, del pensamiento y de la cultura.
La muerte en Venecia: El arte y la pasión
Según Mann, el tema de La muerte en Venecia es «la pasión como desequilibrio y degradación». Al principio, se había propuesto escribir una novela sobre el amor trágico, pero también grotesco, de Goethe, que a los 74 años concibe una pasión por la joven Ulrike von Levetezow, que tenía 19 años.
Esta idea no se realizó y Mann se ocuparía de los amores de Goethe en forma totalmente distinta en su novela Carlota en Weimar, escrita muchos años más tarde. Eligió, en cambio, varias figuras importantes de su época como modelos de Gustav von Aschenbach. En 1921, Mann le confiesa al pintor Wolfang Born que su personaje tiene muchos de los rasgos del músico Gustav Mahler:
No sólo di a mi héroe, convertido en víctima de un desorden orgiástico, el nombre del gran músico, sino que también le puse en cierto modo la máscara de Mahler al describir su aspecto exterior. Quise asegurarme al mismo tiempo de que, dentro de un contexto general tan disoluto y disimulado, no llegaría a producirse identificación alguna por parte del público lector.
La novela fue publicada en 1912 y Mahler murió en 1911, época por la que Mann escribía el libro. Otro de los artistas evocados es August von Platen y sus amores uranistas; aunque también sea obvia la relación que la novela tiene en algunos pasajes con el propio Mann.
El problema esencial es ese desorden mencionado por el novelista en la medida en que se opone a un orden clásico de corte burgués que determina una moral y define una conducta; conducta y moral que son el equilibrio y la dignidad burguesas; Gustav von Aschenbach ha recibido un título de nobleza por una obra que tiene el honor de incluirse en las antologías de lectura de las escuelas oficiales, y se la incluye porque su vida ha sido consagrada al arte con dignidad y rigor.
La disciplina vital ejercida contra la anarquía del sentimiento lo vincula a cualquier comerciante honrado del tipo de los Buddenbrook, consagrado al cultivo de un trabajo fecundo y creador. Ese trabajo consuetudinario y tenaz es soslayado sistemáticamente y entregado en obra pulida de la que se borra toda huella de gestación penosa y esforzada.
En palabras de Mann, Aschenbach esconde «hasta el último momento a los ojos del mundo el agotamiento interior, el decaimiento fisiológico», así como Thomas Buddenbrook disfraza su impotencia para mantener intacta la prosperidad de la mansión que lleva su ilustre nombre, con lujosas ropas de impecable pulcritud.
El acendrado esfuerzo cubre magistralmente todo intento vulgar y cualquier inclinación romántica:
Sólo los bohemios incorregibles, reitera Mann hablando de Aschenbach, lo encuentran aburrido, y les parece cosa de burla, el hecho de que un gran talento salga de la larva del libertinaje, se acostumbre a respetar la dignidad del espíritu y adquiera los hábitos de un aislamiento lleno de dolores y luchas no compartidas, de un aislamiento que le ha traído el poder y la consideración de las gentes.
La corrupción bohemia que amenaza a los Buddenbrook en la persona de Christian, el hermano bufón y desordenado de Thomas, oculta en realidad una de las facetas que existen en el pulcro y elegante jefe de la casa, y su odio violento por el hermano enmascara el terror ante el alter ego que le señala el abismo. Su hermoso traje es el equivalente de la hermosa frase con que Aschenbach se protege del caos:
El ímpetu de la frase, continúa Mann, refiriéndose a su protagonista, con que reprobaba lo reprobable que podía haber en él, significaba la superación de toda incertidumbre moral, de toda simpatía con el abismo, la condenación del principio de la compasión, según el cual comprenderlo todo es perdonarlo todo…
La muerte en Venecia profundiza las contradicciones inherentes a la familia Buddenbrook en la dualidad representada por el escritor; en el joven Tadzio se retoma la problemática planteada por la trilogía de Thomas, Christian y Hanno. Si Christian es el emblema caricaturizado de la corrupción tanto moral como corpórea, Thomas es el ejemplo del virtuosismo burgués y el representante de su dignidad.
Pero ya se ha dicho que esa dignidad ha sido construida en base a la negación de cuanto indique un principio de anarquía; además, esa negación sobrehumana intenta enmascarar la enfermedad que acecha a la familia, aunque Hanno Buddenbrook es ya evidentemente un enfermo. En la belleza enfermiza del último de los Buddenbrook se revela la inconsistencia del esfuerzo y la corrupción de la belleza, como en los dientes amarillentos del joven Tadzio.
Esos dientes amarillentos que deslucen el divino rostro del adolescente que lanza a Aschenbach al abismo, son la causa de la muerte del pulcro cónsul Thomas Buddenbrook, ahogado en su propia sangre y caído de bruces sobre la nieve. Thomas Buddenbrook mancha la blanca pulcritud de su vestimenta y del paisaje después de que se le extrae una muela cariada y Hanno Buddenbrook anuncia su corrupción rematada por el tifo con sus dientes podridos.
Esos rostros amarillos y esos dientes nefastos señalan la desintegración y le sirven de símbolo y a la vez son el hilo conductor que nos lleva de una novela a otra, reiterando las mismas problemáticas. La fealdad amarillenta de la que habla Mann definiendo a su personaje «logra convertir en puro resplandor el rescoldo que en su interior alienta y que llega a las cumbres más excelsas de la belleza…».
La Belleza, así con mayúscula, presupone una abstracción. O a lo más, para Aschenbach, es la multitudinaria labor de un esfuerzo cotidiano disfrazado, que se asienta en la construcción de la frase; esa frase que Mann define como «un extraordinario vigor por su sentido de la belleza», en la que se aprecia la pureza, la sencillez y el equilibrio aristocrático de la forma, de esa forma que en adelante prestara a todas sus creaciones un sello tan visible de maestría y clasicismo.
La Belleza, de nuevo con mayúscula, así descrita por Mann, y revelada por la frase esculpida por Aschenbach, se ofrece de repente en imagen concreta en el cuerpo y la sonrisa del adolescente polaco que el escritor muniqués contempla en la plaza. Tadzio, nuevo Narciso, se abrasa en la mirada y enturbia el abismo de Aschenbach; ambos se contemplan y se descubren.
Aschenbach encuentra de repente la belleza que él ha creado mediante el esfuerzo mediocre y mezquino de lo cotidiano, en la figura desenvuelta y natural del joven. Tadzio es la Belleza; la belleza de las frases de Aschenbach es la ligera capa de estuco con que se recubre la fealdad de lo ordinario. La Belleza de Tadzio es la de los dioses griegos, pero semejante a la belleza de la ciudad donde suceden los amores equívocos de esta pareja trágica y grotesca, es enfermiza, breve, débil, perversa.
Venecia, ciudad extraña, ambigua, en la que convergen Oriente y Occidente, participa de dos naturalezas, es terrestre y es acuática, es civilizada con un refinamiento decadente, y es a la vez heredera de una tradición clásica y patricia. A Venecia llegan barcos extranjeros y en ella depositan turistas de diversas tierras y gérmenes oscuros. Los canales transitados por góndolas mortuorias, barcas de Caronte, ocultan miasmas pestíferas y olores equívocos disfrazados. La peste acecha a la ciudad y Venecia la refinada sólo ofrece corrupción y muerte.
Aschenbach advierte las señales y la estrecha disciplina vital que ha regido su universo reacciona con violencia contra el caos, pero la aparición de una belleza consagrada por dos centurias de helenismo germánico, destruye la premonición y lo obliga a permanecer en un paraíso cósmico donde el amanecer del mundo reaparece. La contradicción expresada por lo dionisíaco y lo apolíneo se vuelve carne en el deseo trasladado a la mirada.
Aschenbach no puede controlar el deseo que lo lleva a la muerte, no puede mantenerse en el estricto mundo regenteado por el clasicismo. Niega la máxima de Goethe que en carta juvenil a Herder expresa:
Si llevando audazmente tu coche se te encabritan cuatro caballos jóvenes y salvajes y te apoderas de las riendas y consigues domeñar su fuerza, golpeando con el látigo una y otra vez a los que se desvían y desbocan, y los sostienes y los guías y los haces virar, y vuelves a golpearlos con el látigo, sujetándolos y volviendo a aflojar, hasta conseguir al fin que las dieciséis patas marquen el compás de un solo golpe; eso es maestría.
Y esa cuadriga inspirada por las odas de Píndaro y que antes ha presidido la creación formal del escritor muniqués, lo desvía del clasicismo y lo hace mirar, descuidando la maestría, el signo formal de una belleza indolente, caprichosa y vulnerable.
El abismo en el que ha entrado Aschenbach, abismo que se le ha anunciado por visiones de naturaleza deforme y desordenada, que él identifica con la selva tropical, pero que, en realidad, representa a Venecia por las características que antes mencioné, está constituido por la decadencia de un concepto de la belleza que un clasicismo alemán, iniciado por Lessing y Winckelman, vincula con lo griego.
La violencia báquica de lo dionisíaco antes descrita por los neoclásicos y realzada por Nietzsche en El origen de la tragedia, reitera la imposibilidad de vivir idealmente dentro de esa restricción moral que vive la belleza como producto de un orden moral y que la encuentra personificada en un joven Narciso. La fascinación abismática que seduce a Aschenbach se concentra, según Mann, «en la tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión en el mundo, y más tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y eterno, a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de perfección?».
La excitación y el desfallecimiento que esa perfección corpórea producen en el ánimo de Aschenbach lo llevan a la nada, a la nada más profunda y destructiva que la peste simboliza, a la muerte en Venecia. La belleza es repugnante, pútrida, ambigua. Es también perecedera e inmoral. No es de este mundo. Mejor, no puede ser del mundo que Aschenbach representa. El ascetismo de su disciplina vital y el orden moral qué la burguesía lo obligan a acatar muestran su fragilidad en la destrucción de una época y de una visión del mundo.
La belleza y su imagen
La primera vez que la palabra Belleza aparece en La muerte en Venecia es en conexión con la representación verbal de la imagen de San Sebastián, santo lánguido y apolíneo, lacerado por múltiples dardos y espadas, semejante al Laoconte que sirve de inspiración a Lessing «porque la serenidad en medio de la desgracia, dice Mann, y la gracia en medio de la tortura, no son sólo resignación; son también actividad, y encierran un triunfo positivo. La figura de San Sebastián es por eso la más bella, sino de todo el arte, por lo menos del arte a que aquí se hace referencia».
Y esta belleza descrita se vuelve representación concreta en Tadzio, que aparece en la playa en distintas actitudes, casi siempre escultóricas cuando «la sábana envolvía su delicado cuerpo; el brazo suavemente modelado; descansaba en el arenal con la barba apoyada en la palma de la mano». Y esas distintas poses escultóricas son contempladas en doble sucesión por un joven amigo y admirador de Tadzio, Saschu, y, más lejos, por Aschenbach.
Aparecía erguido, con las manos cruzadas por detrás de la nuca, balanceándose suavemente y mirando, soñador, al lejano azul mientras las suaves olas de la orilla bañaban sus pies. Su cabello, rubio, de miel, se adhería en rizos húmedos a sus sienes y su cuello; el sol hacía brillar el vello de la parte superior de la espina dorsal; destacábase claramente bajo la delgada envoltura el fino dibujo de las costillas, la uniformidad del pecho. Sus omóplatos eran lisos como los de una estatua; sus rótulas brillaban, y sus venas azulinas hacían que su cuerpo pareciese forjado de un fino material traslúcido.
Aschenbach contempla a Tadzio que es contemplado a su vez por su joven servidor, Saschu, y en la contemplación imagina el amanecer cósmico, en el que Venus y Eros salen dorados de las ondas para crear el mundo. Tadzio es la perfección, «la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía en adoración, un reflejo y una imagen divina». Tadzio es San Sebastián, pero también es Narciso y la estatua creada por Pigmalión, ya con vida.
En San Sebastián se conjuga el sufrimiento resignado con que Aschenbach se ofrece a la vida y sobre todo al arte que lo ha modelado confiriéndole perfil de artista, y la figura juvenil de Tadzio, sometiéndose pasiva a la mirada y al deseo. Es Narciso porque en Aschenbach encuentra un espejo, y fascinado por su imagen Tadzio reacciona convirtiéndose en estatua animada, símbolo concreto, representado, del esfuerzo diario que ha hecho de la obra de Aschenbach una estatua acribillada de dardos y de espadas, según la descripción de uno de sus críticos.
Es la obra de Aschenbach, la creación espontánea de una disciplina divina encarnada. Pero, continúa Mann, indagando en la causa del endiosamiento de Aschenbach:
La voluntad severa y pura, que, en un esfuerzo misterioso, había logrado encarnar esa imagen divina, ¿no era la que adelantaba en él (Aschenbach), cuando lleno de contenida pasión libertaba de la masa del mármol del lenguaje la forma esbelta que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como imagen y espejo de belleza espiritual?.
Aschenbach mira a Tadzio, lo acecha, lo persigue, y su mirada equívoca lo nombra. Tadzio se ve en esa mirada, se reconoce y se abrasa en su reflejo; pero Aschenbach está endiosado, porque en la figura de Tadzio ha encontrado a la vez su propio reflejo, su obra. Ambos son Narcisos y las correspondencias de sentidos se inician. La mirada que escribe y esculpe en un mármol hecho de palabras se ha vuelto la estatua transparente y azulina: que descansa o deambula por la playa y es contemplada por el que antes la ha descrito en arrebatada inspiración y laboriosa vida. Tadzio, joven mimado e indolente, amado de los dioses, es la perfección creada, esa perfección a la que Pigmalión quiso darle vida.
Eros procede -insiste Mann al aniquilar a Aschenbach- como los matemáticos, que ven en los niños inexpertos imágenes de las formas puras. Así, los dioses, para hacernos perceptible lo espiritual, suelen servirse de la línea, el ritmo y el color de la juventud humana, de esa juventud nimbada por los mismos dioses para servir de recuerdo, de evocación, con todo el brillo de su belleza, de modo que su visión nos abrasa de esperanza.
Los niños perfectos con lo que Eros especula en ecuaciones redondeadas son construidos por Mann en sucesión novelística desde Hanno y Tadzio para convertirse en Eco, el joven Eco, sobrino de Adrián Leverkühn, y última pasión del músico matemático de Doctor Fausto, obra de su vejez. La correspondencia así iniciada en el reflejo que traspone la mirada al tacto en la escritura (y que devuelve el cuerpo a la escultura y se transfiere a la música) es la imagen del joven Eco: el mito se completa.
Narciso se refleja en la mirada sólo porque antes ha oído y como en el drama de Calderón es perecedero porque no se ha guardado de ver y oír. Esa belleza juvenil reflejo de un arquetipo platónico no puede existir ni ser apresada, es vulnerable y se esculpe definitiva en forma transitoria porque la vida la rechaza y cuando se libera se vuelve demonio, es Eros revelando el origen, pero en el origen se asienta el caos.
La luminosidad que Febo proyecta sobre la tierra joven, ciega y calcina, Aschenbach recuerda la tradición: «u espíritu ardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evocaba antiquísimos pensamientos que durante su infancia había recibido y que hasta entonces no se le habían encendido con un fuego propio». Los dardos y espadas que han herido la obra de Aschenbach y que permanecen clavados en el cuerpo marmóreo de su escritura perfecta se liberan y se vuelven contra él, revelándole el espanto «que experimenta el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un reflejo de la belleza eterna».
La certera disciplina a la que Aschenbach se ha sometido para lograr con su escritura una perfección vital cede ante el demonio que Eros ha liberado y lo precipita en el ocio de la contemplación, porque Eros ama el ocio y sólo para el ocio ha nacido. Y la paradoja esencial se suscita.
Aschenbach ha creado dentro de los límites precisos de una escritura vital que hacen de su vida de escritor oficial el emblema viviente de un quehacer troquelado con el sello de la burguesía ordenada y banal; el reflejo de la belleza espontánea y divina lo fulmina porque el concepto de belleza es producto de una cultura clásica, asentada en un neoplatonismo renacentista. La belleza aparece en la tierra como uno de esos rayos proyectados en la interminable sucesión de esferas y cielos por los que el esplendor de la bondad divina se ha filtrado.
La belleza no es de este mundo y el artista lo comprende. «Aschenbach, reitera Mann, sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla». Confundir el endiosamiento que produce la aparición del reflejo de la belleza divina en la tierra con el deseo, es producto «de un conocimiento defectuoso».
Y, antes de morir, Aschenbach recuerda el Fedón y advierte que al intentar la perfección ha pecado de orgullo. Al amar a Tadzio que, como jacinto era objeto del amor de los dioses, se ha vuelto su enemigo; enemigo de los dioses porque ama a un mortal divinizado por el reflejo de la belleza divina y enemigo de los dioses porque ha intentado, como Satán, recrear lo creado en la perfección de la escritura.
Como Sócrates, taimado seductor, advierte que el «amante era más divino que el amado, porque en aquél alienta el dios, que no en el otro». Y en esta soberbia representada por la pérdida absoluta de límites que el deseo precipita, Aschenbach se somete a un niño y la naturaleza demoníaca, caótica e ilimitada que lo circunda lo lleva a la nada, a la perfección absoluta.
La contemplación de la belleza, que sólo ella es a la vez divina y perceptible, lo ha aniquilado.
El contacto del artista con la belleza divina y su reflejo perceptible liga al artista con el demonio. En el Doctor Fausto, esta luminosidad apolínea que fulmina a Aschenbach se convierte en frialdad glacial y matemática y se traslada a la música, otro de los arquetipos platónicos. La percepción de la música se vuelve extrasensorial y los sentidos ligados a ella se desplazan como en La muerte en Venecia, pues el tacto se liga a la mirada, y lo descrito se vuelve realidad representada.
Más aún que la escritura, la música es intelectual y sobre todo es el arte más ascético. Despojando al arte del entusiasmo que la confusión del deseo provoca, la música es el Eros desprovisto de sensualidad y de la percepción de los sentidos. La música posee un secreto ascetismo, una castidad innata que protege al artista; es más, la música es anti-sensual por excelencia.
En realidad, postula Mann, no hay arte más intelectual que la música, como lo demuestra ya el hecho de que, en ella, forma y contenido se entrelazan como en ningún otro; son, en realidad de verdad, una sola y misma cosa. Se dice generalmente que la música se dirige al oído. Pero esto lo hace en la medida en que el oído, como los demás sentidos, es órgano e instrumento perceptivo de lo intelectual. En realidad, hay música que no contó nunca con ser oída; es más, que excluye la audición.
El arte se intelectualiza y se vuelve matemático y abstracción pura y su belleza ya no es perceptible por los sentidos.
Quién sabe, reitera Mann en palabras de Kretzchmar, el profesor de piano de Adrián Leverkühn, si el deseo profundo de la música es el de no ser oída, ni siquiera vista o tocada, sino percibida y contemplada, de ser ello posible, en un más allá de los sentidos y del alma misma.
Y al hacerla intangible, imperceptible, incapaz de provocar el deseo y endiosamiento que conduce a la muerte, Mann parece protegerse de esa sensualidad que en forma de demonio erotizado hizo entrar a Aschenbach en el territorio de la belleza sensible, pero su Fausto vacila de nuevo en esa tierra de nadie donde lo perceptible por los sentidos se congela por su ausencia total. Aschenbach perece por la sensualidad que la belleza comporta, pero Adrián Leverkühn, desprotegido ante la música en el momento en que muere Eco, su joven, perfecto y hermoso sobrino, sucumbe ante la frialdad glacial que su demonio musical, deserotizado y ascético, proyecta.
La Música: Arte y Humanismo
La música fue siempre fundamental para Thomas Mann. En alguna ocasión declaró tajantemente:
Desde siempre he amado con pasión la música a la que considero en cierto modo como el paradigma del arte. He considerado siempre mi talento como una especie de capacidad de creación musical, y concibo la forma artística de la novela como una especie de sinfonía, como un tejido de ideas y una construcción musical.
Y si en La montaña mágica la composición de la obra guarda estrecha relación con una partitura, en el Doctor Fausto, historia de la vida de un compositor alemán que pacta con el Diablo, se reanuda la discusión iniciada en Los Buddenbrook respecto al sentido de este arte y, de hecho, es a través de la música que se enjuicia el papel que desempeña la creación en la sociedad contemporánea. El tejido de ideas a que se refiere Mann en el texto arriba citado, acaba coincidiendo con la estructura y es a la vez materia de reflexión. Adrián Leverkühn es el filósofo Nietzsche y también el creador de la música dodecafónica, Arnold Schöenberg.
En la Novela de una novela, diario en donde se explica la gestación del Doctor Fausto, Mann subraya este hecho:
Era extraño comprobar hasta qué punto me preocupaba el aspecto técnico de la música cuyo dominio… era una de las premisas de la obra… Me daba cuenta de que para llevar a cabo esto necesitaba la ayuda de un consejero, de un instructor experto en la materia, que estuviera al corriente de mis intenciones y que fuera capaz de imaginar conmigo mi obra literaria; y estaba tanto más dispuesto a aceptar tal ayuda por cuanto la música, hasta el punto en que la novela la trata, era solamente el primer plano, solamente la representación de un mundo más universal, solamente un medio para expresar la situación del arte en general, de la cultura y hasta del hombre, del espíritu mismo de nuestra época profundamente crítica. ¿Una novela de la música? Sí, pero entendida como novela de la cultura y de la época, de manera que aceptar sin escrúpulos una ayuda para lograr la exacta realización del medio y del primer plano me parecía la cosa más natural del mundo.
Esta ayuda la encontró Mann en Theodor Adorno, uno de los filósofos de la escuela de Frankfurt, al que también pertenecían Marcuse y Horkheimer. Con Adorno resolvió el lenguaje técnico y los problemas fundamentales que estas especulaciones sobre la música le planteaban, pero en realidad continuaba desarrollando cada vez más con mayor complejidad y profundidad aquellas ideas obsesivas que fueron marcando sus obras, escalonadas en el tiempo en continua sucesión de problemáticas.
Las largas conferencias con que Wendel Kretzchmar matizaba sus conciertos en la medieval ciudad de Keisersachem para beneficio sobre todo del futuro compositor y nuevo Doctor Fausto, Adrián Leverkühn, ya están esbozadas en su sentido general en las discusiones sostenidas por Gerda Buddenbrook con el viejo organista Pfühl, acompañante de la señora aristocrática y maestro de Hanno, su delicado hijo. La vieja preocupación de Mann sobre la historia de la música como historia de la cultura y la profunda influencia que vivió en su juventud al contacto con la controvertida figura de Richard Wagner convergen en el Doctor Fausto y se definen totalmente al influjo de las conversaciones con Adorno.
La constante y enojosa polémica que el viejo Pfühl mantiene con Gerda respecto a la supremacía de la música polifónica frente a la armonía es retomada por Kretzchmar en sus discusiones sobre Beethoven y más tarde será la base de la conceptualización que le permite a Adrián descubrir el sistema dodecafónico.
La exposición de la música dodecafónica y la crítica de ella desarrolladas en un diálogo como en el capítulo II del Fausto, agrega Mann, en el mismo libro de La Novela de la Novela, se basan por entero en los análisis de Adorno, así como se basan también en ella ciertas observaciones sobre el lenguaje musical del Beethoven tardío, que se leen -en las primeras partes del libro, expuestas por Kretzchmar, sobre la fantástica relación que la muerte establece entre el genio y la convención. También esos pensamientos del manuscrito de Adorno -texto de este filósofo sobre la música dodecafónica y Schöenberg- se me presentaban «extrañamente» familiares y respecto de la -¿qué palabra elegiré?- tranquilidad de conciencia con que los puse variándolos, en boca de mi balbuciente personaje, sólo tengo que decir lo siguiente: después de una larga actividad espiritual acontece frecuentemente que cosas sembradas por otras manos y puestas en otras relaciones, nos hacen acordar de nosotros mismos y de las cosas nuestras. Ciertas ideas sobre la muerte y la forma, sobre el yo y sobre el mundo objetivo, bien podían pasar por recuerdos de sí mismo al autor de una novelita veneciana que se remontaba a treinta y cinco años atrás. Podían mantener su lugar en el escrito filosófico de uno más joven y al mismo tiempo ejercer su función en mi pintura de un alma y de una época. A los ojos de un artista, un pensamiento en cuanto tal no tendrá nunca un gran valor de propiedad. Al artista le importaba que este pensamiento pudiera funcionar en el engranaje espiritual de la obra.
En Los Buddenbrook la música es el elemento vergonzoso, estigma de rareza que cae sobre la distante mujer del cónsul Buddenbrook y el refugio donde se evade el joven Hanno. Su última conversación con la vida antes de precipitarse en la enfermedad que se la quitará es un diálogo apasionado con el piano y la voz misteriosa con quien conversa acaba volviéndose el llamado de la voz «inconfundible que lo llama imperiosa y segura» hacia la muerte.
En La Muerte en Venecia, la novelita veneciana a la que alude con modestia sospechosa, Mann en el párrafo citado largamente antes, hace coincidir la belleza con la enfermedad y con la muerte. La belleza revelada en la forma abandona su carácter arquetípico en el Doctor Fausto y se vuelve parodia, ironía y también tragedia, la tragedia de la frialdad, la del desamor. El ciclo empezado en la desamorada Gerda y el desvalido Hanno concluye en la glacial incapacidad de Adrián para vivir el amor y en la muerte del niño Eco, símbolo de la belleza sensible como Tadzio.
La belleza como concepto ya no es aplicada a la obra de arte sino a la apariencia. Tadzio es definitivamente para Aschenbach la belleza encarnada, esa manifestación terrestre de lo divino, es jacinto amado por los dioses, es el inicio del mundo en su primitiva y sensual representación. En el Doctor Fausto lo bello es asociado primero con ciertas manifestaciones biológicas o con experimentos físico químicos que el padre de Adrián, Jonathan Leverkühn, gusta de explicar y de representar ante un auditorio compuesto de su familia y algunos amigos.
Con su índice, Jonathan llamaba nuestra atención sobre las maravillas y las excentricidades allí reproducidas: mariposas y morfos de los trópicos, decorados con todos los colores de la paleta y modelados con el más exquisito gusto como por mano de artífice -insectos de fantástica, inenarrable belleza, depositarios de una vida efímera, algunos de ellos considerados por los indígenas como espíritus malignos, portadores de la fiebre.
Estos insectos hechos como por mano de artífice, presentan una belleza engañosa, una apariencia de belleza, su color no es auténtico, es un reflejo óptico. Su belleza está hecha para no ser vista, existe de por sí, o en sí misma, es más, es apariencia. La creación del artista que revela una forma, esculpiéndola en el duro mármol de la palabra, Aschenbach o la revelación de una forma bella, reflejo de la divina bondad -Tadzio- desaparecen ante esta inexplicable belleza, producto de una alquimia diabólica y engañosa, alquimia que favorece su invisibilidad y utiliza esas formas naturales (inenarrablemente bellas) como protección, en esforzado mimetismo para disfrazarse y desafiar el peligro, pero también para suscitarlo.
Esta «vanidad de lo visible», como la bautiza Mann, confiere a la belleza un sentido medieval que se asocia con la brujería y la magia. «Los contactos son aquí múltiples y complejos -continúa el novelista- veneno y hermosura, hermosura y magia, magia y liturgia». Las formas naturales de la creación parecen ser manifestaciones absolutamente desligadas de la obra de arte dentro del contexto mismo de la novela dedicada al nuevo Fausto, pero como en una obra sinfónica su breve trazo melódico reaparecerá con fuerza incontestable más tarde y como símbolo esencial para la comprensión de la novela.
El dilema actual del artista estriba en el carácter ficticio de la obra de arte burguesa y específicamente en el hecho de que, como afirma Serenus Zeitblom, biógrafo y alter ego de Adrián, en una obra de arte hay mucho de aparente.
Puede irse más lejos y decir que la obra como tal, es sólo apariencia. Tiene la ambición de hacer creer que no ha sido hecha, sino que ha nacido como Palas Atenea nació y surgió, resplandeciente y armada de sus cinceladas armas, de la cabeza de Júpiter. Pero es pura ficción, meras ganas de aparentar. Nunca se ha producido así una obra, el medio ha sido siempre el trabajo, el trabajo artístico, con la apariencia como finalidad.
Y así, esbozando el tema, queda incompleto. Pues si la obra es apariencia semejante a la belleza de esas manifestaciones animadas o inertes que la naturaleza crea de por sí, esa apariencia pretende ofrecerse a la vista o a la mirada mediante un juego mágico que la conecta con la brujería y la alquimia. La música de Adrián quiere dejar de ser apariencia y juego y «aspira a ser conocimiento y comprensión», pero como en la ciencia, ese conocimiento y esa comprensión ofrecen una doble cara. «Una vuela hacia el pasado y hacia el futuro. Son a la vez regresivas y progresivas. Reflejan la ambigüedad misma de la existencia».
La belleza ya no es absoluta, es ambigua y en ella se integran la razón y la magia, y las variadas especies naturales que el padre de Adrián describe provocan un interés científico y una inclinación primitiva a la brujería.
La música es también ese doble producto: en los elementos matemáticos de que se vale resuena el eco de las viejas esoterias y las numerosas combinaciones pitagóricas. En el cerebro de Adrián Leverkühn se aloja el ángel de la ponzoña, la microscópica espiroqueta que lo precipitará en la locura, pero la contaminación le ha llegado a través de su contacto con la prostituta llamada Esmeralda cuyo nombre se había aplicado antes, en las conversaciones científicas con su padre, a una mariposa de bellos y engañosos colores, la hetaira Esmeralda, y de la combinación de sus letras transferida matemáticamente a las notas Adrián deriva el leitmotif de todas sus obras, obras que a su vez serán producidas bajo la contaminación del pacto con el Diablo.
El Arte: libertad y determinación
En La Novela de una Novela, Mann advierte el peso de la tradición, que marca con sus convenciones a todos los artistas: «En cierto modo, aquello correspondía a mi tendencia cada vez más fuerte, que, como he descubierto, no era solo mía, de considerar toda la vida como producto de la cultura y en forma de clisés míticos y de preferir las citas a las invenciones “independientes”».
El trabajo concienzudo que el novelista alemán efectúa para reconstruir una obra lo inserta obligatoriamente en esa tradición mencionada y lo obliga a reconocer que en arte no existe la libertad porque «Únicamente es libre lo indiferente. Lo característico no lo es nunca».
Esta aseveración parece confirmarse continuamente a lo largo de Doctor Fausto, donde las disquisiciones sobre el arte reflejan una intrincada red de problemas que pueden descifrarse sólo si se estudia cuidadosamente la tradición. El pacto al que el diablo somete a Adrián es fundamentalmente la amenaza de la esterilidad.
Toma, por ejemplo, le dice el Diablo a Adrián en los apuntes del diario secreto de este, Toma por ejemplo lo que llamáis la “idea original”, esa categoría que sólo existe desde hace cien o doscientos años (una novedad), como el derecho de propiedad musical y otras zarandajas. La idea original, es decir, tres o cuatro compases, ¿no es así? Todo lo demás es elaboración, adiposidad. ¿Crees que me equivoco? Se da el caso de que somos gente versada en la literatura musical, nos damos cuenta de que la idea original no es nueva, que recuerda con demasiada insistencia algo ya oído de Rimsky-Korsakof o de Brahms. ¿Qué hacer? Hay que modificarla. Pero una vez modificada, ¿sigue siendo una idea original? Toma los cuadernos de apuntes de Beethoven, no queda allí intacto, tal como Dios lo dio, ningún tema original.
Lo original no existe, el artista está atado a la tradición y su obra lo demuestra específicamente. Es evidente que la gestación del largo proceso que le permitió a Mann llegar a reelaborar el mito fáustico, ese clisé de la historia europea, exige ese aprovechamiento profundo de la tradición y a la vez un rechazo a la improvisación que pueda parecer original.
En esa cita, Mann reitera uno de los conceptos básicos de su arte, en un momento en que la tradición humanística alemana se conmociona visiblemente ante el impacto del hitlerismo. Además, al tiempo que rechaza con desprecio la violenta reacción de Arnold Schöenberg al identificarse con Adrián Leverkühn y exigir que todas las ediciones de Fausto adviertan que el sistema inventado por éste es de su propiedad, realza el carácter humanista de su propia obra.
Es más, al declarar que toda obra de arte pertenece a la tradición y que se rige por convenciones rechaza algunos postulados de la vanguardia, que como en el caso del futurismo fue un antecedente del fascismo. El irracionalismo violento y el rechazo a toda tradición y a la cultura europea parecieron desembocar en algunos casos, en la barbarie apocalíptica que el mundo nazi provocó. El artista, por serlo, es hermano del criminal y del loco, asegura de nuevo el Diablo y Adrián terminará loco, atacado en el sistema nervioso central por la espiroqueta pálida, producto de esa hermosa hetaira Esmeralda de colores, engañosos y mimetismos diabólicos y amorfos. Será también la que ataque a Nietzsche, modelo en parte de Adrián y también de Hitler. El artista, ese desafortunado, sólo se salva de lo apocalíptico si se aferra a la tradición y se inserta en la convención, religiosamente.
Y en la ya tan citada Novela de una novela, dice Mann, refiriéndose a uno de los personajes del Fausto, Rüdiger Schildknapp, a quien retrata del natural y hasta conservándole el nombre:
Además, Europa, Alemania, y lo que vivía en ella o lo que ya no vivía en ella, estaban demasiado alejados, sumergidos y convertidos en sueño y pasado, estaban sumergidos y perdidos por su propia voluntad, y así también lo estaba la figura del amigo que hacía surgir con rasgos aparentemente precisos pero también con muchas omisiones; y, otra cosa, aún me hallaba yo demasiado sometido a la fascinación de una obra que, confesión y sacrificio de arriba abajo, no admite reparos, y que presentándose como obra de arte se sale al propio tiempo de la esfera del arte y es realidad.
La fascinación que Mann siempre ha tenido por el mundo apocalíptico, por lo desaforado, se redime en esa reducción de lo demoníaco a lo real. Mejor aún, ese trasfondo alemán -ya producto del pasado y que se aparece como un sueño desvaído- es rescatado en la obra que ofrece su tejido de realidad para darle el contrapeso necesario a lo desaforado que termina en lo apocalíptico.
Y curiosamente, más que Wagner, a quien siempre admiró y que representa vivamente al genio desmelenado y prepotente a quien Mann teme, es Beethoven el que mayor repulsión le causa, pero también mayor admiración: no se contenta sólo con dedicarle los momentos más significativos de las conferencias de Wendel Kretzchmar, tartamudo ideólogo de la música y de la tradición de El Fausto, y portavoz de algunas de las ideas más obsesivas del novelista alemán, sino que constantemente hace alusiones a él en sus diarios y libros autobiográficos.
En una ocasión en que el Musical Quarterly de los Estados Unidos, envía como prueba de agradecimiento por una conferencia que Mann pronuncia, la reproducción facsimilar de cartas de Beethoven, exclama con disgusto:
Estudié largamente aquellos trozos retorcidos y atormentados, aquella ortografía desesperada, aquel desorden, aquella desarticulación semisalvaje… y en mi corazón no pude encontrar “amor”. También esta vez compartí esa aversión que Goethe había sentido por aquel “hombre desenfrenado”, también esta vez me puse a reflexionar sobre la relación entre música y espíritu, entre música y moral, entre música y humanidad. ¿No será que el genio musical nada tiene que ver, en última instancia, con la humanidad, y con el mejoramiento de la sociedad?.
Apoyándose en Goethe, que lo defiende de lo desaforado y con quien siempre trata de identificarse, asimilándose a su clasicismo, mira a Beethoven protegiéndose y protegiendo al músico sordo del desafuero al anclarlo a la tradición. Antes ya ha cancelado el desvarío musical de Hanno Buddenbrook, de sus personajes el más querido, junto con Adrián, por propia confesión, haciéndolo morir para no seguir ese camino musical emponzoñado que puede alejarlo de la moral.
Adrián entra en la música conducido por Wendel Kretzchmar, un profesor tartamudo, y, en la locura pasa por el lupanar guiado por un cochero, imagen paródica del teólogo Schleppfuss (el que arrastra un pie) que dialoga furibundo con el diablo. Así la música, se vuelve paradigma del arte, pero también la más sospechosa de las artes, la más equívoca y ambigua, la que más distancia al hombre de su propio humanismo si no se inserta en el concierto general de la cultura. El temor a lo demoníaco, a lo desenfrenado, a lo apocalíptico que Mann reconoce en él y que ha llevado al pueblo alemán a la catástrofe de donde saldrá irredento, es depositado en el archivo expiatorio de un arte que siempre fue su preferido.
El exorcismo surge de la tradición que catárticamente redime al propio Beethoven, y quizás hasta Adrián:
En realidad Beethoven fue a mediados de su vida -asevera, el profesor Kretzchmar, doble de Mann-, mucho más subjetivo, por no decir, mucho más “personal” en sus últimos años. Su preocupación de sacrificar a la expresión musical, de dejar absorber por ella. lo mucho que la música tiene de convencional, de formalista, de retórico, era más patente. A despecho de la originalidad, por no decir monstruosidad, de su lenguaje formal, la relación de Beethoven con lo convencional aparece en las últimas obras de su vida, por ejemplo, en las últimas sonatas para piano, como mucho más aflojada, más vigilante. En esas obras tardías, lo convencional, exento de modificaciones subjetivas, aparece muchas veces con toda desnudez, o si se quiere descarnado, desprovisto de individualidad, y su majestuosidad es más impresionante que la de cualquier atrevimiento personal. En esas obras, decía el orador, se establece entre lo subjetivo y lo convencional una nueva relación cuyo origen hay que buscarlo en la muerte. Del encuentro de la grandeza y de la muerte, añadía, hace una objetividad hasta cierto punto convencional, cuya soberana belleza supera a la del más desenfrenado subjetivismo porque en ella lo exclusivamente personal, el dominio de una tradición llevada a su más alta cumbre, supera a su vez y, en plena grandeza espiritual, accede a lo mítico y colectivo.
Lo convencional se redime así de la connotación de vulgar y ordinario, que podría atribuírsele, al volverse sinónimo de colectivo, pero sobre todo de mítico. El peso de la tradición, la asimilación de valores que se han ido gestando colectivamente se vuelve simbólico y se expresa en la voz decantada del músico que la recoge y se desvanece -en su contexto a través de sus últimas obras. La vieja discusión iniciada desde la sala de música de Gerda Buddenbrook continúa y los moldes musicales que la tradición de este arte ha moldeado siguen debatiéndose:
Una noche en casa de Adorno, refiere Mann en Novela de la novela, me encontré con Hans Eisler, con el cual conversé de muchas cosas inherentes a mi “interés principal” y para mí estimulantes: sobre la inferioridad de la música homófona frente al contrapunto, sobre Bach, el “armónico”, como lo había definido Goethe, sobre la polifonía de Beethoven que no era natural y que era peor que la de Mozart.
Y esta idea fija que hace del contrapunto y la fuga los momentos supremos de la historia de la música, fija nostálgicamente a Mann en una tradición humanista en la que la voz, atributo supremo de lo humano, se incorpora a ese arte que puede ser símbolo de la teología por su inmaterialidad manifiesta sólo en el tiempo, o de lo demoníaco por la ponzoña de su desafuero.
Beethoven es, junto con Adrián, el compositor que prefiere los oratorios y las lieder tan cercanas a la voz humana, el símbolo de ese artista a quien la pasión ha consumido pero que a diferencia de Gustav Aschenbach, esculpido en el esfuerzo cotidiano de una disciplina vital y perdido ante la contemplación de lo bello, se redime por la grandeza que la convención de una tradición le ha otorgado, pues en ella se incorpora a lo humano, en su expresión más profunda y perdurable, el trasfondo colectivo y mítico que es la Belleza suprema, única accesible en esta tierra.
Oigan las cadenas de trinos, los arabescos y las cadencias, exclama exaltado el mismo profesor tartamudo al hablar de la última sonata de Beethoven, la Opus III (sonata escrita cuando el músico ya no oye). No se trata de eliminar del lenguaje la retórica, sino de eliminar de la retórica la apariencia de su dominio subjetivo. Se abandonan las apariencias del arte.
Al fusionarse arte y realidad, lo demoníaco -característica suprema de ese arte musical cercenado de las demás manifestaciones de la cultura- ha sido exorcisado y Mann, en acto de contrición suprema, logra exorcisarse también al contribuir con su portentosa obra a la continuación de esa tradición humanista que alcanza la grandeza profundizando en lo convencional.
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Tomado de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
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