Roberto Méndez prefiere una cuartilla escrita con mediana calidad que la página perfecta que nunca se escribió. Gusta de trabajar en la mañana, después del desayuno, y está convencido de que lo mejor de una jornada se logra antes del mediodía. Puede avanzar en varios proyectos al mismo tiempo y escribe con suma rapidez, siempre en un ordenador, salvo la poesía que, a veces, hace a mano. Revisa, sin embargo, con lentitud y no es extraño que le resulte difícil dar por terminado un libro. Desde la aparición del primero de ellos —el poemario Carta de relación, 1988—, este escritor nacido en Camagüey, en 1958, sorprende por lo extenso y variado de su obra. Casi medio centenar de títulos dan fe de una vocación que ha resistido contrariedades, incomprensiones, censuras, conjuras del mundillo literario y miserias económicas y humanas. Una obra que le ha valido dentro y fuera de Cuba numerosos galardones, algunos de ellos tan preciados como el premio Alejo Carpentier de ensayo, en dos ocasiones, el Premio Alejo Carpentier de Novela, y el Nicolás Guillén de Poesía, sin contar los reiterados premios anuales de la crítica cubana que han distinguido sus libros. Aun así, no se considera un escritor famoso, sino raro, dueño de una obra que plantea a sus lectores ciertos desafíos por la densidad de sus referentes culturales.
Afirma que si hoy es lo más parecido posible a un escritor profesional, se lo debe a su esposa, que crea las condiciones necesarias para que él pueda vivir en lo que él llama su «burbuja» y sirve de rompeolas contra los que insisten en importunarlo. Su erudición es pasmosa. Ocupa el sillón D en la Academia Cubana de la Lengua, cuya dirección desempeñó por breve tiempo, y su participación ha sido sistemática en los homenajes que dicha organización ha dispensado a grandes escritores cubanos. Un ensayo suyo se incluyó en Martí en su universo; una antología, edición conmemorativa de la Real Academia Española dedicada al Apóstol de nuestra independencia, y que incluyó asimismo estudios de Roberto Fernández Retamar y Guillermo Díaz Plaja. En el Consejo Pontificio para la Cultura, del que fue consultor durante diez años, solicitó y obtuvo el derecho a intervenir en español, aun en tiempos en que Francisco no había llegado al solio pontificio y esa lengua no pertenecía a las oficiales en los eventos. Así, más de una vez habló en ese órgano de la curia romana sobre Cuba y de algunos de sus más importantes creadores y vivió en grande toda una experiencia cultural, incluida en ella la suntuosa cocina romana, vivencias que llevó a su libro Diario de la epidemia.
Más que un escritor católico, definición que a su juicio tiende a ser reductiva, Roberto Méndez se considera un católico que tiene el oficio de escritor, una fe, dice, que ilumina cuanto escribe.
¿Cómo y cuándo comenzó a escribir?
Comencé con la escritura muy temprano, quizá como una consecuencia de la lectura, por imitación. Escribí relatos y textos de líneas más o menos cortas que llamaba poemas. Allí mezclé pasiones infantiles como la prosa perfumada de Platero y yo, la mitología griega y la fantasía histórica de Los tres mosqueteros. En algún momento sentí la necesidad de pasar de la imitación, del regodeo en lo leído, a decir lo mío. Fue un proceso largo y fatigoso que me llevó muchos esfuerzos en mi adolescencia y buena parte de mi juventud. Hasta que no pude concebir la vida sin escritura.
Poeta, ensayista, narrador… ¿En cuál de esas facetas se siente más cómodo?
Desde los años universitarios, aunque había comenzado a hacer periodismo cultural —en Caimán Barbudo, Alma Mater, Trabajadores— defendía mi condición exclusiva de poeta. Más cerca de la madurez, comencé a escribir ensayos breves, antes de atreverme con mi primera novela: Variaciones de Jeremías Sullivan, escrita en 1988 pero que demoró una década en publicarse entre otras cosas porque ni siquiera los editores creyeron que era una novela. Después he publicado investigaciones históricas, alguna biografía, críticas de artes plásticas, ensayos sobre literatura, breves o extensos, varias novelas, pero sigo considerándome esencialmente un poeta.
¿Qué vasos comunicantes hay entre ellas?
Lo de la frontera entre los géneros literarios es una falacia teórica. En mi caso lo mismo el comentario sobre una exposición, una narración histórica o un ensayo sobre otro escritor están marcados por la mirada del poeta. La forma elegida es solo un vehículo de expresión, lo que pongo en ella es la totalidad de mi ser. Y todavía más, hay labores del historiador que me conducen a la narrativa o tareas del crítico que desembocan en un poema. Toda mi escritura está interconectada por venas visibles o secretas.
Desde Carta de relación hasta hoy, ¿cómo ha evolucionado su obra?
La mayoría de los poemas que componen Carta de relación se escribieron mientras estudiaba Sociología en la Universidad de La Habana en los años finales de la década del 70 y estaba becado en F y 3ra. Fueron años de formación decisivos: iba a conciertos, a funciones de ballet, a los museos y leía lo mismo a Lezama que a Borges o a Oscar Wilde. Los poemas allí incluidos nacieron sueltos, sin una noción de conjunto, por eso el libro, que se comenzó a formar a inicios de los 80 y tuvo diversas versiones —una de las cuales obtuvo una mención el Premio David— nunca tuvo la apariencia de un libro bien estructurado, sino una especie de antología personal de lo escrito durante muchos años, donde procuraba tocar diversos registros, desde la evocación de la infancia hasta mis melancolías juveniles y daba un peso importante a mi reinterpretación de la historia, allí estaba Miguel Cuneo, un aventurero italiano que aparece en uno de los diarios de Colón, Hernando de Soto jugando al ajedrez con Atahualpa y otros. Hoy lo veo como un libro iniciático, de aprendizaje, donde yo procuraba desmarcarme del conversacionalismo y del prosaísmo rampante de la poesía de aquellos años y buscar, a la vez, sensibilidad y altura estética. Encontrar la unidad entre saber y poesía. En ese libro fueron definiéndose algunas de mis preocupaciones y obsesiones hasta la actualidad. Pero ya lo contemplo hoy como muy lejano y lleno de exageraciones juveniles.
Con los años mi poesía se ha hecho más libre, más personal, culta sí, pero no tan deliberadamente «literaria». Si en los años 80 algún crítico quiso ver en mi escritura una especie de actitud casaliana, mis libros del siglo presente: Viendo acabado tanto reino fuerte, El Rostro, Cuaderno de Aliosha, Epístola para una sombra y más recientemente Diario de la epidemia se regodean menos en el lenguaje, procuran calar en la realidad a través de la reflexión filosófica y asumen el mensaje cristiano desde mi vivencia personal.
¿Cuánto hay de autobiográfico en sus libros?
Creo que un autor —lo desee o no— cuenta su vida a través de sus libros. La diferencia está en qué modos asume para hacerlo. En mi caso no acudo a la elaboración de memorias personales, sino a vías más sinuosas. Por ejemplo, quien quiera conocer mis nexos con Camagüey, mi tierra natal, deberá buscarlos a través de libros como las Leyendas y tradiciones del Camagüey, los ensayos breves de Imagen fragmentada de la Ciudad, la biografía Amalia Simoni, una vida oculta o la novela Callejón del infierno. Yo vivo a través de mis personajes, siempre hay algo de mí en Ana Josefa Agüero y en Miguel Adolfo Bello, así como en Anna o Lolina de El fuego de Ruán llueve sobre La Habana y en Ritual del necio soy a la vez Andrés, el músico y el mitológico Perceval. En mi poesía tengo muchas voces distintas. Si alguien quisiera escribir una biografía de mi persona podría encontrar muchísimas pistas en mi escritura, pero los datos exactos, las anécdotas, tendría que investigarlos en otra parte.
Sus novelas, por lo general, parten de situaciones y personajes reales, ¿por qué?
Me interesa la historia como punto de partida para mi obra. Pero no la «gran historia», la de los grandes sucesos, los grandes héroes y los grandes villanos. Sino la pequeña, esa formada por aquellos que no eligen pero son afectados por los cataclismos de su época. Por eso encuentro mis asuntos en hechos o leyendas de historias locales, documentos legales, fotografías, cartas y, sobre todo, en los silencios, las ausencias, las lagunas que dejan los historiadores. Allí la ficción novelesca tiende a completar las cosas. Yo cuento lo que la historia no contó o se empeñó en olvidar. Pongo mucho de mi cosecha, pero, para mi propia sorpresa, el resultado es más que verosímil. En El fuego de Ruán… la protagonista tiene como referente a la bailarina y profesora rusa Anna Leontieva, cuya obra y trayectoria vital conocía pero con quien solo hablé un par de veces por teléfono. Cambié su apellido, inventé la descripción de su casa y de su academia y varios sucesos de su vida. Cuando se publicó me escribió una antigua discípula de Leontieva para decirme que yo la había descrito con exactitud, que ella era exactamente así y que sus clases eran justamente como yo las describía.
¿Cómo concibe a sus personajes?
Mis personajes surgen de forma misteriosa, por ejemplo, Ana Josefa Agüero, la protagonista de Callejón del infierno, apareció ante mis ojos en mi infancia temprana, en un libro llamado El Camagüey legendario, donde referían la historia de su secuestro y asesinato en la ciudad principeña durante la guerra de 1868. Me impresionó tanto que, a lo largo de los años, procuré averiguar cualquier dato que me ayudara a esclarecer ese extraño crimen. Pero solo décadas después, hacia 2002, me decidí a investigar en serio y buscar en archivos, confrontar documentos, hasta que pude conformar la novela.
A veces tengo la sensación de que ellos me eligen. Se me aparecen en algún sitio, envueltos en brumas, en imprecisiones y yo solo los ayudo a manifestarse, a expresarse, los saco de una especie de purgatorio y los doto de carne y sangre.
¿Cuál de ellos es el preferido?
Los personajes son como los hijos. Uno nunca dice cuál es el preferido. Todos tienen algo de mí: Ana Josefa, Adolfo Bello, la bailarina Anna, el heterodoxo Tristán Medina y hasta el simbólico Perceval de Ritual del necio. Creo que si algún mérito tienen no es ser perfectos, sino que están vivos, se han independizado de mí, tienen una vida aparte y yo los veo ir por el mundo, con sus éxitos y fracasos.
Hablemos de uno de ellos, Bello, el fotógrafo: aparece en su Leyendas y tradiciones del Camagüey y reaparece en Callejón del infierno. Es, en esa novela, un personaje secundario que cobra vida y salta a primer plano. ¿Lo hizo en contra de la voluntad del autor?
Fue un personaje singular que apareció ante mi vista cuando investigaba sobre la cultura en Puerto Príncipe hacia 186… En esos años él estaba en todas partes: era pintor, fotógrafo, actor, cantante lírico aficionado, organizador de comparsas y carrozas de la fiesta de San Juan y posiblemente conspirador independentista. Un día desapareció misteriosamente, no se sabe si los españoles lo fusilaron en el monte, si huyó al extranjero, hasta hoy es un enigma. Lo introduje en Callejón del infierno para que me ayudara a «mover» la acción. Supuestamente era secundario, pero, con su versatilidad, fue reclamando espacio, se implicó en la acción principal y atrajo buena parte de la atención hacia sí. No creo que eso sea un defecto, sino una manera de balancear el relato: él con su estilo de comedia y folletín romántico suaviza un poco el drama sangriento en que se enredan Ana Josefa, Esteban, Pablo Recio, Ampudia y le aporta magia y poesía al ambiente.
Hace años, Julio Cortázar me habló en una entrevista de un personaje suyo, creo que de Libro de Manuel. Me dijo que se le había impuesto en el proceso de la escritura, que en determinado momento comenzó a actuar un poco por su cuenta y a hacer cosas no previstas por el novelista. Mario Benedetti, en cambio, me dijo que eso era totalmente imposible, que un personaje no podía comportarse de manera ajena a los designios de su creador. ¿Cuál es su opinión al respecto?
Hay escritores que consideran que ellos deben ser los amos absolutos de sus personajes y no los dejan apartarse un ápice de lo que concibieron. No los censuro, pero el riesgo es crear tipos muy planos o sencillamente marionetas movidas por hilos demasiado visibles. Yo los concibo de una manera, puedo hasta escribir caracterizaciones previas de ellos, pero cuando estoy ya en el proceso de escritura les concedo determinada autonomía, algunos son muy dóciles y se atienen a lo previsto, otros reclaman espacio, tienen ocurrencias y yo voy aprendiendo cosas de ellos, tolerando ciertas salidas de tono, siempre que no pongan en peligro el plan general. Generalmente esos personajes independientes y rebeldes son los más vitales. Autores como Marcel Proust, Tolstoi y Dostoievski tuvieron experiencias parecidas. Estoy mucho más cerca de Cortázar que de Benedetti en ese asunto. Además, si en la escritura de una novela no hay sorpresas, hallazgos, mutaciones, si todo es frío, programado, pesado en una balanza, existe el riesgo de que el producto final no sea un diamante sino un perfecto trozo de hielo.
Y ya que mencionamos Leyendas y tradiciones… ¿cómo valora ese libro desde hoy?
Creo que es un libro que yo estaba predestinado a escribir. En mi infancia fui un atento oyente y lector de las leyendas y tradiciones de esa ciudad de tierra adentro, un poco conservadora y muy fantasiosa, quizá porque es preciso tener imaginación para ahuyentar el calor y el tedio. Por unos años estuve vinculado con el historiador Gustavo Sed y la museóloga Ana María Pérez para investigar la cultura local y descubrí cómo muchas leyendas tenían fundamentos, visos de realidad demostrables, sin perder el brillo de la ficción. Como los relatos variaban, se llenaban de imprecisiones o de adiciones contradictorias yo quise contarlas a mi manera y me encerré por unos pocos meses a escribir ese libro. En él hice a la vez de narrador e historiador. En el cuerpo del texto está la leyenda tal y como yo la concibo, y hay notas al pie que hacen precisiones de época, lugar, nombres, así como observaciones a la luz de la crítica histórica o variantes conocidas de esa historia. Fue pensado para que el lector común las leyera como quien lee un cuento y solo los aficionados a la historia se ocuparan de las notas. Cuando trabajé la primera edición con la editorial Ácana exigí que no se clasificara como un libro de investigación histórica sino de narrativa.
Es un texto que me ha dado muchas satisfacciones. La primera edición y las sucesivas reediciones se agotaron casi al momento. Además yo fui revisando la escritura y hasta añadiendo relatos, hasta la última edición, la de 2014, presentada en saludo a los 500 años de la fundación de Puerto Príncipe, que considero la definitiva. He firmado ejemplares destinados a las más diversas latitudes, con frecuencia recibo mensajes de personas que lo conocen o me envían una foto de su ejemplar para que yo sepa que lo poseen. En Cuba y fuera de ella han reproducido textos tomados de allí o han plagiado fragmentos como si fueran textos de dominio público. Eso demuestra que el libro camina solo y que no fue una pérdida de tiempo escribirlo.
(Continuará)
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