«La mayor diversión de escribir es descubrir».
TOM WOLFE
Thomas Kennerly Wolfe, fue uno de los padres del «nuevo periodismo», al intentar un híbrido entre lo literario y la no ficción. Para comprender a la cultura norteamericana de los últimos cincuenta años debemos conocerlo, pues colocó a este género en el primer peldaño, dejando atrás, como número dos, a la veterana novela.
Mientras el viejo periodismo expone los hechos de forma objetiva, el nuevo recrea la noticia con un largo aliento, con un espíritu narrativo, aplicando técnicas del cuento, la novela, la crónica, el artículo, creando escenas, introduciendo diálogos. Bajo esta mezcla el periodista recobra su voz central, dando enfoques diferentes mediante una investigación exhaustiva.
Supo, como nadie, llevar sobre sus hombros el peso de sentirse observado y ser observador, pues poseía una personalidad extremadamente tímida. Le costaba trabajo abordar a los extraños, se sentía siempre indeciso: lo que había escrito ayer, le parecía, que no era bueno hoy. En 1962 se buscó un disfraz, porque se dio cuenta que vestir era casi tan importante como lo que se escribe; era llevar su firma a cuestas: se llamaría Tom Wolfe.
Cuando se vestía «de sí mismo», con trajes hechos a la medida, blancos o crema, con el pañuelo asomado en el bolsillo del saco, el selecto chaleco que cubría las camisas de sedas de cuellos almidonados, corbata, zapatos de dos tonos, o blancos, sombrero fedora, y llevando, a veces, un paragua negro, su caminar se volvía lento, erguido y lo rodeaba siempre un aro místico. También hizo de su edad un secreto. En aquel momento se tornaba presuntuoso, excéntrico, autosuficiente, seguro. Muy pocos eran capaces de negarle una información. «Nunca te das cuenta de cuánto de tu pasado está cosido en el forro de tu ropa», escribió Tom Wolfe en la novela que lo catapultara a la cima: La hoguera de las vanidades.
Con un fino oído, ambición y talento para la polémica, Wolfe llamó la atención enseguida. De una manera coloquial era sarcástico y enérgico. Alimentándose de la calle hizo creativo el lenguaje, adornándolo de onomatopeyas y de una puntuación extravagante.
Según Wolfe: «el estatuto de un individuo en la sociedad, su pertenencia a una clase social y cultural, determinan quién es, la manera en que piensa y se comporta, mucho más que su psicología personal y su historia íntima». Esta filosofía la obtuvo del sociólogo alemán Max Weber, con la cual permeó sus ensayos y novelas.
Tom Wolfe nació el 2 de marzo de 1930 en Richmond, Virginia, en una familia rica de propietarios de plantaciones. Su madre, Helen Perkins Hughes Wolfe, paisajista de jardines, lo instruyó en las artes y era su compañera de lecturas. El padre, Thomas Kennerly Wolfe Sr, editaba una revista agrícola. El niño Wolfe solía mirar las letras brillantes de la impresión llegándole así el bichito obstinado del escritor. Con apenas nueve años intentó escribir, y fueron proyectos pretenciosos pues siempre quiso alcanzar la fama.
Nunca deseó ser periodista porque no lo veía como el arribo hacia la gloria. Al graduarse en la Universidad de Yale no le quedaba otro camino que de ser profesor o escribir en un periódico, así que optó por la última.
Según dijo a la revista literaria Paris Review, mandó más de 100 solicitudes de trabajo a periódicos pero solo le respondieron tres. Dos fueron de negativa, solo una, la del Springfield Union, de Massachussetts, lo contrató. En ese periódico de provincia estuvo escribiendo en la sección necrológica.
Vino a La Habana después del triunfo de la Revolución en 1960 como corresponsal del Washington Post. Cuba fue el trampolín para llegar a Nueva York en 1962, pues con la experiencia adquirida renuncia para ser periodista freelance. Empieza a trabajar para el Esquire, un periódico casi en ruinas. «Así nació el nuevo periodismo –dijo en una entrevista en 2013 a Eduardo Suárez‒, no hay nada mejor para un reportero que un periódico en crisis»; porque este, con tal de vender, lo dejó escribir de cualquier cosa, de cualquier manera, lo dejó libre para crear y así encontró su estilo.
Para hacer un buen reportero, dijo en la misma entrevista: «Uno siempre tiene que asumir que no sabe lo que pasa en ninguna parte. Me encanta que me sorprenda la realidad».
Controvertido, amado por muchos, odiado por otros, afirmó que le importaban poco las ideologías; sin embargo, fueron ellas el centro de sus escritos, aunque nunca buscó rebelarse contra su propio medio: la burguesía blanca y conservadora del sur de los Estados Unidos.
Mas siendo defensor de una ética basada en la veracidad y la integridad, no pudo dejar de explorar los temas de su tiempo: el sexo, la raza, el dinero, forjándose como el crítico y el radiólogo de la sociedad estadounidense urbana.
El New York Herald Tribune o The Rolling Stone, publicaron de él crónicas mordaces sobre la cultura pop, tratando temas aún subterráneos en el país, hoy grandes tendencias sociológicas: la droga, sobre todo la LSD, el mercado del arte, la generación hippie o el individualismo creciente de 1980, todo bajo una meticulosa investigación.
Para Elegidos para la gloria de 1979, su ensayo sobre los precursores de la conquista espacial, pasó nueve años explorando Estados Unidos. La hoguera de las vanidades (1987), es un cuadro de hipocresía, donde el dinero y la fama no pueden salvar al individuo acorralado en las acciones de la vida; todo recae en el protagonista, Sherman Mc Coy, un joven corredor de la bolsa de valores que atropella con su Mercedes Benz negro a un afroestadounidense en el Bronx.
Escribirla fue para él una deuda con la novela norteamericana, de la cual opinaba había perdido su eje huyéndole a la realidad social. «Durante ocho meses me senté cada día delante de mi máquina de escribir para empezar La hoguera de las vanidades, pero no ocurría nada. Entonces me quedó claro que solo lo conseguiría si me imponía un plazo de entrega».
Nada le quedó afuera, todo le sirvió como materia prima: puso al relieve el vacío del sistema universitario en 2004 con Soy Charlotte Simmons; dejó ver las tensiones raciales en el sur con Todo un hombre en 1998; en 2012 puso en la palestra la inmigración, enfrentándose a la élite miamense en Back to Blood, considerado más que ateo, agnóstico y en el 2016 confrontó las teorías de la evolución de Darwin y al lingüista Noam Chomsky en El reino del habla.
«Ningún blog cubre una ciudad o un país como lo hace un buen periódico. Muchos periodistas jóvenes no salen a la calle. Es algo que no me entra en la cabeza. ¿Cómo puede escribir alguien una línea sobre nada sin salir a la calle a preguntar? El mundo está lleno de cosas salvajes que contar. En parte porque hay mucho analfabeto con dinero. Pero contarlas requiere hablar con sus protagonistas. No basta con escribir de oídas» ‒sentenció en una entrevista‒, trascendiendo para la gloria.
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