La tradición de la lengua española tiene sus peculiaridades tal vez más ricas que las de las lenguas europeas modernas, debido a la amplia territorialidad intercontinental y las pluralidades nacionales que la conforman. «Iberoamérica» es como un resumen del mundo, en el que se dan cita lo europeo, lo africano, lo asiático y lo autóctono americano precolombino. Los iberoamericanos reconocemos una «hermandad», de ancestros socioculturales comunes, que nos familiariza mucho más que la relación que puede haber, por ejemplo, entre los pobladores de Francia, Haití, el Congo o la región canadiense francófona. Somos, además, un mundo plurilingüe en el que se habla español, portugués, catalán, gallego, vasco, aymará, quechua… y otras varias lenguas autóctonas ibéricas y americanas; en nuestros territorios no se desconoce el francés, el inglés, el italiano y hasta hay comunidades en América donde también tienen importancia como substrato el alemán y otros idiomas.
Ser un poeta que escribe en español, es formar parte de una tradición ya milenaria, acrecentada en los últimos quinientos años. Un poeta, más que original, puede ser singular, pues la originalidad depende de su tradición, la que inevitablemente asume como continuidad más que como ruptura. La poesía, por humana, no es como los metales que pueden alcanzar purezas absolutas en el «vacío» cósmico. Para ella no hay vacío, no hay «pureza» ni siquiera en los rangos en que ella se vuelva sobre sí misma o englobe un misticismo propio o religioso. No es una vocación angélica incontaminada, no es la mística prístina de la existencia, no es la piedra filosofal de la condición humana…
Y por ese camino —que se bifurca— podemos salir a un errabundo más que errático sendero de definiciones. Lo que se define, se suele esquematizar. Como ha dicho un inteligente pero por lo general poco citado poeta de la Generación del ’70, Julio Botas: «Pienso que la poesía se puede detectar, intuir, o sentir, pero en modo alguno, ser racionalizada o definida», lo cual va resultando común en el mundo de los estudios, análisis, evaluaciones críticas…
No es fácil que podamos hablar de la existencia de una «poesía iberoamericana» como unidad supranacional que identifique las convergencias idiomáticas de sus ámbitos, pero las poesías de tales medios geográficos están muy interrelacionadas por raíces preexistentes desde épocas de influencias mozárabes, galaico-portuguesas, provenzales…, hasta su palpitante ritmo actual que pasa por el complejo aporte de América; sus cimas (Machado o Neruda, Cernuda o Vallejo, Pessoa o Drummond…) no dejan de tener vínculos y a la par vinculan nuestra tradición al mundo.
Quizás a fuerza de complejidades y de vivas polémicas, valdría por ahora fijarnos en la lírica de los hispanohablantes, para referir las visibles confluencias que en el último siglo se ha producido con mayor claridad. También limitándonos a la Generación española del ’70, se hallará que los «venecianos» pueden encontrar antecedentes en el poeta cubano finisecular del xix Julián del Casal, a quien ellos «descubrieron» en su debido momento, posterior al inicio generacional. Afinidades tienen con el colombiano de igual época José Asunción Silva e incluso hay una confesada relación con el Rubén Darío que centró el modernismo americano, tras las muertes de Casal, Silva y José Martí.
Si bien no es el exotismo de los poetas modernistas, dados a buscar referencias idealizadas en lo chino, lo árabe o lo japonés (pero con marcada influencia francesa), aquello que los «venecianos» comparten con estos poetas, la aproximación mejor se encuentra en el gusto por el verso aristocrático, no poco elitista, que en Casal quiere ser incorruptible, con mayor interés en lo artificial que en lo natural, y con similar alejamiento de los temas de raíz política.
En cuanto a los poetas conceptuales y a los llamados sustantivos, tienen sobradas relaciones con la poesía hispanoamericana del siglo xx, pues no desconocen a Vallejo y a Neruda, entre muchísimas otras figuras como Octavio Paz y José Lezama Lima, también venerados por los «venecianos». Si estos últimos derivaron hacia una corriente metapoética y culturalista, de ellos son maestros Borges y Lezama. Es curioso que este último poeta cubano haya tenido tan amplia repercusión en otros sitios de hondas tradiciones líricas, como Chile, Argentina y México, mientras en Cuba fue el Maestro indiscutible del famoso grupo de la revista Orígenes, luego, otros poetas nacidos tras 1945 lo han seguido e incluso imitado en su propia Isla, pero también su presencia en la poesía española no es desdeñable.
Desde 1959 y hasta su muerte en 1998, residió en Madrid Gastón Baquero, poeta cubano que publicó en 1966 Memorial de un testigo, por lo general muy acogido por la Generación del ’70, debido a que su intelectivo mundo temático coincide con búsquedas culturalistas similares entre jóvenes españoles. En cuanto a la tendencia neorromántica de España, es evidente que tiene puntos en común con tal corriente homónima de la poesía de América, seguramente iniciada en Cuba con las obras no muy elevadas de Gustavo Sánchez Galarraga, Hilarión Cabrisas y Guillermo de Montagú, entre otros, en la década 1910-1920, pero que encontró su primera cima en los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda, quien editó ese influyente libro en 1924.
El neorromanticismo hispanoamericano tuvo diversas líneas, como la feminista, o mejor llamada sólo femenina por el hecho de ser cultivada por mujeres, como Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, entre otras; la vertiente sensorialista erótica estuvo también representada por un cubano: José Ángel Buesa, muy emotivo, en tanto que la intelectiva, a la que debe adscribirse buena parte de la obra de Luis Cernuda y de Emilio Ballagas, es la que más proximidades tiene con los poetas del ’70 español.
El neorromanticismo americano se desarrolló entre los años 1910 hasta 1960 aproximadamente, fue mucho más intenso que el que en España podría marcarse entre Salvador Rueda y Vicente Aleixandre. El propio Cernuda cultivó el suyo al calor de tendencias similares en México, a las que él seguramente influyó, pero de las que no es improbable que también se haya alimentado.
Puede decirse que el surgimiento (o resurgimiento) de poesías intelectivas (culturalistas, metapoéticas, conceptistas, barrocas o hermetistas) y de las vertientes emotivas (centralmente la neorromántica, con conexiones con la llamada «sustantiva», dadas a lo erótico y a lo metafísico en sus exploraciones del ser), son mucho más asuntos del idioma, internacionalizados dentro de él, que exclusividad de la evolución de la poesía de España. Esa «autonomía» se refiere a una comunidad expresiva interidiomática de la que forman parte, y que, en rápida mirada, tiene evoluciones parecidas en Argentina, Cuba, Venezuela, México, Chile…, y en otros países iberoamericanos donde la poesía continúa como tradición ininterrumpida. La «galaxia» lírica española se integra a una «metagalaxia» hispanoamericana, donde las «estrellas» brillan con su propia energía. Casi todos los grandes poetas contemporáneos de la lengua española son figuras iberoamericanas claves; quizás alcanzar tal representatividad sea un precioso factor de la llevada y traída grandeza.
Creo que visto así el desarrollo de nuestra poesía, se entienden mejor sus singularidades. El apelativo nuestro es un privilegio del que no gozan otros orbes poéticos tan importantes para la poesía universal como el francés, el inglés, el italiano… Un inglés no podrá hablar de nuestra poesía más allá de Inglaterra; los idiomas menos universalizados ni siquiera tienen la posibilidad del diálogo con otras poesías nacionales escritas en la misma lengua. Ser un poeta de rango iberoamericano, no es poca cosa.
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