Al publicar en 2022 Casas del Vedado, segundo libro de María Elena Llana, en la Colección Tierra Firme y con un interesante prólogo de Alejandra Amatto, el Fondo de Cultura Económica[1] aporta la más importante contribución al reconocimiento de la obra narrativa de esta autora más allá del ámbito cubano. Lo hace casi treinta años después de que la editorial Letras Cubanas llevara a su catálogo la edición príncipe, en 1983, que había permanecido engavetada ya por varios años. Constituía, entonces, un esfuerzo cardinal por incidir en las normas de recepción predominantes en el panorama nacional, tenso en cuanto a las polémicas estilísticas, y genéricas, que se habían heredado de la más superficial tendencia del realismo socialista. A estas alturas, cuando Letras Cubanas suma su tercera edición de este libro —en formato ebook—[2], también podría tener su cuota de incidencia en las corrientes críticas que han saturado parte de nuestro panorama literario.
Al obtener el premio de la Crítica en 1984, Casas del Vedado mostraba hasta qué punto era impreciso el presunto predominio del canon receptivo. César López, por ejemplo, había publicado Circulando el cuadrado[3] en 1963, propuesta medular en la poética del absurdo en Cuba, y sumaría Ámbito de los espejos[4] en 1986. En 1966 se publicó la novela Pailock, el prestidigitador[5], de Ezequiel Vieta, concluida en noviembre de 1954 y ya desde entonces considerada una «primera parte». Con muy escasa comprensión crítica, el propio autor había publicado Aquelarre, volumen de cuentos que asumía la tropología de lo insólito en la descripción narrativa como propuesta argumental fantástica. Antonio Benítez Rojo había ganado en 1967 el Premio Casa de las Américas con el libro Tute de Reyes[6], y un año después ganaría el Premio «Luis Felipe Rodríguez» de Cuento, de la UNEAC, con El escudo de hojas secas.[7]
También aparecieron algunas reseñas críticas y su autora se convertiría en jurado de numerosos concursos literarios del país, posibilidad inestimable de influencia que no siempre se apunta con justicia. Más allá de las diversas tendencias de interpretación, o los ires y venires extraliterarios, quedaba claro que Casas del Vedado no era un libro más. De ahí que sea, en la obra de Llana, el que más aproximaciones analíticas ha conseguido y el que más se reedita, a pesar de que su autora ha continuado publicando colecciones excelentes de cuentos.
La permanente tensión entre la atmósfera realista y el argumento de ironía surreal que hallamos en los cuentos de Casas del Vedado se presenta como un modo elegante de responder a la propia tensión que dominaba el ámbito de la recepción literaria de la década del ochenta. Comenzaban, entonces, a romperse los diques de ciertos preceptos literarios que habían estrechado indolentemente el marco de acción creativa en el país. Con el antecedente de La reja (Ediciones R, 1965), menos promocionado pero presente a la hora de reconocerlo en la mejor trayectoria de la literatura escrita en el proceso revolucionario, este libro aportaría el puente necesario entre la norma realista, de alto valor literario como prima exigencia, y la apertura al fantástico, en una concepción que prefería desmarcarse de la ciencia ficción para apegarse a tradiciones que el cuento latinoamericano había dignificado durante el siglo XX. Las bases de ambos, como lo apunta Alberto Garrandés en su prólogo a la antología Casi todo (Unión, 2006), se halla en el gótico europeo.
Nos encontramos, por tanto, una contigüidad entre los ambientes vetustos, añejos y perdidos en el tiempo pasado de una clase social venida a menos, con la aparición y existencia de seres espectrales, más cercanos al fantasma shakesperiano que al propio gótico europeo. Apenas hay marcas clasistas, pues las personas remiten a sus costumbres, sus modos de comportamiento, sus preferencias y, sobre todo, sus prejuicios. Quizás debía dedicarse más tiempo a indagar en las constantes notaciones de prejuicios, ya sea distanciándose con diversos grados de ironía, ya sea comulgando con su inevitable pertinencia social, que son causa actancial del devenir posterior de la trama.
Nos detendremos, de momento, en las tensiones estructurales que se hacen pertinentes a partir de que el mundo del afuera —espacio exterior caótico y ajeno—, irrumpe en el espacio interior de la existencia —la casa y los objetos que definen su estatus— para revelar que hay un mundo detrás de lo aparente, insólito, surreal, y a la vez más creíble. Y lo haremos a partir de la antología Casi todo (2006) —fundamental para que hubiera un acercamiento a su obra—, en la que se incluyen todos los cuentos de Casas del Vedado, pero en un orden diferente al original.
«De Baccarat»[8], cuento que abre el libro en el segmento de la antología, es, en su linealidad de lectura y hasta el penúltimo párrafo, una historia realista, signada por la autoridad de la madre que se hace «fantástica», o suprarreal, solo en el giro de cierre, donde cambia la perspectiva discursiva del sujeto de la narración, en este caso un hombre que es, en realidad, y en paradoja que toma de la tradición del absurdo el recurso literario, un esqueleto. Esto, sin embargo, va a saberse en la última oración. Un esqueleto que, semióticamente, se convierte en espectro una vez que el dato —juguetonamente escamoteado a través del discurso de la narración—, revela que es hora de leer de otro modo lo hasta aquí leído. Algunos, siguiendo a Vargas Llosa, han preferido denominar este artificio como dato escondido, en condición de hipérbaton, pues se concluye cuál será la verdadera condición del personaje. Pieza ingeniosa que adelanta los mejores recursos literarios de la autora.
«El gran juego» [pp. 59–67] se desarrolla en una tensión entre lo profano y el desafío a lo sagrado, juego constante con la profanación que se actualiza a través de una lógica de exposición elemental razonada. No es una sátira, pero sí acude a lo satírico para sostener el ritornelo irónico. La narración se desarrolla a través de un interlocutor que apela todo el tiempo al interlocutario, sujeto de esa misma narración. Este sujeto es un personaje: Alfonsito, sobrino-nieto de una señora pudiente que ha permutado su mansión por un apartamento dúplex en un vigésimo piso, donde se han ido a «vivir pegados al cielo como quien dice». Alfonsito se dedica a jugar a ser Dios en la terraza alta, algo, según revela el interlocutor que narra desde la primera alocución del texto, impropio de un hombre de su edad y condición.
Así, el caótico curso del transporte público habanero se torna consecuencia de la acción de Alfonsito a quien han visto llevarse una mano al pecho e impartir con la otra bendiciones, o susurrar consuelos.
El pasaje inmediato sitúa la circunstancia:
—Aún no es hora, hijos míos, —dices cuando miras hacia la distancia, en la perspectiva que desde arriba se divisa, y compruebas que no viene el vehículo.
Alegraos que vuestros pesares tocan a su fin —si adviertes que el ómnibus, aún invisible para ellos debido a la curva de la esquina, ya se aproxima.
Cuando ves que no todos los que esperan pueden subir al transporte, les dices, según tu ánimo: Muchos son los llamados y pocos los escogidos, si te da por el Dios vengativo. O bien: Los últimos serán los primeros, si tienes tu faceta misericordiosa.
Visto así, el panorama pudiera sugerir una historia de supercherías que va a ser resuelta a través de la ironía discursiva. Varias alocuciones a lo largo del texto crean el espejismo sin que se adentren, a la postre, en la ambigüedad. La condición de Dios del personaje, que no solo juega en la terraza alta, sino que interviene además en las relaciones de la tía Socorro con el sacerdote, beneficiario de su caridad y, por lo tanto, flexible a la hora de explicarle a la señora las verdades de la teoría teológica, avanza a través de una cadena de sucesos costumbristas, de elemental lógica del curso cotidiano. Sus milagros no son grandilocuentes, sino eventos de pura cotidianeidad, asociados, eso sí, a circunstancias insólitas de ese devenir de la existencia común. Esto conduce a un pasadizo de banalización de la doctrina católica, lo cual se logra mediante didascalias de diálogo que la voz narrativa dosifica a lo largo del texto. Así, encontramos momentos de un humor que va del comentario de las creencias populares a la negra conclusión de que la bomba atómica, que el Padre termina por considerar «una advertencia, una forma de impedir que ocurran males mayores», ha resultado, según Alfonsito, «un escarmiento» que ha sido aplicado sobre los japoneses porque, «después de todo, no son católicos, ni siquiera cristianos». Negro es, por tanto, el distanciamiento que en ese pasaje se gasta la ironía.
Esta acumulación de anáforas irónicas actúa como dato para el punto de inflexión del relato: el momento en que, por fin, el Padre interpela a Alfonsito: «usted anda en el camino de Dios; no se puede cuestionar tanto a la divinidad si no se está profundamente atraído por ella», le dice. Y el personaje le responde: «Me interesa la divinidad, padre, pero la quiero disfrutar por completo. No me conformo con el camino que lleva a Dios, me interesa el cargo». Del negro humor pasamos al aserto insólito, que en su contigüidad significante se convierte en blasfemo: el personaje va a disfrutar del cargo suplantando a Dios, sencilla y llanamente. La alternancia lingüística transforma, en una frase, al Supremo en un jefe y, por tanto, al Todo abstracto en un aquí específico.
Los juegos presuntamente banales de Alfonsito en la terraza alta se tornan, a partir de este momento fabular, en verdaderos milagros, concedidos nada menos que por Dios. Mientras la voz narrativa lo cuestiona —un personaje testigo directo del relato, no olvidarlo—, interpelando a ese Dios que asume «el cargo», pero que no debe serlo, los milagros se suceden. Todo sin perder la sucesión de didascalias anafóricas que marcan con humor las situaciones (verbi gratia: que la tía Socorro decida comprar algunas bicicletas «¡y va que chifla!», para que los mensajeros de Alfonsito cumplan los milagros).
El cierre de «El gran juego» nos revela el valor del sentido de la tautología. Tiene que acabar el juego, le exige el personaje que narra mientras promete «una novena y un velón de a peso durante un mes entero» si lo cumple.
Un cuento que me trae reminiscencias caprichosas de Eça de Queiroz o de la Nélida Piñón de Sala de armas, o menos arbitrarias del fenómeno de masas que fuera en Cuba Clavelito, y que me da la certeza de hasta qué punto María Elena Llana sabe cómo se escribe la literatura, aunque use tópicos comunes y en apariencia ligeros.
[1] María Elena Llana: Casas del Vedado, Fondo de Cultura Económica, México 2022. Prólogo de Alejandra Amatto.
[2] Disponible en http://ruthtienda.com/maria-elena-llana/498-casas-del-vedado.html
[3] César López: Circulando el cuadrado, Ediciones R, La Habana, 1963.
[4] César López: Ámbito de los espejos, Letras Cubanas, La Habana, 1986.
[5] Ezequiel Vieta: Pailock, el prestidigitador, Ediciones Granma, Serie El Dragon, La Habana, 1966.
[6] Antonio Benítez Rojo: Tute de Reyes, Casa de las Américas, 1967. Jurado: Mario Benedetti, Jesús Díaz, Enrique Lihn, Carlos Monsiváis y Dalmiro Sáenz.
[7] Antonio Benítez Rojo: El escudo de hojas secas, Ediciones Unión, 1968. Jurado: Enrique Labrador Ruiz, Eliseo Diego, Andrés Núñez Olano, Juan Marse y Roque Dalton.
[8] María Elena Llana: Casi todo, Ediciones Unión, 2006, pp. 53-58. Usamos esta edición para las citas y los llamados a la paginación.
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