A Viena ha llegado A. Atherton, un importante músico norteamericano. Estamos 1960 y Atherton dirigirá la orquesta de la ópera en La flauta mágica, de Mozart. Lucia, su joven esposa, viene con él. Llegan al hotel y se registran. Y entonces ocurre lo que se convierte de inmediato en el sorprendente inicio de la trama, ya notoria, de una película —El portero de noche (1974), de Liliana Cavani— que no lo es menos: Lucia identifica de inmediato, en el conserje que los atiende en la recepción del hotel, a su antiguo amo/carcelero. Ella había estado presa en un campo de concentración y ese hombre que la mira azorado y le da las llaves de la habitación es su ex guardián, el mismo que antaño, vestido de uniforme —un oficial de las SS—, había descubierto su belleza casi pastoril entre un grupo de prisioneros judíos. El mismo que, con una cámara cinematográfica, invadía su rostro y su cuerpo desnudo y la filmaba como para apresar su misterio, antes de hacerla suya a la fuerza.
Pero el sumiso esclavizado, cuando posee la belleza y le es dado entregarla al otro a pesar del saqueo, la imposición y la violencia física, se transforma lentamente en un esclavizador cruel, un agente de la obediencia y la mansedumbre. Hay un vínculo osmótico entre ambos sujetos, y en este caso —Liliana Cavani filma la tragedia con una lucidez sensual y mayestática— todo comienza cuando la recordación se torna un estilo de vida. En el caso del portero, el regreso a ciertas imágenes del pretérito que son las de su vida real. Él sabe eso y no se extraña. Vuelve con naturalidad a recordar detalles cada vez más corpulentos, vuelve a ser el oficial Maximilian Theo Aldorfer, de conspicua labor en Hungría. En el caso de Lucia, ella cree que su vida es otra, junto a Atherton. Pero se da cuenta de que la autenticidad de su alma y su espíritu reside en los días de sumisión y amor —cierto amor— junto a Max.
La nueva existencia, a escondidas, supone la aparición de nuevas identidades que enmascaran la personalidad del pasado. Max es un portero, un carpetero, e incluso hace ciertos trabajos de coordinación entre algún joven prostituto de cuerpo ineludible y alguna señora enjoyada que añora el antiguo poder germánico. Su círculo de amistades íntimas tiene que ver con ese poder, lo evocan, lo suscitan o lo reprimen para, al mismo tiempo, protegerlo de observaciones indiscretas. De vez en vez se reúnen con el propósito de evaluar la calidad de sus antifaces y ver si hay algún peligro en el horizonte de sus nuevas vidas. En las reuniones también se discute qué saben y qué ignoran los investigadores del nazismo, para quienes Max, que ahora sobrevive bajo nombre falso, tiene poca importancia. Muy dado al disfraz y a la intimidación, Max se divertía haciéndose pasar, en aquel tiempo, por médico. Con la prisionera Lucia también se divertía, y lo vemos rememorar los momentos en que jugaba a perseguirla disparando una pistola para asustarla, mientras ella, desnuda, corría por un salón de un hospital en ruinas.
Escenas como estas pertenecen a un imaginario erótico de los más sobresalientes del cine, igual que la secuencia del bailarín amigo de Max, que continúa bailando para él —ahora sólo para él, antes para los oficiales— mientras un spotlight, manejado por Max, lo sigue en sus movimientos. El bailarín lo ama, lo desea, y es un sumiso. Max es un dominador matemático: está en el justo punto medio. Avanzar significa entregarse a la crueldad del despotismo, retroceder significa entregarse a la obediencia del respeto admirativo. Max es, sobre todo, un voyeur que elabora situaciones imaginarias. Es médico a ratos, fotógrafo, cineasta. Oficios del ojo y la observación. Oficios donde la realidad queda a merced de un reordenamiento creativo que se articula con la intimidad del sujeto.
En el teatro de la ópera Max se sienta unas filas detrás de Lucia y esta lo siente, o lo presiente, y se vuelve a mirarlo. Ambos se miran. Uno supone que Max teme que ella lo delate. La expresión de la joven es como de sorpresa o terror incómodo, próximo a la ira. Y así, en el presente de la historia, una especie de túnel se abre para los dos. Un túnel lleno de vértigo, oscuridad y sentimientos metastásicos. El túnel por donde habrán de volver a una época que ya, para entonces, no será sino un artificio de la mente cuya paradoja central se define en su solidez, su horrenda frescura, su capacidad de resurrección y persistencia en el amor, el deseo, la desesperanza y la muerte.
En El portero de noche hay retrospectivas que detallan el mundo de la dominación y que subrayan, de modo controvertible, un posible grado de artisticidad en su representación, que siempre sería, en lo que a Max se refiere, ese conjunto de episodios que su mente guarda y emulsiona una y otra vez. En la escena del hospital, de una crudeza obvia —igual es una escena operática, porque Cavani sabe acomodar los rostros, los objetos y las luces como si se tratara de un escenario, invadido por la música de la secuencia anterior, la que se oye en el teatro de la ópera—, los presos están en sus camas, ensimismados pero despiertos, y Lucia le da la espalda al foco de la acción: un hombre (un oficial de las SS) sodomiza con mucho vigor a otro que se masturba. Este detalle es significativo y es un síntoma del carácter expansivo y adherente del deseo. El hombre —un preso, acaso un judío— se masturba.
Otro episodio del pasado, imprescindible para comprender qué ocurre entre Max y Lucia, es el del baile frente a los oficiales, cuando ella, topless, vestida de soldado, con tirantes y una gorra militar, recibe en una caja —ya es la Salomé de Max— la cabeza de Johann, un preso que solía molestarla. Max le hace ese regalo cuando el baile termina. La secuencia es hoy una de las más sólidas y refinadas del cine erótico de todos los tiempos.
Atherton sale del hotel rumbo a Frankfurt, sin Lucia, con quien se reunirá más adelante. Los recuerdos siguen fluyendo. Ahora sabemos que, en manos de Max, ella había experimentado un ambiguo proceso de domesticación. Lucía, sola en el hotel, oye por casualidad algo que se dice en una reunión de antiguos miembros de las SS: Max ordenaba él mismo las ejecuciones y está en peligro de ser denunciado por una mujer. Pero Max, que sabe que Lucia es esa mujer, la oculta y les dice a los otros que no sabe nada de ninguna mujer con pruebas incriminatorias.
Más tarde, cuando ella está en su habitación, él la visita, le pregunta qué hace allí y la somete. Hay una breve y exasperada pelea física, pero al final ambos ruedan por el suelo, entregándose de un modo fatal a la última etapa de sus destinos respectivos: la convivencia. Cada uno de ellos descubre, con júbilo doloroso, que ha amado y ama al otro, a pesar de todo y de todas las consecuencias, la última de las cuales es la muerte.
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