La muerte, invitada non grata, llega de las más disímiles maneras. Algunos escritores cubanos han muerto de una manera absurda, piénsese en el suicidio, un accidente, el asesinato. Pero hay tres ejemplos que además de extraños pueden ser considerados no exentos de incógnita, o hasta insólitos.
Hagámoslo cronológicamente. Después, el lector por sí mismo podrá otorgarles el orden que prefiera según el grado de «extrañeza» en cada caso.
- Caso «Desaparecido»
Al Cucalambé, menos conocido como Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, las Musas lo dotaron de una inspiración envidiable. Su producción en décimas, sonetos, letrillas, epigramas, fábulas en verso… es pasmosa. Por cierto, es necesario repetir lo que muchas veces se ha escrito respecto al origen de su seudónimo, proveniente —por consenso— de las palabras cook, cocinero en inglés, y calambé, taparrabos o delantal en lengua aborigen. Es además, anagrama de Cuba clamé. Su único libro, Rumores del Hórmigo, se publicó en 1856 y entonces el poeta contaba 27 años. En 1859 hubo una segunda edición, ambas con numerosas erratas que en modo alguno deben atribuirse a descuido del autor, quien no tuvo nada que ver en ellas.
La fama del Cucalambé creció y a ella la acompañó cierta bonanza económica. Nadie podía, pues, imaginar que desapareciera un día de 1862 a los 32 años, y menos que sus restos no se encontraran jamás. Una de las más divulgadas suposiciones es la del suicidio por deudas de juego, bastante cuestionable. Otra, la del asesinato, que tal vez se justifique mejor por sí sola.
Tampoco se descarta que se marchara repentinamente del país. Nos resistimos a aceptar la primera y tercera hipótesis pues, que tengamos noticias, a El Cucalambé no lo aquejaban enfermedades mentales de las que suelen conducir a la toma de decisiones irreversibles. Queda una cuarta posibilidad: que por alguna razón política o de otra índole se ocultara un tiempo antes de desaparecer o huir a otro país. Cualquiera haya sido la causa de su desaparición, ella sirvió para dar visos de leyenda a la existencia más que novelesca del Cucalambé.
- Caso «Morir de risa»
En vida, Julián del Casal nunca pasó de ser un modesto escribiente de la Intendencia General de Hacienda —puesto que perdió al publicar un artículo alusivo al Capitán General— y un talentoso redactor de prensa y colaborador de revistas culturales.
Pocos giros dio a su existencia, casi totalmente habanera, cuyo ciclo vital alcanzó solo 30 años: del 7 de noviembre de 1863 al 21 de octubre de 1893. Cursó estudios en el Colegio de Belén, se graduó de bachiller y hasta inició estudios de Derecho que no concluyó. Hizo un viaje corto a España, en 1888 y de regreso se encontró con que estaba aún peor en cuanto a fondos económicos.
En cuanto al carácter, Casal fue un evasor constante de la realidad circundante. Para ello contó con la literatura, y con la poesía en particular. Tuvo un espíritu proclive a la soledad y el misticismo, pero bueno sería ahondar en los motivos. De sus días de corrector de pruebas y periodista en el diario La Discusión surgió su relación con la familia Borrero y poco después su encuentro con Rubén Darío en La Habana de julio de 1892. La impresión causada en Casal la narra Raoul Cay, redactor de El Fígaro, quien asistió al banquete de bienvenida ofrecido a Darío:
Casal apenas almorzó, la admiración que siente por Rubén y el regocijo de tenerlo cerca, quitaron el apetito al sombrío poeta de Nieve.
La celebridad de Casal, acrecentada con el tiempo, proviene de su condición de ser uno de los representantes cimeros del modernismo en Hispanoamérica. Con su toque de exotismo —desde el pintoresquismo japonés hasta el matiz afrancesado−, el modernismo abrió para Julián del Casal las posibilidades estilísticas que su marcado estatismo no le permitió experimentar físicamente.
El poeta vivió en un pequeño cuarto de Prado entre Ánimas y Virtudes, La Habana, como hoy lo recuerda una tarja al paseante desprevenido. Murió a los 29 años, durante una cena en la casa de una familia amiga. ¿Cómo fue? Pues de risa, cuando alguien hizo un chiste que le provocó un ataque de risa tal que se le reventó un aneurisma y se desangró.
- Caso «Fino humor negro»
A René López hoy apenas se le conoce y casi ni se le menciona. Figura, tal vez, en las relaciones de poetas menores de la literatura cubana. El tiempo, que suele pesar demasiado e injustamente sobre algunos, lo mantiene sepultado bajo una densa capa de polvo que hace de René López un olvidado más.
Vivió solo 28 años, suficientes para estampar su impronta en el panorama intelectual de principios del siglo XX, lo cual es más significativo al tener en cuenta que no llegó a publicar libro alguno, aunque sí colaboró en publicaciones de sólido arraigo como El Fígaro, Azul y Rojo, Letras y Cuba y América, que representaban lo más elegante del contexto literario cubano.
Nariz gascona de afilada punta, / rubia, sedosa, medieval melena; / redonda cara que la carne llena, / rudo entrecejo que las cejas junta, escribe en su Retrato, de 1903.
En lo literario se le señalan influencias de la poesía de Julián del Casal, a quien admiró.
Nuestro vate también escribió libretos para sainetes del teatro Alhambra, de los cuales se conserva alguna que otra escena reproducida en revistas de la época. Y además, aún en vida, se le incluyó en una de las antologías más socorridas por quienes, de entonces acá, han dedicado sus horas a indagar acerca de quién fue quién a comienzos del siglo XX: Arpas Cubanas, de 1904.
René López fue un individuo atormentado por la droga. Se asegura que consumía morfina y en cuanto a su muerte, circula esta anécdota: En la noche del 12 de mayo de 1909 comió opíparamente en un restaurante de la Manzana de Gómez, frente al Parque Central, en La Habana. Al final, pidió un coñac y lo mezcló con cianuro. Al camarero le dio una última instrucción de fino humor: Dígale al dueño que esta comida la vaya a cobrar al infierno.
Si fue o no así, aceptemos la versión como resultado de la adicción de René a la droga, lo cual sí estaba establecido.
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