El título de esta charla viene, por supuesto, de un libro del escritor italiano Ítalo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, una serie de conferencias que Calvino preparó en 1985 y que, como sabemos, no llegó a leer, ya que lo sorprendió la muerte. Calvino se planteaba un interrogante: ¿Qué va a pasar con la literatura en el futuro? Y partía de una certeza: mi fe en el porvenir de la literatura, señalaba, consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura con sus medios específicos puede brindar.
Entonces, enumeraba algunos valores o algunas cualidades propias de la literatura que sería deseable que persistieran. Para hacer posible una mejor percepción de la realidad, una mejor experiencia con el lenguaje. Y para Calvino esos puntos de partida eran la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad; en realidad, las seis previstas quedaron reducidas a cinco propuestas, que son las que se encontraron escritas.
Y yo he pensado entonces (para conversar con ustedes) partir de esa cuestión que plantea Calvino y preguntarme cómo podríamos nosotros considerar ese problema desde Hispanoamérica, desde la Argentina, en mi caso desde Buenos Aires, desde un suburbio del mundo. Cómo veríamos nosotros este problema del futuro de la literatura y de su función. No como lo ve alguien en un país central con una gran tradición cultural. Cómo vería ese problema un escritor argentino, cómo podríamos imaginar los valores que pueden persistir. ¿Qué tipo de uso podríamos hacer de esta problemática? ¿Cómo nos plantearíamos ese problema nosotros, hoy? El país de Sarmiento, de Cortázar, de Sara Gallardo, de Manuel Puig. ¿Qué tradición persistirá, a pesar de todo? Y arriesgarse a imaginar qué valores podrán preservar es ya, de hecho, un ejercicio de imaginación literaria, una ficción especulativa, una suerte de versión utópica de «Pierre Menard, autor del Quijote». No tanto cómo rescribiríamos literalmente una obra maestra del pasado, sino como rescribiríamos imaginariamente la obra maestra futura.
O para decirlo a la manera de Macedonio Fernández, cómo describiríamos las posibilidades de una literatura futura, de una literatura potencial. Y si nos disponemos a imaginar las condiciones de la literatura en el porvenir de esa manera, quizás también podemos imaginar la sociedad del porvenir. Porque tal vez sea posible imaginar primero una literatura y luego inferir la realidad que le corresponde, la realidad que esa literatura postula e imagina.
Nos planteamos entonces ese problema desde el margen, desde el borde de las tradiciones centrales, mirando al sesgo. Y este mirar al sesgo nos da una percepción, quizás, diferente, específica. Hay cierta ventaja, a veces, en no estar en el centro. Mirar las cosas desde un lugar levemente marginal. Qué óptica tendríamos nosotros para plantear este problema, cuáles podrían ser esos valores propios de la literatura que van a persistir en el futuro.
Hay por otro lado en esta idea de propuestas la noción implícita de comienzo, no sólo de final, los finales de la historia, el fin de los grandes relatos, el mundo post, como se dice, sino de algo que empieza, que se abre paso y anuncia el porvenir. Propuestas entonces como consignas, puntos de partida de un debate futuro o, si lo prefieren, de un debate sobre el futuro, emprendido desde un lugar remoto.
El primer efecto de estar en el margen es que las Seis propuestas de Calvino se reducen, digamos, a tres. Microsocopía de las tradiciones, reducción. (Borges nos ha enseñado mucho sobre eso.) De las seis nosotros nos quedamos solamente con tres, sufrimos un proceso de reducción cuando hacemos el traslado. He querido imaginar entonces tres propuestas y cinco dificultades. Y las cinco dificultades remiten a otro texto programático, digamos, irónicamente programático y político, que yo quiero recordar aquí. Me refiero al ensayo del escritor alemán Bertolt Brecht «Cinco dificultades para escribir la verdad». Entonces, lo que yo quería discutir hoy con ustedes es esta idea de las tres propuestas y las cinco dificultades.
Para empezar a plantearnos la cuestión de cuáles serían esas propuestas y por dónde empezar, me gustaría comenzar con un relato de Rodolfo Walsh e incluso con su figura, que para muchos de nosotros funciona como una síntesis de lo que sería la tradición de la política hoy en la literatura argentina: por un lado un gran escritor y al mismo tiempo alguien que como muchos otros en nuestra historia llevó al límite la noción de responsabilidad civil del intelectual.
Comenzó escribiendo cuentos policiales a la Borges y escribió uno de los grandes textos de literatura documental de Hispanoamérica: Operación masacre, paralelamente escribió una extraordinaria serie de relatos cortos, y por fin, desde la resistencia clandestina a la dictadura militar, escribió y distribuyó el 24 de marzo de 1977 ese texto único que se llama «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar», que es una diatriba concisa y lúcida, y fue asesinado al día siguiente en una emboscada que le tendió un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada. Su casa fue allanada y sus manuscritos fueron secuestrados y destruidos por la dictadura.
Y, entonces, me pareció que sería productivo analizar algunas de las prácticas y de las experiencias de Walsh para ver si podemos inferir algunos de estos puntos de discusión sobre el futuro de la literatura y también sobre las relaciones entre política y literatura.
Quisiera, para empezar, partir de un relato de Walsh, muy conocido, un relato sobre Eva Perón que se titula «Esa mujer», escrito en 1963. Tomaré ese relato por un dato circunstancial que no es importante en sí mismo, pero es significativo, creo, de un estado del debate sobre nuestra literatura. Ese relato, en una encuesta que se ha hecho hace poco en Buenos Aires entre un grupo amplio de escritores y de críticos, ha sido elegido el mejor relato de la historia de la literatura argentina. Por encima de cuentos de Borges, de Cortázar, de Horacio Quiroga, de Silvina Ocampo.
Como se imaginan, no tengo mucha confianza en ese tipo de elección democrática respecto a los valores de la literatura, la literatura tiene una lógica que no siempre es la lógica del consenso, no necesariamente cuando se vota y se elige algo, quiere decir que eso pueda ser considerado mejor. Pero, de todas maneras, me parece importante el sentido simbólico que tiene el hecho de que se haya elegido ese cuento de Walsh. Me parece que es un dato de lo que está pasando hoy en nuestra literatura. No importa si hay cuentos mejores o no, si es arbitrario ese sistema. Me parece que se condensa un elemento importante, cierto registro mínimo de cómo se está leyendo la literatura argentina en este momento. Porque quizás hubiera sido imposible imaginar hace un tiempo que ese cuento de Walsh hubiera sido elegido como el mejor.
Hay entonces un consenso, un cierto sentido común general, sobre los valores literarios de la obra de Walsh. Quizá podamos partir de ahí. Preguntarnos en qué consistiría ese valor que condensa, digamos, la mejor tradición de nuestra literatura y convierte a ese relato en una sinécdoque de nuestra literatura, en una condensación extrema. Y ver si existe ahí la posibilidad de inferir algún signo del estado de la literatura en el porvenir o al menos inferir una de estas propuestas futuras.
El cuento «Esa mujer» narra la historia de alguien que está buscando el cadáver de Eva Perón, que está tratando de averiguar dónde está el cadáver de Eva Perón, y habla con un militar que ha formado parte de los servicios de inteligencia del Estado. Y la investigación de este intelectual, el narrador, un periodista que está ahí negociando, enfrentando a esta figura que encarna el mundo del poder, tratando de ver si puede descifrar el secreto que le permita llegar al cuerpo de Eva Perón, con todo lo que supone encontrar ese cuerpo, encontrar a esa mujer que encarna toda una tradición popular, porque, digamos, encontrar ese cadáver tiene un sentido que excede el acontecimiento mismo, esa busca, entonces, es el motor de la historia.
Y el primer signo de la poética de Walsh es que Eva Perón no está nunca nombrada explícitamente en el relato. Está aludida. Por supuesto, todos sabemos que se habla de ella, pero aquí Walsh practica el arte de la elipsis, el arte del iceberg a la Hemingway. Lo más importante de una historia nunca debe ser nombrado, hay un trabajo entonces muy sutil con la alusión y con el sobrentendido que puede servirnos, quizás, para inferir algunos de estos procedimientos literarios (y no sólo literarios) que podrían persistir en el futuro. Esa elipsis implica, claro, un lector que restituye el contexto cifrado, la historia implícita, lo que se dice en lo no dicho. La eficacia estilística de Walsh avanza en esa dirección: aludir, condensar, decir lo máximo con la menor cantidad de palabras.
Por otro lado, la posición de este letrado, de este intelectual que en el relato de Walsh se enfrenta con un enigma de la historia, la podríamos asimilar con la situación narrativa básica del que para muchos ha sido el relato fundador de la literatura argentina, «El matadero», el texto de Echeverría (escrito en 1838) que, como ustedes recuerdan, es también la historia de un letrado que se confronta con el «Otro puro», encuentra a los bárbaros, a las masas salvajes del rosismo.
Esta confrontación, que ha sido contada con matices y vaivenes a lo largo de la literatura argentina (Borges, por supuesto ha contado su versión de este choque en «La fiesta del monstruo», y Cortázar lo ha narrado en «Las puertas del cielo»), encuentra un punto de viraje en «Esa mujer». Hay continuidad entre «El matadero» y «Esa mujer» pero hay también una inversión. Antes que nada la continuidad de cierta problemática: es el intelectual puesto en relación con el mundo popular. Podríamos decir que «El matadero» postula una posición paranoica respecto a lo que viene de ahí, porque lo que viene de ahí es la violación, la humillación y la muerte. Es la tensión entre civilización y barbarie; este unitario vestido como un europeo que llega al matadero en el sur, por la zona de Barracas, y es atrapado por los mazorqueros, narra bien lo que sería la percepción alucinada y sombría que un intelectual como Echeverría tiene del mundo popular. Cómo ve él esa tensión entre el intelectual y las masas. De quémanera está percibiendo esa relación entre el letrado y el otro. Es una amenaza, un peligro, una trampa salvaje. Uno puede encontrar eso también en Sarmiento, naturalmente. Podríamos decir que hay una gran tradición en la literatura argentina que percibe una relación de enfrentamiento y de terror extremo.
Y, sin embargo, yo creo que el gran mérito de Echeverría es que supo captar la voz del otro, el habla popular ligada a la amenaza y al peligro. Estaba por supuesto tratando de denunciar ese universo bajo, de pura barbarie, enfrentado con el refinamiento y con la educación del héroe. Pero el lenguaje que recrea al intelectual unitario es un lenguaje alto, literario, retórico, que ha envejecido muchísimo. Mientras que el lenguaje que se usa para representar al otro, al monstruo, es un lenguaje muy vivo, que persiste y abre una gran tradición de representación de la voz y de la oralidad. (De hecho es la primera vez que en la literatura argentina aparece el voseo.) Habría entonces una verdad implícita en el uso y la representación del lenguaje que iría más allá de las decisiones políticas del escritor y de los contenidos directos de la historia que se narra. Un efecto de la representación que le abre paso a la voz popular y fija su tono y su dicción.
Entonces, se podría pensar que esta tensión entre el mundo del letrado —el mundo del intelectual― y el mundo popular —el mundo del otro― visto en principio de un modo paranoico pero también con fidelidad a ciertos usos de la lengua, está en el origen de nuestra literatura, y que el relato de Walsh redefine esa relación. Podríamos decir que, para Walsh, Eva Perón, que condensaría ese universo popular, la tradición popular del peronismo lógicamente, aparece primero como un secreto, como un enigma que se trata de develar, pero también como un lugar de llegada. «Si yo encontrara a esa mujer ya no me sentiría sólo», se dice en el relato. Ir al otro lado, cruzar la frontera ya no es encontrar un mundo de terror, sino que ir al otro lado permite encontrar en ese mundo popular, quizás, un universo de compañeros, de aliados.
Y, en un sentido, podríamos decir que este relato de Walsh, escrito en una época muy anterior a las decisiones políticas de Walsh, podría ser leído casi como una alegoría que anticipa la fascinación por el peronismo. El sentido múltiple cifrado en el cuerpo perdido de Eva Perón anticipa, quiero decir, las decisiones políticas de Walsh, su incorporación a Montoneros, su conversión al peronismo.
Este relato condensa esa tensión y dice entonces algo más que lo que dice literalmente. El intelectual, el letrado, no solamente siente el mundo bárbaro y popular como adverso y antagónico, sino también como un destino, como un lugar de fuga, como un punto de llegada. Y en el relato todo se condensa en la busca ciega del cadáver ausente de Eva Perón.
Pero al mismo tiempo existe lo que yo llamaría un primer desplazamiento. Una mediación. De hecho, podríamos decir que el otro elemento importante del cuento de Walsh es la tensión entre el intelectual y el Estado. Por un lado estaría la relación entre el intelectual y las masas populares condensadas casi alegóricamente en los restos perdidos de Evita, y por otro esa tensión —un diálogo que es casi una parábola― con el exoficial de inteligencia que conoce el secreto y sabe dónde está esa mujer. La posición de desciframiento y de investigación que tiene el que narra la historia, el periodista —en el que se dibujan ciertos rasgos autobiográficos del propio Walsh― que busca captar los secretos y las manipulaciones del poder.
Podríamos decir que aquí se define un lugar para el escritor: establecer dónde está la verdad, actuar como un detective, descubrir el secreto que el Estado manipula, revelar esa verdad que está escamoteada. Una verdad que en este caso está enterrada en un cuerpo escondido, un cuerpo histórico digamos, emblemático, que ha sido mancillado y sustraído.
Y quizás ese movimiento entre el escritor que busca descubrir una verdad borrada y el Estado que esconde y entierra podría ser un primer signo, un destello apenas, de las relaciones futuras entre política y literatura.
A diferencia de lo que se suele pensar, la relación entre la literatura —entre novela, escritura ficcional― y el Estado es una relación de tensión entre dos tipos de narraciones. Podríamos decir que también el Estado narra, que también el Estado construye ficciones, que también el Estado manipula ciertas historias. Y, en un sentido, la literatura construye relatos alternativos, en tensión con ese relato que construye el Estado, ese tipo de historias que el Estado cuenta y dice.
Voy a leer una cita del poeta francés Paul Valéry, referida a estas cuestiones: «Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones pues no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias». El Estado no puede funcionar sólo por la pura coerción, necesita lo que Valéry llama fuerzas ficticias. Necesita construir consenso, necesita construir historias, hacer creer cierta versión de los hechos. Me parece que ahí hay un campo de investigación importante en las relaciones entre política y literatura, y que quizás la literatura nos ayude a entender el funcionamiento de esas ficciones.
No se trata solamente del contenido de esas ficciones, no se trata solamente del material que elabora sino de la forma que tienen esos relatos del Estado. Y para percibir la forma que tienen, quizás la literatura nos dé los instrumentos y los modos de captar la forma en que se construyen y actúan las narraciones que vienen del poder.
La idea, entonces, de que el Estado también construye ficciones: el Estado narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia de la violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se cuentan para ocultar esa violencia sobre los cuerpos. En este sentido, en un punto a veces imagino que hay una tensión entre la novela argentina (la novela de Roberto Arlt, de Antonio Di Benedetto, de Libertad Demitrópulos) que construye historias antagónicas, contradictorias, en tensión, con ese sistema de construcción de historias generado desde el Estado.
En algún momento he tratado de pensar cuáles serían algunas de esas historias. He tratado de definir algunas de esas ficciones. He pensado, por ejemplo, que en la época de la dictadura militar una de las historias que se construían era un relato que podemos llamar quirúrgico, un relato que trabajaba sobre los cuerpos. Los militares manejaban una metáfora médica para definir su función. Ocultaban todo lo que estaba sucediendo, obviamente, pero, al mismo tiempo, lo decían, enmascarado, con un relato sobre la cura y la enfermedad. Hablaban de la Argentina como un cuerpo enfermo, que tenía un tumor, una suerte de cáncer que proliferaba, que era la subversión, y la función de los militares era operar, ellos funcionaban de un modo aséptico, como médicos, más allá del bien y del mal, obedeciendo a las necesidades de la ciencia que exige desgarrar y mutilar para salvar. Definían la represión con una metafórica narrativa, asociada con la ciencia, con el ascetismo de la ciencia, pero a la vez aludían a la sala de operaciones, con cuerpos desnudos, cuerpos ensangrentados, mutilados. Todo lo que estaba en secreto aparecía, en ese relato, desplazado, dicho de otra manera. Había ahí, como en todo relato, dos historias, una intriga doble, por un lado el intento de hacer creer que la Argentina era una sociedad enferma y que los militares venían desde afuera, eran los técnicos que estaban allí para curar, y por otro lado la idea de que era necesaria una operación dolorosa, sin anestesia. Era necesario operar sin anestesia, como decía el general Videla. Es necesario operar hasta el hueso, decía. Y ese discurso era propuesto como una suerte de versión ficcional que el Estado enunciaba, porque decía la verdad de lo que estaban haciendo, pero de un modo a la vez encubierto y alegórico.
Éste sería un pequeñísimo ejemplo de esto que yo llamaba la ficción del Estado. Es el mecanismo formal de construcción de estas historias lo que me importa marcar aquí. Es un mecanismo que se encarna siempre en una figura personalizada que condensa la trama social. (En principio podríamos decir que hay un procedimiento pronominal, un movimiento que va de ellos —«el tumor»― a nosotros —el cuerpo social―, y a un yo —que enuncia la cura―). El relato estatal constituye una interpretación de los hechos, es decir, un sistema de motivación y de causalidad, una forma cerrada de explicar una red social compleja y contradictoria. Son soluciones compensatorias, historias con moraleja, narraciones didácticas y también historias de terror.
Al mismo tiempo, podríamos decir que hay una serie de contrarrelatos estatales, historia de resistencia yoposición. Hay versiones que resisten estas versiones. Quiero decir que a estos relatos del Estado se les contraponen otros relatos que circulan en la sociedad. Un contrarrumor, diría yo, de pequeñas historias, ficciones anónimas, microrrelatos, testimonios que se intercambian y circulan. A menudo he pensado que esos relatos sociales son el contexto mayor de la literatura. La novela fija esas pequeñas tramas, las reproduce y las transforma. El escritor es el que sabe oír, el que está atento a esa narración social, y también el que las imagina y las escribe.
Podríamos poner como ejemplo una nouvelle de Walsh, «Cartas», publicada en su libro Un kilo de oro. Si leen ese texto verán la trama compleja de pequeñas historias que circulan, de voces que se alternan, de versiones, un caleidoscopio que reproduce los relatos y los dichos de un pueblo de la provincia de Buenos Aires durante los años 30. O si releen las novelas de Manuel Puig verán que están hechas de esa materia social y oirán esas voces y verán circular esas historias.
Para poner un solo ejemplo de estos relatos anónimos, quisiera recordar una de estas ficciones antiestatales, que circuló en la época de la dictadura militar, hacia 1978, 1979, la época del conflicto con Chile, cuando la guerra iba a ser una de las salidas políticas que los militares estaban buscando, como después las Malvinas fueron el intento de encontrar una salida, un intento de construir consenso político a través de la guerra, que es el único modo que tienen los militares de imaginar un apoyo civil.
En ese momento, cuando toda la experiencia de la represión estaba presente y al mismo tiempo estaba esta idea de ir a buscar al sur un conflicto para provocar una guerra, en la ciudad empezó a circular una historia, un relato anónimo, popular, que se contaba y del que había versiones múltiples. Se decía que alguien conocía a alguien que en una estación de tren del suburbio, desierta, a la madrugada, había visto pasar un tren con féretros que iba hacia el sur. Un tren de carga que alguien había visto pasar lento, fantasmal, cargado de ataúdes vacíos, que iba hacia el sur, en el silencio de la noche. Una imagen muy fuerte, una historia que condensaba toda una época. Estos féretros vacíos remitían a los desaparecidos, a los cuerpos sin sepultura. Y al mismo tiempo era un relato que anticipaba la guerra de las Malvinas. Porque, sin duda, esos féretros, esos ataúdes en ese tren imaginario iban hacia las Malvinas, iban hacia donde los soldados morirían y donde tendrían que ser enterrados.
En esa pequeña historia perdida se sintentiza con claridad el modo en que se generan relatos alternativos, versiones anónimas que condensan de un modo extraordinario un sentido múltiple. El relato condensa, sugiere y fija en una imagen un sentido múltiple y abierto. En literatura hay una diferencia muy importante entre mostrar y decir. Ese relato no dice nada directamente, pero hace ver, da a entender, por eso persiste en la memoria como una visión y es inolvidable. Esa imagen, de un tren interminable que pasa a la madrugada por una estación vacía, y el hecho de que alguien esté ahí y vea y pueda contar, dice muy bien lo que fue la experiencia de vivir en la Argentina en la época de la dictadura. Porque no sólo está el tren que cruza en esa historia, sino que también está el testigo que le cuenta a alguien lo que ha visto.
Siempre habrá un testigo que ha visto y va a contar, alguien que sobrevive para no dejar que la historia se borre. Eso dice el contrarrelato político. La voz de Kafka.
En un punto, entonces, esa tensión entre lo que sería el relato del Estado y el relato popular, las versiones que circulan, que son antagónicas, está también cerca de lo que Walsh ha tratado siempre de narrar. Porque, en un sentido, Walsh ha buscado por un lado, descubrir la verdad que el Estado manipula, y, a la vez, escuchar el relato popular, las versiones alternativas que circulan y se contraponen.
Operación masacre (escrito en 1957) es un texto definitivo en este sentido. Por un lado, otra vez, el intelectual, el letrado, enfrenta al Estado, hace ver que el Estado está construyendo un relato falso de los hechos. Y para construir esa contrarrealidad, registra las versiones antagónicas, sale a buscar la verdad en otras versiones, en otras voces. Se trata de hacer ver cómo ese relato estatal oculta, manipula, falsifica, y hacer aparecer entonces la verdad en la versión del testigo que ha visto y ha sobrevivido. Si ustedes leen Operación masacre verán que va de una voz a otra, de un relato a otro, y que esa historia es paralela a la desarticulación del relato estatal. Esos obreros peronistas de la resistencia que han vivido esa experiencia brutal, y le dan al escritor fragmentos de la realidad, son los testigos que en la noche han visto de frente el horror de la historia. El narrador es el que sabe transcribir esas voces. En Quién mató a Rosendo hay momentos extraordinarios en esa representación del decir. Esa voz que se oye tiene el tono de la voz popular. Es la oralidad que define un uso del lenguaje, una manera de frasear.
Walsh, básicamente, escucha al otro. Sabe oír esa voz popular, ese relato que viene de ahí, y sobre ese relato trata de acercarse a la verdad. Va de un relato al otro, podría decirse. De un testigo al otro. La verdad está en el relato y ese relato es parcial, modifica, transforma, altera, a veces deforma los hechos. Hay que construir una red de historias alternativas para construir la trama perdida.
Por un lado, oír y trasmitir el relato popular, y al mismo tiempo desmontar y desarmar el relato encubridor, la ficción del Estado. Ese doble movimiento es básico y Walsh es un notable artífice de ese trabajo con las dos historias: la contra-ficción estatal y la voz del testigo, del que ha sobrevivido para narrar. Los vencedores escriben la historia y los vencidos la cuentan. Ese sería el resumen: desmontar la historia escrita y contraponerle el relato de un testigo.
Me parece que ahí se juega para Walsh la tensión entre ficción y realidad, la tensión entre novela y periodismo, entre novela y relato de no-ficción. La verdad se juega ahí, en esa tensión. «La ciencia usa la expresión verdadero-falso pero no la tematiza», escribía Tarski. Podríamos decir, la escritura de ficción tematiza la distinción verdadero-falso, contrapone versiones antagónicas y las enfrenta. El género policial, con el que Walsh mantuvo una relación continua, es un ejemplo de un tipo de relato que tematiza el estatuto y las condiciones de la verdad. Y en ese sentido «Esa mujer» es un relato policial, narra la tensión entre verdades que circulan y se oponen y versiones que se modifican, y tematiza esas relaciones y trabaja con la ambigüedad y la incertidumbre.
Pero a la vez en Walsh el relato de no-ficción avanza hacia la verdad y la reconstruye desde una posición política bien definida. Esa reconstrucción supone una posición nítida en el plano social, supone una concepción clara de las relaciones entre verdad y lucha social. En este sentido los libros de no-ficción de Walsh se distancian de la versión más neutra del género tal como se practica en los Estados Unidos a partir de Capote, Mailer y lo que se ha llamado el «nuevo periodismo».
En Walsh obviamente el acceso a la verdad está trabado por la lucha política, por la desigualdad social, por las relaciones de poder y por la estrategia del Estado. Una noción de verdad que escapa a la evidencia inmediata, que supone, primero, desmontar las construcciones del poder y sus fuerzas ficticias y, por otro lado, rescatar las verdaderas fragmentarias, las alegorías y los relatos sociales.
Esta verdad social es algo que se tematiza y se busca, que se ha perdido, por lo cual se lucha, que se construye y se registra. La verdad es un relato que otro cuenta. Un relato parcial, fragmentario, incierto, falso también, que debe ser ajustado con otras versiones y otras historias.
Me parece que esta noción de la verdad como horizonte político y objeto de lucha podría ser nuestra primera propuesta para el próximo milenio. Existe una verdad de la historia y esa verdad no es directa, no es algo dado, surge de la lucha y de la confrontación y de las relaciones de poder.
II
La segunda propuesta está ligada a la noción de límite, es decir, a la imposibilidad de expresar directamente esa verdad que se ha entrevisto en el sonido metálico de un tren que cruza en la noche. ¿Qué puede decir el testigo? ¿Cómo puede decir el que ha visto la verdad de los hechos? ¿No es ésa una de las grandes preguntas de nuestro tiempo? (El desafío de Ana Ajmatova: el poeta debe decir lo que se puede decir.)
Tal vez a muchos de nosotros (y a Walsh en primer lugar) el hecho de escribir desde la Argentina nos ha enfrentado a esa pregunta o, mejor, a los límites de la literatura, y nos ha permitido reflexionar sobre esos límites.
La experiencia del horror puro de la represión clandestina, una experiencia que a menudo parece estar más allá de las palabras, quizás define nuestro uso del lenguaje y nuestra relación con la memoria y, por tanto, nuestra relación con el futuro y el sentido.
Hay un punto extremo, un lugar —digamos― al que parece imposible acercarse. Como si el lenguaje tuviera un borde, como si el lenguaje fuera un territorio con una frontera, después del cual están el desierto infinito y el silencio. ¿Cómo narrar el horror? ¿Cómo trasmitir la experiencia del horror y no sólo informar sobre él? Muchos escritores del siglo XX han enfrentado esta cuestión: Primo Levi, Osip Mandelstam, Paul Celan, sólo para nombrar a los mejores. La experiencia de los campos de concentración, la experiencia del Gulag, la experiencia del genocidio. La literatura muestra que hay acontecimientos que son muy difíciles, casi imposibles, de trasmitir, y suponen una relación nueva con los límites del lenguaje.
Quisiera poner otra vez el ejemplo de Walsh, analizar el modo que tiene un gran escritor de contar una experiencia extrema y trasmitir un acontecimiento imposible. Quisiera recordar el modo en que Walsh cuenta la muerte de su hija y escribe lo que se conoce como la «Carta a Vicky», es decir, la carta a María Victoria Walsh, escrita en 1976, en plena dictadura militar.
Luego de reconstruir el momento preciso en que por radio se entera de la muerte, y el gesto que acompaña esa revelación («Escuché tu nombre mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico»), escribe: «Anoche tuve una pesadilla torrencial en la que había una columna de fuego, poderosa, pero contenida en sus límites que brotaba de alguna profundidad». Una pesadilla casi sin contenido, condensada en una atroz imagen abstracta.
Y después escribe: «Hoy en el tren un hombre decía Sufro mucho, quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año.» Y concluye Walsh: «Hablaba por él pero también por mí».
Me parece que ese movimiento, ese desplazamiento, darle la palabra al otro que habla de su dolor, un desconocimiento en un tren, un desconocido que está ahí, que dice «Sufro, quisiera despertarme dentro de un año», ese desplazamiento, casi una elipsis, una pequeña toma de distancia respecto a lo que está tratando de decir, es una metáfora del modo en que se muestra y se hace ver la experiencia del límite, alguien habla por él y expresa el dolor de un modo sobrio, directo y muy conmovedor.
Walsh realiza un pequeñísimo movimiento para lograr que alguien por él pueda decir lo que él quiere decir. Un desplazamiento, entonces, y ahí está todo —el dolor, la compasión―, una lección de estilo. Un movimiento pronominal, casi una forma narrativa de la hipálage, un intercambio que me parece muy importante para entender cómo se puede llegar a contar ese punto ciego de la experiencia, mostrar lo que no se puede decir.
El mismo desplazamiento utiliza Walsh en la carta donde reconstruye las circunstancias en las que muere Vicky, «Carta a mis amigos» (escrita unos días después). Reconstruye la emboscada que sufre su hija en una casa del centro de la ciudad, el cerco, la resistencia, el combate, los militares que rodean la casa. Y para narrar lo que ha sucedido, otra vez le da la voz a otro. Dice: «Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.» Y transcribe el relato del que estaba ahí sitiando el lugar: «El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía». La risa está ahí, narrada por otro, la extrema juventud, el asombro, todo se condensa. La impersonalidad del relato y la admiración de sus propios amigos, refuerzan el heroísmo de la escena. Los que van a matarla son los primeros que reconocen su valor, según la mejor tradición de la épica. Al mismo tiempo el testigo certifica la verdad y permite que el que escribe vea la escena y pueda narrarla, como si fuera otro. Igual que en el caso del hombre en el tren, acá también hace un desplazamiento y le da la voz a otro que condensa lo que quiere decir, y entonces es el soldado el que cuenta. Ir hacia otro, hacer que el otro diga la verdad de lo que siente o de lo que ha sucedido, ese desplazamiento, este cambio en la enunciación, funciona como un condensador de la experiencia.
Quizás ese soldado nunca existió, como quizás nunca existió ese hombre en el tren, no es eso lo que importa, sino la visión que se produce. Lo que importa es que están ahí para poder narrar la experiencia. Puede entenderse como una ficción, tiene por supuesto la forma de una ficción destinada a decir la verdad, el relato se desplaza hacia una situación concreta donde hay otro, inolvidable, que permite fijar y hacer visible lo que se quiere decir.
Es algo que el propio Walsh había hecho muchos años antes, cuando trataba de contar el modo en que él mismo había sido arrastrado por la historia. Ustedes recuerdan: en el prólogo de 1968 a la tercera edición de Operación masacre Walsh narra una escena inicial, narra digamos la escena original, el origen, una escena que condensa la entrada de la historia y de la política en su vida.
Walsh está en un bar de La Plata, un bar al que va siempre a hablar de literatura y a jugar al ajedrez y una noche de enero del 56 se oye un tiroteo, hay corridas, un grupo de peronistas y de militares rebeldes asalta al comando de la segunda división, es el comienzo de la fracasada revolución de Valle, que va a concluir en la represión clandestina y en los fusilamientos de José León Suárez. Y esa noche Walsh sale del bar, corre por las calles arboladas y por fin se refugia en su casa, que está cerca del lugar de los enfrentamientos. Y entonces narra: «Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: Viva la patria, sino que dijo: No me dejen solo, hijos de puta».
Una lección de historia. Otra vez un desplazamiento que condensa un sentido múltiple en una sola escena y en una voz. Este otro conscripto que está ahí aterrado, que está por morir, es el que condensa la verdad de la historia. Un desplazamiento hacia el otro, un movimiento ficcional, diría yo, hacia una escena que condensa y cristaliza una red múltiple de sentido. Así se trasmite la experiencia, es algo que está mucho más allá de la simple información. Esa capacidad natural que tenía Walsh para fijar una escena en la que se oye y se condensa la experiencia pura. Un movimiento que es interno al relato, una elipsis podríamos decir, que desplaza hacia el otro la narración de la verdad.
Me parece que la segunda de las propuestas que estamos discutiendo podría ser esta idea de desplazamiento y de distancia, el estilo es ese movimiento hacia otra enunciación, es una toma de distancia respecto a la palabra propia. Hay otro que dice eso que, quizás, de otro modo no se puede decir. Un lugar de cruce, una escena única que permite condensar el sentido en una imagen. Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar lo que parece casi imposible de decir.
Podríamos hablar de extrañamiento, de ostranenie, de efecto de distanciamiento. Pero me parece que aquí hay algo más: se trata de poner a otro en el lugar de una enunciación personal. Traer hacia él a esos sujetos anónimos que están ahí como testigos de sí mismo. Ese conscripto que vio morir a su hija y le cuenta cómo fue. Ese desconocimiento, ese hombre que ya es inolvidable, en el tren, que dice algo que encarna su propio dolor, el otro soldado, el que muere solo, insultando.
La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar. La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla. Me parece entonces que podríamos imaginar que hay una segunda propuesta. La propuesta que yo llamaría el desplazamiento, la distancia. Salir del centro, dejar que el lenguaje hable también en el borde, en lo que se oye, en lo que llega de otro.
III
En definitiva la literatura actúa sobre un estado del lenguaje. Quiero decir que para un escritor lo social está en el lenguaje. Por eso si en la literatura hay una política, se juega ahí. En definitiva, la crisis actual tiene en el lenguaje uno de sus escenarios centrales. O tal vez habría que decir que la crisis está sostenida por ciertos usos del lenguaje. En nuestra sociedad se ha impuesto una lengua técnica, demagógica, publicitaria (y son sinónimos), y todo lo que no está en esa jerga queda fuera de la razón y del entendimiento. Se ha establecido una norma lingüística que impide nombrar amplias zonas de la experiencia social y que deja fuera de la inteligibilidad la reconstrucción de la memoria colectiva. En «The Retoric of Hitler’s Battle», escrito en 1941, el crítico Kenneth Burke ya hacía ver que la gramática del habla autoritaria conjuga los verbos en un presente despersonalizado que tiende a borrar el pasado y la historia. El Estado tiene una política con el lenguaje, busca neutralizarlo, despolitizarlo y borrar los signos de cualquier discurso crítico. El Estado dice que quien no dice lo que todos dicen es incomprensible y está fuera de su época. Hay un orden del día mundial que define los temas y los modos de decir: los mass media repiten y modulan las versiones oficiales y las construcciones monopólicas de la realidad. Los que no hablan así están excluidos y ésa es la noción actual de consenso y de régimen democrático.
Quizá el discurso dominante en este sentido sea el de la economía. La economía de mercado define un diccionario y una sintaxis y actúa sobre las palabras; define un nuevo lenguaje sagrado y críptico, que necesita de los sacerdotes y los técnicos para descifrarlo, traducirlo y comentarlo. De este modo se impone una lengua mundial y un repertorio de metáforas que invaden la vida cotidiana.
Los economistas buscan controlar tanto la circulación de las palabras como el flujo del dinero. Habría que estudiar la relación entre los trascendidos, las medias palabras, las filtraciones, los desmentidos, las versiones, por un lado, y las fluctuaciones de los valores en el mercado y en la bolsa, por el otro. Hay una relación muy fuerte entre lenguaje y economía. En ese contexto escribimos, y, por tanto, la literatura lo que hace (en realidad lo que ha hecho siempre) es descontextualizar, borrar la presencia persistente de ese presente y construir una contrarrealidad. Cada vez más, los mejores libros actuales (los libros de Juan Bennett, de Rosa Chacel, de Clarice Lispector o de Juan Gelman) parecen escritos en una lengua privada. Paradójicamente, la lengua privada de la literatura es el rastro más vivo del lenguaje social.
Quiero decir que la literatura está siempre fuera de contexto y siempre es inactual; dice lo que no es, lo que ha sido borrado; trabaja con lo que está por venir. Funciona como el reverso puro de la lógica de la Realpolitik. La intervención política de un escritor se define antes que nada en la confrontación con estos usos oficiales del lenguaje.
Los escritores han llamado siempre la atención sobre las relaciones entre las palabras y el control social. En su explosivo ensayo «Politics and the English Language», de 1947, George Orwell analizaba la presencia de la política en las formas de la comunicación verbal: se había impuesto la lengua instrumental de los funcionarios policiales y de los tecnócratas, el lenguaje se había convertido en un territorio ocupado. Los que resisten hablan entre sí en una lengua perdida. En el trabajo de Orwell, se ven condensadas muchas de las operaciones que definen hoy el universo del poder. Pasolini por su lado ha percibido de un modo extraordinario este problema en sus análisis de los efectos del neocapitalismo en la lengua italiana. Juan Goytisolo ha escrito palabras luminosas sobre las tradiciones lingüísticas que se entreveran y persisten en medio de las ciudades perdidas. No me parece nada raro entonces que el mayor crítico de la política actual (uno de los pocos intelectuales realmente críticos en la política actual) sea Chomsky: un lingüista es por supuesto el que mejor percibe el escenario verbal de la tergiversación, la inversión, el cambio de sentido, la manipulación y la construcción de la realidad que definen el mundo moderno.
Tal vez los estudios literarios, la práctica discreta y casi invisible de la enseñanza de la lengua y de la lectura de textos pueda servir de alternativa y de espacio de confrontación en medio de esta selva oscura. Un claro en el bosque.
Hay una escisión entre la lengua pública, la lengua de los políticos en primer lugar, y los otros usos del lenguaje que se extravían y destellan, como voces lejanas, en la superficie social. Se tiende a imponer un estilo medio —que funciona como un registro de legitimidad y de comprensión― que es manejado por todos los que hablan en público. La literatura está enfrentada directamente con esos usos oficiales de la palabra, y por supuesto su lugar y su función en la sociedad son cada vez más invisibles y restringidos. Cualquier palabra crítica sufre las consecuencias de esa tensión, se le exige que reproduzca ese lenguaje cristalizado, con el argumento de que eso la haría accesible. De ahí viene la idea de lo que funciona como comprensible. O sea, es comprensible todo lo que repite aquello que todos comprenden, y aquello que todos comprenden es lo que reproduce el lenguaje que define lo real tal cual es.
En momentos en que la lengua se ha vuelto opaca y homogénea, el trabajo detallado, mínimo, microscópico de la literatura es una respuesta vital: la práctica de Walsh, para volver a él, ha sido siempre una lucha contra los estereotipos y las formas cristalizadas de la lengua social. En ese marco definió su estilo, un estilo ágil y conciso, muy eficaz, siempre directo, uno de los estilos más notables de la literatura actual. «Ser absolutamente diáfano» es la consigna que Walsh anota en su Diario como horizonte de su escritura.
La claridad sería entonces la otra propuesta para el futuro que quizás podemos inferir, como las anteriores, de esa experiencia con el lenguaje que es la literatura. La claridad como virtud. No porque las cosas sean simples, eso es la retórica del periodismo: hay que simplificar, la gente tiene que entender, todo tiene que ser sencillo. No se trata de eso, se trata de enfrentar una oscuridad deliberada, una jerga mundial. Una dificultad de comprensión de la verdad que podríamos llamar social, cierta retórica establecida que hace difícil la claridad. «A un hombre riguroso le resulta cada año más difícil decir cualquier cosa sin abrigar la sospecha de que miente o se equivoca», escribía Walsh. Conciente de esa dificultad y de sus condiciones sociales, Walsh produjo un estilo único, flexible e inimitable que circula por todos sus textos, y por ese estilo lo recordamos. Un estilo hecho con los matices del habla y la sintaxis oral, con gran capacidad de concentración y de concisión. Walsh fue capaz «de decir instantáneamente lo que quería decir en su forma óptima», para decirlo con las palabras con las que definía la perfección del estilo.
El trabajo de Walsh con el lenguaje, su conciencia del estilo, nos acerca, y lo acerca, a las reflexiones de Brecht. En «Cinco dificultades para escribir la verdad», Brecht define algunos de los problemas que yo he tratado de discutir con ustedes. Y los resume en cinco tesis referidas a las posibilidades de trasmitir la verdad. Hay que tener, decía Brecht, el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios. Y sobre todo la astucia de saber difundirla.
Ésas serían, entonces, las cinco dificultades y las tres propuestas que he postulado esta mañana como un modo de imaginar con ustedes las posibilidades de una literatura futura o las posibilidades futuras de la literatura.
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Tomado de revista Casa de las Américas
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