Sobre la novela Las últimas vacas van a morir, de Ulises Rodríguez Febles, Ediciones Unión 2022
Voy a dejarme seducir por una novela que será capital en nuestras letras, Las últimas vacas van a morir (2017), de Ulises Rodríguez Febles, quizás el cambio más visible y el punto más alto de estilización de la temática rural a lo largo de medio siglo. Sí, a lo largo de medio siglo exactamente. No pude comprender hasta hoy, después de su lectura, que el mundo agrario volviera a la literatura cubana con esa fuerza y ese desparpajo narrativo, con la audacia de los principios posdramaticos en la escritura, con un conflicto inasible situado entre la sociedad y el individuo, entre la modernidad y la tradición, con la autenticidad de un problema insospechado que no será, como antaño, la posesión o uso de la tierra, sino la transformación de la vida campestre y los escollos que esto supone una vez que la ciudad entra en el campo, una vez que la demarcación está situada en ese límite ambiguo, entre la comunidad de los pueblos nuevos y las tentaciones de la vida urbana, una vez que los hechos históricos nos depararon otras sorpresas con la crisis económica y social de los años 90 y su sombra ominosa se cernió sobre la generación más joven. Todos estos accidentes determinaron otra movilidad y otras ambiciones, una verdadera sorpresa para quienes llegaron a creer que la modernidad resolvería para siempre el aislamiento, la soledad y la pobreza del campesino cubano.
Hasta entonces teníamos dos versiones del mundo agrario, la que establecieron los narradores de comienzos del siglo XX, Luis Felipe Rodríguez, Alfonso Hernández Catá, Enrique Labrador Ruiz, Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso y Samuel Feijoó, en la que el campo cubano enfrentaba un conflicto permanente entre la miseria y el abandono y la posibilidad siempre utópica de cambiar. Estos escritores diseñaron el carácter del campesino —hosco, terco, impulsivo, a veces tierno, empecinado, soñador, con una fuerte dosis de ingenuidad e inocencia— y lo enfrentaron a su lucha contra la soledad y la desdicha, lo mismo en La guardarraya, Los chinos, Conejito Ulán, Los carboneros, que en Alejo García. Una estructura y una mirada derivada del realismo o de la estampa vernácula con algunos elementos de la fabulación, al menos en Labrador Ruiz y en los dos escritores más afortunados e influyentes en el tema, Onelio y Feijoó. Como afirmaba Ambrosio Fornet en su brillante estudio, En blanco y negro (1967), Onelio llegaba a un grado de estilización diferente superable en textos emblemáticos como «Caballo», «Mi hermana Visia» o «El cuentero», mientras Feijoó reinaba en el grotesco y el absurdo con un tono hilarante de muchos de sus cuentos y en especial en su novela Juan Quinquín en Pueblo Mocho (1964). Esa tradición se modificó por ellos mismos —exceptuamos a Luis Felipe y a Hernández Catá, ya fallecidos— y por otros narradores más jóvenes como José Lorenzo Fuentes y Raúl González de Cascorro, en los primeros años de la década del 60, y llego a un punto cenital en dos libros excepcionales, El hilo y la cuerda (1964) de Onelio, y Once caballos (1969) de Dora Alonso. En estos libros el conflicto no estaba en la tierra, había pasado a la vida privada, a la soledad, a la infancia, al paisaje agreste y al despuntar de una nueva conciencia en el campesino cubano.
Pero vino algo nuevo, vino con una fuerza única y casi enfermiza, arrolladora, brutal, vino el conflicto existencial de la vida íntima con Celestino antes del alba (1967) de Reinaldo Arenas, una novela extraordinaria que mostraba el envés del campo cubano, lo oscuro de la existencia campesina, lo amargo de la vida sin sexo y sin otro destino que existir. Con esta novela cambió el estilo, desterramos el costumbrismo y el universo vernáculo, entramos a una consideración novedosa y audaz de la propia estructura novelesca y el discurso literario. Todavía Arenas nos deparará otra sorpresa con su maravillosa noveleta La vieja Rosa, quizás la mirada más crítica hasta hoy de los agudos cambios que provocó la Revolución en el campo.
A partir de entonces era fácil prever que aparecía una nueva perspectiva para el mundo agrario con los cambios radicales en la tenencia de la tierra y la modernización de la producción agrícola. De algún modo, y no siempre feliz, se desarrolló el falso conflicto entre el pasado y el presente en la denominada por mí narrativa del cambio. Este punto de vista ideológico implicaba una grave reducción temática por cuanto el pasado era siempre extraño, oscuro, de una crueldad extrema, y el presente podía ser una superación, un cambio hacia el futuro promisorio. Esta mirada encontró en La última mujer y el próximo combate (1971) su modelo más combativo. Su autor, Manuel Cofiño, había estrenado ese enfoque en su primer libro, Tiempo de cambio (1969) y solo en la novela antes citada la trasladó al campo. De una manera mucho más audaz, Manuel Pereira rompe con ese criterio en su excelente novela El comandante Veneno (1977), otra manera de ver la perspectiva agraria desde el punto de vista urbano, mezclando ambas visiones y colocando un horizonte temático sumamente abierto a partir de una experiencia generacional, la Campaña de Alfabetización.
El camino está abierto para que, dos años después, Senel Paz sorprenda a la crítica y a los lectores con su libro de relatos El niño aquel (1979), un verdadero portento literario, una de las experiencias más imaginativas hasta entonces de la cuentistica cubana, desarrollada más tarde, en 1983, en su novela Un rey en el jardín. Ambos libros devuelven el conflicto a su lugar dramático y crean un nuevo nivel de realidad en la mente de un niño. Tal perspectiva volverá a situar la tradición agraria dentro de un vínculo doloroso, con observaciones críticas hacia cualquier dirección, con una inmersión en la psique infantil muy cerca de un realismo insólito. Un enfoque similar puede notarse, con otros fines y otros instrumentos narrativos, en las novelas El cumpleaños del fuego (1986), de la cual soy autor, y Los términos de la tierra (1987) de Alejandro Querejeta.
Ahora si podemos situar, en un enorme salto de garrocha, la novela de Ulises Rodríguez Febles, reconocida en el 2017 con el Premio Guillermo Vidal, que vuelve a marcar un punto de giro en la temática, el estilo, la escritura y la caracterización de los personajes. Sin dudas su autor se nutre, entre otras influencias, de las grandes conquistas generadas en la literatura cubana a partir de los años 60 —Arenas, Pereira, Paz—, toma algunos aciertos de esa nueva tradición y se proyecta como un escritor posmoderno con atisbos de rupturas en el discurso, la puntuación, el nivel de la realidad, y la propia diégesis narrativa.
Sin embargo, a pesar de los préstamos, esta novela genera un universo propio al poner en circulación, de nuevo, aquel conflicto histórico entre la ciudad y el campo, pero ahora en tiempo de crisis, y de confrontación existencial. Así no había sido narrado hasta entonces y mucho menos resuelto con el alto nivel literario con que se presenta aquí. A través de sus audaces personajes, y de la tierra depauperada e improductiva, vamos a sentir en propiedad la ausencia de motivaciones en el mundo agrícola cubano y, sobre todo, la quiebra de las aspiraciones actuales de una nueva generación educada de otro modo, dueña del conocimiento y de los medios tecnológicos, y aspirante a una vida más plena que ya no puede ofrecerle el campo ni el duro trabajo de la tierra. Los personajes de Rodríguez Febles oscilan, por lo tanto, entre la parálisis de un modo de vida y el esfuerzo por alcanzar otro status en medio de pueblos agrarios que no han completado su ciclo de desarrollo, detenidos aún por la violenta crisis que asoló el país en los años 90. Ahora, lo que fue un logro y una conquista de la Revolución, la comunidad campesina con edificios múltiples, electricidad, escuelas, hospitales, agua potable, no basta para solucionar las necesidades que surgen, ni tampoco para detener el éxodo a la ciudad, o al extranjero, de los jóvenes que ya no son campesinos, ni aman la tierra, ni se sienten atados a la cultura agraria.
Entonces se produce la magia, se cruzan aspiraciones diversas que ni por asomo formaban parte de ese mundo. Francisco de la Cal, antiguo convicto por hurto y sacrificio de ganado, y cuya mancha en el brazo crece y rememora su pertenencia a un pasado muy turbio, vive la abrupta transición del potrero al plan pecuario, se mueve en una finca atormentado ahora por el recuerdo de su padre y atravesado por el amor de sus hijas Marlene e Isabel. El narrador focaliza a este personaje como modelo de una tradición que quedó trunca, y que aún se resiste a morir, mientras se mueve como un extraño y reclama atención. Nunca será el de antes, y nunca será el mismo; el pasado permanece en su cuerpo como una culpa imborrable. En su familia, no obstante, nace el arte, la pintura, el encuentro de dos mundos, la tierra nutricia, base para el diseño y los colores que practica Isabel fuera de Cuba. Sin embargo, si esa tierra no puede pintar se rompe la tradición bucólica del campo cubano, pero se mantiene su energía. En esa raíz que los mantiene unidos, persiste la nostalgia y el áspero dolor de no poder convivir con dos mundos en oposición, la realidad y el mundo de los sueños, mientras las vacas comienzan a morir.
Lo que entra de manera indirecta al argumento adquiere un cuerpo y una proporción precisa. Las vacas desaparecen del paisaje y empiezan a vivir en la memoria. Están y no están, las imaginamos muy lejos, lelas de sol (Roberto Manzano, Canto a la sabana, 1973)
Las descripciones no las alcanzan, no las tocan, permanecen al margen, aunque están al centro. Todo el cambio genético que trajeron los planes pecuarios entra en caos al comprobarse que las vacas alimentadas con pienso, no saben comer hierba, los obreros no saben tratarla, los técnicos formados en los institutos no tienen remedio para la situación y nadie puede dar una respuesta. Todo está insinuado o entre dicho porque el narrador no se detiene en los detalles. Su obsesión es el crecimiento transversal de esa situación hasta convertirla en otra realidad. Los diálogos, los encuentros, las breves escaramuzas de los personajes que entran y salen de foco crean más bien una burbuja, un mundo paralelo que viaja con los sueños y que duplica el interés de la historia. De modo que los sucesos son posibles e imposibles a la vez. De ahí la rareza, la atmosfera alucinante que rodea a Lucio, uno de los mejores personajes de la novela, enamorado de pronto de una islandesa, quien aspira a mudarse a otra isla rodeada de glaciares y estremecida por los calores súbitos de una cadena volcánica. Todo un caso.
Se diría que estamos ante un argumento del absurdo, aunque en realidad es un argumento pos dramático. Sus líneas no crecen de manera convencional, sino a saltos, no hay simetría en las situaciones o en el desarrollo del conflicto, el narrador va de un punto a otro de la historia hasta tramar una red. Esta estructura le permite abarcar personajes y situaciones diversas en un proceso de continuidad, pasar de un hecho a otro sin transiciones e incluso crear una tonalidad cambiante para cada uno de ellos. El autor ha encontrado un camino en zigzag que va y viene para mostrar la noria de la vida comunitaria y campesinas actuales y naturalmente su violencia soterrada junto a la abulia y la incapacidad de los personajes para modificarla. La tierra, los atavismos, los prejuicios, la ausencia de estímulos toman cuerpo ahora en ese estado catatónico provocado por la parálisis del país y por una generación divorciada de su cultura prefiere encerrarse a ver videos o a soñar con una vida mejor en otra parte, en cualquier parte.
El autor ha logrado un montaje en yuxtaposición entre el atraso y la modernidad, entre la vida idílica del campo cubano que persiste en el imaginario político, con campesinos robustos y risueños en medio de un paisaje tojosista de montes y sabanas verdeazules, y los pueblos nuevos que todavía no tienen imagen con una vida social, a veces patética, que no satisface a nadie. Por eso ni las autoridades pueden detener el éxodo. Por eso ni la empresa láctea, ni los planes pecuarios, ni la disposición de las autoridades puede detener el éxodo. Todo el bagaje tecnológico se torna improductivo, y la vida moderna pensada para convertir a esas comunidades en verdaderos asentamientos humanos cae ante una realidad que los sobrepasa.
Sin sueños no se puede vivir, parece decirnos el narrador. Sin el campo, sin la tierra, sin las vacas, tampoco. Sí, parece decirnos también, a propósito de un mundo dislocado y quizás transitorio, al convertir la prosa en un vehículo sígnico y en un valor adicional, al trastornar la escritura, las pautas narrativas, la puntuación, los diálogos y las acotaciones, al crear un universo ficticio que se sostiene solo, que puede ser realista, surrealista, fantástico y absurdo, que puede contener un simulacro de la vida agraria, o puede ser un domy, un mapa articulado para mostrar lo que no sospechábamos, lo que no estaba en ninguna previsión, lo que constituyó un desvelo y un sueño para la dirigencia de nuestra sociedad y ahora es parte de un vacío, de un mundo que necesitamos rescatar. El autor consigue una hazaña con nuevos instrumentos narrativos y poéticos, con una dramaticidad por momentos inasible sin la menor concesión al mal gusto o al melodramatismo, sin olvidar sus agudos conflictos. He aquí la práctica y la hechicería. Sí, como cantaba John Lennon en el Royal Perfomance de 1963 ante sucesos tan apabullantes como la aparición inesperada del rock inglés en las pistas del mundo, twist and shout, retuércete y grita.
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Ver también «Ulises Rodríguez Febles: “Desde la literatura también se construye un país”»
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