Los aspirantes a escritores de mi generación solo podíamos publicar un primer libro si ganábamos el premio David, el 13 de marzo, o cualquier otro de los llamados nacionales, que entonces lo eran en el sentido habanero de la palabra, puesto que en provincias no existían concursos que condujeran a la publicación.
Los premios que se convocaban en nuestros territorios del interior lo hacían con textos sueltos, no con libros. Y las publicaciones se concretaban, en su mayoría, en boletines procesados en mimeógrafos. Las pocas revistas que se trabajaban con tipos de plomo, en impresión directa, tampoco daban espacio a más de dos o tres poemas. Publicar un libro era, más que una solitaria travesía en el desierto, una vaporosa utopía.
Esa fue la realidad para un grupo etario amplísimo –algunos nacidos entre los años veinte y treinta, los más entre los cuarenta y cincuenta– que, procedentes de los talleres literarios, nos esforzábamos, entre 1967 y 1990, para ingresar en la vida literaria con todas las de la ley. Publicar un libro era un acto consagratorio y abría algunas puertas, aunque vale recordar que ganar el más importante de los premios convocado para inéditos, según decidieron los propios organizadores, solo significaba dar «un paso más allá de la promesa» (así se consignaba en las contracubiertas de los libros premiados en el David). Y estaba bien que así fuera, pues la verdadera validación sería la que emitirían los críticos y lectores para aquellos que soportaran los ajustes de cuentas de la exigente posteridad.
Durante toda la década arriba consignada no se pagaban derechos de autor, pues en 1967, ante la imposibilidad del gobierno para obtenerlos, sobre todo en el terreno de los textos universitarios, la dirección del país tomó la decisión de reproducirlos y derogar, para Cuba, la ley de derecho de autor, así como cualquier otra coyunda que afectara al fin de la educación. La supresión de esos derechos, ni sé por qué lógica, perjudicó también a los escritores del país.
La publicación era el único aliciente, digamos material, para insistir en el oficio. En algún momento posterior, a los concursos nacionales se les añadió el beneficio de un viaje a algún país socialista, hasta que en 1977, nuevamente se asumió la obligación de pagarles a los autores, pues se dictó la ley 14/77, que restablecía el derecho. Pero la publicación de un primer libro seguía quedando en el azaroso y muchas veces contaminado espacio de los pocos concursos que con ese respaldo se convocaban.
La situación cambió radicalmente cuando entre mediados de los años ochenta y principios de los noventa se fundaron varias editoriales en las provincias y en ellas dieron su ópera prima muchos autores que con el tiempo pasarían a formar parte del canon. Ediciones Holguín en 1986, Matanzas (de una fecha anterior no precisada) y Vigía, en 1985, fueron pioneras en ese camino.
La mayor parte de los sellos de provincias nacieron entre 1990 y 1991, y aunque no todos asumieron su programa de trabajo enfocados al libro y se conformaron con producir plaquettes[1], otros desecharon la variante de consuelo y persistieron en el empeño de producir –con los mismos materiales de los 50 plaquettes y en un número menor– aquellos libros que demandaban los movimientos autorales de sus territorios, configurados en su mayoría por autores aún inéditos. Claro, hablo de unas pocas editoriales, pues la gran mayoría se deleitó con la borrachera de las plaquettes y sus bondades emulativas enfocadas en destacar lo cuantitativo.
En al caso de la Editorial Capiro, que dirigí entre 1990 y 2004, su colección inaugural se llamó Zarapico, y fue concebida para que en ella debutaran aquellos autores que, con obra ya atendible, no hubieran tenido la suerte de ganar alguno de los premios mencionados.
Los autores que hubieran publicado antes, se editarían por Aldaba, la otra colección. Si sabemos que en la fecha inaugural la inmensa mayoría de los autores eran inéditos, se comprenderá la enorme oportunidad que se abrió con la creación de esa colección para ellos en la editorial. Con los años, creo que a la altura de 1999, cambiaron los criterios de colecciones y se configuraron los perfiles atendiendo a los géneros literarios, no a la condición de los autores.
Pero en el año 2000, cuando se reformuló una vez más el programa –sobre la base de criterios nacionales, no de necesidades de la editorial– y se rebautizó como Sistema de Ediciones Territoriales, la gran inversión en tecnología de impresión y apoyo logístico recibida practicó otra barrida que prácticamente acabó con los inéditos en la provincia. Cuantitativamente el salto fue notable y, por eso mismo, transcurridos dos o tres años, rara vez aparecía algún debutante en los planes anuales, no solo en la editorial de los Centros Provinciales del Libro y la Literatura sino también en la de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), más cercana al grupo de autores emergentes.
El crecimiento del cuerpo de autores publicados, tras varias décadas de gestión editorial, profundizó la disfunción del sistema literario, pues por lo general las editoriales disponían de menos capacidades que originales aprobados, y en esa competencia desleal, ante la ausencia de un política específica de promoción de nuevas figuras, las cuotas de publicación las capitalizaban los autores de más currículos y los textos de mayor interés. La serpiente se mordió la cola, y los autores inéditos debieron enfrentar, en una dinámica literaria desfavorable, el mismo dilema que enfrentamos los de mi generación, pues quien no se alzara con un premio David, Calendario o Pinos Nuevos, difícilmente consiguiera incluirse en el catálogo de una de nuestras editoriales.
Siempre he estado en contra del paternalismo en la literatura y de considerar la condición de joven como una categoría estética, pero la certeza de que, en atención al nivel alcanzado ya por una buena cantidad de escritores que hacen vida en los talleres literarios y la Asociación Hermanos Saíz, tal vez fuera sano y aconsejable modificar la política de nuestro sistema editorial y abrir espacios –que pueden ser competitivos– para que en cada plan anual se den algunas capacidades para autores inéditos.
Aclaro que no voy contra la exigencia de las editoriales de los territorios a la hora de escoger sus textos a publicar. Menos aún para regresar al provincianismo y el municipalismo con que en algún momento de la llamada «masificación» se trazaron estrategias seudodemocráticas en un terreno donde debe imperar la competitividad. No obstante, considero que, dentro de la más exigente lógica de selección, la oportunidad para que se incorporen nuevas voces debe ser concreta y asequible.
En el presente año la Editorial Capiro, como iniciativa para conmemorar su trigésimo primer aniversario, reactivó con ese objetivo la colección Página Breve.Cuatro nuevos autores pondrá a circular, inicialmente en soporte ebook y posteriormente, en edición limitada de papel. Tengo la casi certeza que la entrega justificará plenamente el concepto que la inspiró para que esos nuevos escritores comiencen a acompañarnos en la travesía sin fin, pero con destino posible, de la socialización poética.
(Santa Clara, 22 de septiembre de 2021)
[1] Se trata de un programa, ideado por el ICL, de imprimir sueltos de 5 o 6 poemas, un cuento o un artículo de no más de 10 cuartillas en total para embucharlos en un dispositivo de cartulina, sin encuadernación. Se dieron cuotas de 50 por provincia que se elaborarían con los sobrantes de papel gaceta de la tirada diaria de los periódicos, junto a otros recortes de la actividad gráfica. Se concibió así cuando dejó de llegar a Cuba el papel que suministraba la URSS y parecía llegada la «opción cero» para la edición de la literatura.
Foto tomada de Vanguardia
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