Palabras de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura 2002
Amigos y amigas, compañeros todos:
Cuando se recibe una distinción de este rango se descubren cosas maravillosas sobre uno mismo. En estos días he leído decenas de despachos de agencias, notas biográficas y crónicas, que mucho agradezco, y en algunas de ellas he visto que se me atribuyen libros no escritos, grados universitarios nunca alcanzados, amistades jamás conocidas y viajes no emprendidos. Ello me hizo meditar sobre la fugacidad de las reputaciones. Probablemente dentro de cien años, en algún manual de referencia se leerá mi vida de esta manera:
«Lisandro: general griego que combatió en la batalla de Las Termópilas y escribió un tratado de táctica militar llamado La situación. En la Ciudad semejante de Urbino consumó una pasión amorosa que inspiró sus sonetos de Temporada de ángeles. En sus años provectos se dedicó a la agricultura cultivando una especie de Árbol de la vida. En su autobiografía, titulada General a caballo, narró sus campañas en Lacedemonia».
Al recibir, en México, una llamada telefónica anunciándomelo estaba absolutamente convencido de que jamás obtendría este reconocimiento, un honor que me estaría vedado para siempre. Muchos, al felicitarme, me dijeron que me llegaba con un decenio de retraso. Prefiero pensar que todo tiene su tiempo, como dice el Eclesiastés. Durante los últimos ocho años he residido en México. Antes había sobrellevado una época difícil durante la cual fui relegado a una silenciosa inercia antes de mi consumación. Fue imprescindible buscar un hálito robustecedor que me permitiese continuar mi camino. En esa etapa peregrina siempre habité en Cuba, respiré nuestro aire, imaginé un horizonte de yagrumas en cada paisaje. Tampoco cesé de apoyar el proyecto de nación que comenzó con los años revolucionarios. Al hacerme la pregunta ¿qué significa para Ud. este premio? respondí a mis entrevistadores que era una manera de agradecerme por lo que había hecho en mis años de existencia. Recordé no solamente los libros escritos sino las iniciativas de difusión cultural en que me he visto inmerso: revistas, periódicos, instituciones. Después reflexioné que el otorgamiento era una manera de hacerme más consciente de lo mucho que debo agradecer.
Me formé en la Universidad de La Habana, una academia de rebeldía. Allí me vinculé a los movimientos estudiantiles de desaprobación cívica, comencé a leer las doctrinas del cambio social y conocí a los maestros de la inconformidad. Más tarde estudié en Francia y aquel medio fue otra escuela de insumisión. A mi regreso a Cuba advertí con mayor nitidez las desigualdades, los atropellos y la irracional desorganización social. Cuando me uní a los riesgos subversivos de la clandestinidad, los padecimientos de aquellos muchachos, las aflicciones a que fueron sometidos por la dictadura, el altruismo que los impulsaba, terminaron de persuadirme de la razón de aquella causa. A quienes ya no se encuentran entre nosotros debo reconocer el haber establecido paradigmas de comportamiento que nos sirvieron de ejemplo en estos años combatientes. A la Universidad de La Habana agradezco las ventanas que me abrió.
Debo, también, mi gratitud a Fidel Castro por haberme enseñado a pensar de manera diferente, por mostrarnos que cuidar del bienestar ajeno puede ser más satisfactorio que atender el propio, por habernos conducido con audacia por un laberinto de escollos contradicciones, por enseñarnos el valor de la firmeza inconmovible y del ímpetu incesante, por crear un espacio de dignidad donde hemos vivido con honor.
Puedo decirlo ahora, cuando me encuentro al final de mi vida y no dispongo de un destino ulterior.
Debo mi gratitud a Alejo Carpentier, a su amistad, por haberme mostrado que el cultivo de la excelencia es enemigo de la ineptitud, por aspirar a una cumbre de la forma y rechazar la negligencia, por empeñarse en una hechura obsesiva destinada a la perfección. Debo a Nicolás Guillén haber leído mis primeras letras y ponderarme sin infundir espejismos, enmendarme yerros sin sembrar desalientos. A él le agradezco su humor, su perspicacia, su cálida acogida, su humanidad.
Mi gratitud a Nara Araújo por su inteligencia, por su reciedumbre, por su tierno aliento que me sostuvo sobre los abismos y me ancló durante las tormentas.
Mi gratitud a mi familia, en cuyo seno aprendí a apreciar el valor de un libro; a Lisandro, mi padre, periodista, quien me entregó mi primera máquina de mecanografiar; a Carmen, mi madre, que me condujo por primera vez, en mi infancia, a una representación de Shakespeare y a una ópera de Puccini; a mi abuela María, carácter toda ella, custodia de un estilo, depositaria de tradiciones; a Gustavo, mi hermano, que me enseñó el provecho de dedicar dilatadas horas al estudio; a mis hijos: Lisandro, Alejandro, Javier y Heian, por haber seguido un sendero cabal y ser leales a la confianza depositada en ellos; a mis nietas Jimena y Miranda, porque el futuro les pertenece.
Mi gratitud a quienes me tendieron su mano: Yeyé, Titón, Lionel, Roberto, Adelaida, Graziella, Eusebio, Lilia, Loipa y Octavio, Pocho y Antón, César y Pablo Armando, Reynaldo, Rogelio, Pedro, Nancy, Miguel, Omar, Rafael y Julio, Jaime y el Chino, Marta y Luisa, Abel, Carlitos, Iroel, Araceli, Eugenio, Anubis y tantos otros.
Me he preguntado en más de una ocasión para qué sirve la literatura. He intentado desnudar los enigmas de la creatividad y en una coyuntura propicia me creí cerca del nudo de la revelación. Asistí a un diálogo entre dos escritores, investidos de gloria y reconocimientos, quienes me concedieron el privilegio de acompañarles en su encuentro. Fui preparado para acceder a los recónditos claustros de la sabiduría, me supuse llegado al umbral del infinito eterno pero se sumieron, a la inversa, en la trivialidad absoluta. Mi sorpresa fue mayúscula cuando aquellos dos gigantes comenzaron a desmenuzar sus afecciones: ciática, lumbago y artrosis se mezclaron a las panaceas de bebedizos, píldoras y potingues; examinaron el cobro de sus derechos de autor con lamentaciones sobre la informalidad en el pago de algunos editores. Salí de allí con mis preguntas sin respuesta y cavilando que la esencia del oficio literario, según aquellos, residía en un óptimo estado de salud y una sólida cuenta bancaria.
A veces me he respondido que escribo porque temo esfumarme sin haber dejado una huella, sin tallar una marca en la piedra con un pedernal filoso, como hicieron rudimentariamente los primeros habitantes de esta tierra. He valorado la literatura como una de las formas del conocimiento, de la misma manera que la ciencia o la filosofía, un instrumento para penetrar en el hombre y su circunstancia; casi una rama de la epistemología. En ocasiones me he visto como un testigo de mi tiempo, un observador de la época, un juglar que pregona la historia. En cualquiera de estas variantes nunca estimé que la literatura debía adaptarse a las demandas del mercado, ni servir de rampa para construirse un cómodo entorno.
En 1959 no era un revolucionario maduro pero estaba listo para aprender a serlo. A veces fui catalogado como conflictivo y polémico por mantener ciertas pautas divergentes, pero sostuve mis discrepancias sin ceder jamás en los principios. Los disentimientos nunca fueron de fondo. No he sido un conformista sumiso ni un resignado sin criterio y a ello debo no pocos tropiezos. Me considero intransigente y por ello mismo, revolucionario. Nunca he renunciado a mi fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud, como pretendía Martí. Hoy puedo mostrar mis cicatrices de estos años de contienda. Son mis distinciones mayores, los laureles alcanzados en tiempos inciertos. Me desvanezco de la escena con la certidumbre de que a nuestra generación sucede una hornada con su manera propia, siendo más tolerantes que nosotros, más abiertos al mundo, mejor dotados para los combates que vendrán.
En estos años he aprendido que desde su génesis el ser humano está sometido a agravios y humillaciones. Si no se toman medidas restauradoras la pasión se convierte en rencor, el entusiasmo se torna en indiferencia, la fe se destruye en el escepticismo. No obstante, hay que continuar alentando sueños. Si de una parte sufrimos una erosión y nos disminuimos, por otra engendramos y crecemos mientras tratamos de vencer nuestras limitaciones, intentando ir más allá de ellas, aun sabiendo que nos restringen metas irrealizables. Ese ser ofendido y cubierto de agobios, ese mutilado palpitante avanzará, pese a todo, hacia el encuentro de nuevos mitos tras batallas perdidas, continuará en su delirio, soñará con paraísos que no alcanza a cimentar, con sus banderas rotas intentará escalar cumbres, dominar vientos, partir aguas y dirigir el fuego, imaginará la fundación de reinos cuya creación es esquiva y en ese empeño reside su verdadera grandeza. No nos medimos por nuestras victorias sino por nuestra exaltación al intentarlas. Al desaparecer en el polvo de la tierra, tras haber dejado atrás infortunios y adversidades, nuestro paso permanecerá en la memoria por el afán de alcanzar cimas de difícil conquista.
Mi gratitud al jurado que me otorgó el premio, a quienes lo hicieron viable con su confianza, a quienes desconocieron la detracción y rechazaron los estigmas; a mis compañeros, a quienes hago depositarios de mi obligación de continuar siendo digno de este honor. A todos, mi abrazo perpetuo. ¡Gracias!
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Te invitamos a leer los discursos de Premios Nacionales de Literatura compilados por Luis Amaury Rodríguez Ramírez en el libro Los agradecidos del mañana.
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