No siempre los premios llegan a tiempo, o están a la altura de los valores de una obra. Pero con Alejo Carpentier se hizo justicia. El 4 de abril de 1978, el célebre escritor cubano recibía el Premio Cervantes correspondiente a 1977, en una ceremonia que tuvo lugar en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, en España.
Fue la segunda vez que se entregaba el galardón —antes lo había recibido el poeta español Jorge Guillén—, y la primera que fue a manos de un autor nacido en las Américas.
El discurso de Carpentier puede leerse hoy como una exquisita obra literaria. Es un confirmación —otra— de la cercanía esencial del escritor cubano con la creación inmensa de Miguel de Cervantes, y su identificación plena con la obra cumbre de la lengua: Don Quijote.
Dijo Carpentier en esa ocasión: «Todo está ya en Cervantes. Todo lo que hará la perdurabilidad de muchas novelas futuras: el enciclopedismo, el sentido de la historia, la sátira social, la caricatura junto a la poesía y hasta la crítica literaria».
Y de paso, Carpentier rebatía a los «críticos de mal agüero» que auguraban la crisis de la novela: «No hay ni habrá crisis de la novela mientras la novela sea novela abierta, novela de muchos, novela de buenas y fuertes variaciones (…) sobre los grandes temas de la época, como lo fue en su tiempo la ejemplar novela, a la vez local y universal, de Miguel de Cervantes Saavedra».
Ocho días después de recibir el Premio, Carpentier remitía la mendalla conmemorativa y el monto material en mensaje a Fidel Castro: «para que de él haga el uso que tenga por más conveniente».
El Estado cubano financió con ese dinero reproducciones de arte universal que se exhibieron en galerías de todo el país.
En su mensaje de respuesta, Fidel resaltaba el gesto del escritor cubano: «Muchas condecoraciones pueden caber en el pecho de un hombre. Pero cuando un hombre siente que no puede existir verdadera grandeza si está separada de la obra colectiva a la que pertenece, como usted lo manifiesta ahora, se hace digno de la más alta y valiosa de todas: la de la admiración, el cariño y el respeto de su pueblo».
(Tomado de CubaSí)
Discurso íntegro de Alejo Carpentier al recibir el Premio Cervantes
Hace un año el gran poeta Jorge Guillén hubo de recibir en este Paraninfo de la muy ilustre Universidad Complutense, donde ahora me hallo, la misma recompensa que, como coronación de mi ya larga carrera de escritor, viene hoy a premiar mi obra. Y acaso por hallarse aquí, donde por fuerza he de evocar la presencia de quien admiro desde hace medio siglo, acuden a mi memoria estos versos del autor de Cántico: «[…] De un golpe vi la sala / Arañas por cristal resplandecían / Sobre una fiesta aún sin personajes».
Fiesta hubo, un día de otoño ya muy lejano, en esta magnífica ciudad de Alcalá de Henares, situada por siempre entre los altos lugares de la cultura universal, junto a Stadfor-on-Avon o la Weimar de Goethe y Schiller, por haber nacido quien en ella nació. Pero acaso tal fiesta se diera «aún sin personajes», como se dice en el verso de Jorge Guillén. Porque la fiesta verdadera, la grande, tuvo lugar el domingo de octubre del mismo año, en la ceremonia del bautismo de Cervantes, ya que, para quien la contempla con los ojos del novelista actual, fue fiesta de muchísimos personajes —de tantos y tan renombrados personajes— que el mismo historiador Cide Hamete Benengeli, de haber estado presente, hubiera perdido la cuenta de ellos, por lo numerosos. Para mí, para todos los que en nuestro idioma escriben novelas en esta época, al memorable y jubiloso bautismo asistieron, entre muchos otros, las señoras Emma Bovary, Albertina de Proust, Ersilia de Pirandello y Molly Bloom, venida especialmente de Dublín, con su esposo, Leopoldo Bloom, y su amigo Stephen Dedalus, el príncipe Mishkin, el cándido Nazarín, taumaturgo sin saberlo, y hasta un Gregorio Samsa, de la familia de los Kafka —aquel mismo que una mañana había amanecido transformado en escarabajo—, pertenecientes todos a la futura Cofradía de la Dimensión Imaginaria, fundada, con su llegada al mundo, por quien iniciaba entonces su existencia entre nosotros. Y es que con Miguel de Cervantes Saavedra —y no pretendo decir ninguna novedad con ello— había nacido la novela moderna.
Periódicamente se produce, en la historia literaria del mundo, algo que —usándose de una expesión de hoy— suele calificarse de crisis de la novela. Pero no sería propio hablar de crisis de la novela, sino de crisis de una determinada novelística. El hecho no es nuevo. Es evidente que al haber cumplido su papel sirviendo de puente entre la época medieval y el humanismo renacentista, el libro de caballería agoniza cuando Cervantes emprende su gran tarea desmitificadora. Cansados de encantamientos y peripecias inverosímiles, esos James Bond de otra época que eran los Amadises de Gaula y Florismartes de Hircania, sucumben bajo el peso de portentos harto acumulados y se van humanizando en el Tirante el Blanco «tesoro de contento y mina de pasatiempos», dice Cervantes, donde «comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas y hacen testamento antes de su muerte, con todas estas cosas de que todos los demás libros de este género carecen».
Pero esta apertura hacia la realidad no basta, sin embargo, para salvar una novelística llegada a una irremediable vejez. Y más si tenemos en cuenta que ahora ha nacido ya una novelística enteramente nueva: la picaresca. Con la picaresca española —y esto jamás se repetirá bastante, y más si pensamos qué poco se tiene esto en cuenta fuera de España— nace realmente la novela como hoy la entendemos. Novela que es invención totalmente española, sin antecedentes extranjeros, y que por su novedad, por su poder de calar a lo hondo de lo circundante y cotidiano, será pronto traducida a varios idiomas, hallando un sinnúmero de imitadores en Francia y en Inglaterra.
Novela con su novelística —dije—. Novelística que constituye el movimiento literario más prolongado de la historia literaria del Renacimiento para acá, si pensamos que, nacida del Lazarillo de Tormes, crecerá durante más de dos siglos, con perpetua ampliación de su ámbito geográfico, cerrándose con la autobiografía de Torres Villarroel, anunciadora de Las confesiones, de Rousseau, y hallando todavía una heredera en América con El Periquillo Sarmiento, del mexicano Lizardi, a comienzos del siglo XIX.
Acaso el éxito prodigioso de la picaresca se deba al hecho de haber instalado el yo en la narración, tras de siglos durante los cuales la novela, bajo sus más diversas fases, fiel a sus orígenes orales, era contada siempre en tercera persona. Novela de arquetipos más que novela de individuos verdaderos, donde el autor observa, frente a sus personajes, una suerte de «distanciamiento» brechtiano, muestra —tal Maese Pedro— las figuras de un retablo donde él mismo no habrá de aparecer. Con los maestros de la picaresca, en cambio, soy yo —el yo— quien se instala ante la realidad, narrándola en primera persona. Pero ese yo forma parte de lo circundante y habitual. Nada añade, sustancialmente, a una realidad muy española, donde los Pablos de Segovia, los Marcos de Obregón, los Estebanillos González carecen del espesor, de la densidad, la ejemplaridad suficientes para encarnar el genio de una raza. Un pueblo puede divertirse largamente con los anti-héroes, pero no se reconoce en ellos. Por esto, en tiempos de la picaresca, para hallar al español entero y verdadero hay que buscarlo en el teatro, en el mundo de Pedro Crespo, Peribáñez, los «todos a una» —pueblo valiente— de Fuenteovejuna… Y hay, por tanto, una nueva crisis de la novela en España a mediados del siglo XVIII. En realidad, crisis de una novelística que con Torres Villarroel deriva hacia el libro de verídicas memorias.
Faltaba a la picaresca, pese a la importancia capital de su aportación, esa cuarta dimensión del hombre que es la dimensión imaginaria. Y esa era la dimensión que Cervantes nos había traído con su Quijote, novela que pasa por encima de la mejor picaresca sin inscribirse en ella a pesar de serle coetánea, indiferente a los cambios de gustos, de estilos, de climas, de modas, clásicas al nacer, igualmente respetada por las generaciones venideras, destinada a alcanzarnos, a ser nuestra contemporánea y a darnos lecciones que están muy lejos aún de haberse agotado.
Cervantes, con El Quijote, instala la dimensión imaginaria dentro del hombre, con todas sus implicaciones terribles o magníficas, destructoras o poéticas, novedosas o inventivas, haciendo de ese nuevo yo un medio de indagación y conocimiento del hombre, de acuerdo con una visión de la realidad que pone en ella todo y más aún de lo que en ella se busca. Primer amante verdadero de la literatura moderna, Don Quijote proyecta sus propios fantasmas en la figura de Dulcinea —pirandelliano juego de apariencias— alzando una vulgar realidad al nivel de su propia escala imaginaria. A partir de ese momento todo está permitido al ente creador. Se ha plantado en un universo donde la manzana deja de ser una fruta cualquiera para transformarse en la manzana de Newton, Clavileño acabará volando a una velocidad supersónica, un trivial suceso policíaco engendra El rojo y el negro, y del sabor de un bizcocho mojado en una taza de té surge toda la humanidad de Marcel Proust, como de buenos y malos libros de caballería nació el cosmorama, español y universal, del Quijote.
Todo está ya en Cervantes. Todo lo que hará la perdurabilidad de muchas novelas futuras: el enciclopedismo, el sentido de la historia, la sátira social, la caricatura junto a la poesía y hasta la crítica literaria, allí donde el cura del escrutinio famoso parece haberlo leído todo, y el mismo Ginés de Pasamonte, a ratos perdidos de ladrón, escribe sus memorias. Y el novelista, impaciente por hablar en primera persona, se introduce dentro de su propia obra, en el octavo capítulo, al pasar la narración a un tercero por un sorprendente proceso de suspenso cinematográfico, novelista novelado, alguacil alguacilado… Y, en cuanto a forma, el Quijote se nos presenta como una serie de geniales Variaciones a base de un tema inicial, en trabajo parecido al de las Variaciones musicales inventadas por el maestro Antonio de Cabezón, el organista ciego e inspirado vihuelista de Felipe II, que fue el creador de esa técnica fundamental del arte sonoro. Y las grandes Variaciones de Cervantes anuncian esas otras variaciones españolas que, en lo plástico, serán las tauromaquias de Goya o las innumerables glosas hechas por Picasso a Las Meninas, de Velázquez. Pues también habría que recordar que el arte mayor de la Variación musical tuvo su origen en España, al igual que la novela, tal como hoy la entendemos.
En un artículo de 1921 Ortega y Gasset se muestra poco optimista en lo que se refiere al porvenir de la novela, aconsejando a los jóvenes que vuelvan los ojos más bien hacia el teatro… ¡Y esto en los inicios de la década que vería aparecer a Proust, Joyce, Thomas Mann, Faulkner, en tanto que nacerá en ella, pujante y recia, la novelística hispanoamericana!…
Y hay críticos de mal agüero que ahora señalan una nueva crisis de la novela… Crisis, sí. Pero crisis de una novelística psicológica que ya daba muestras de agotamiento hacia los años veinte; crisis de una novela hecha a base de los ya muy repertoriados conflictos de orden sentimental y afectivo. Pero en tanto el novelista de hoy mire hacia lo épico y contingente de su época no se podrá hablar de «crisis de la novela», y mucho se equivocan quienes dicen que el cine y la televisión están en camino de suplantar al libro, cuando nuestra época asiste, por el contrario, a una multiplicación de las empresas editoras para cubrir la demanda de un público cada vez más ávido de lectura.
No hay ni habrá crisis de la novela mientras la novela sea novela abierta, novela de muchos, novela de buenas y fuertes variaciones —valga el término musical— sobre los grandes temas de la época, como lo fue en su tiempo la ejemplar novela, a la vez local y universal, de Miguel de Cervantes Saavedra. Como decía don Miguel de Unamuno: «Hemos de hallar lo universal en las entrañas de lo local; y, en lo limitado y circunscrito, lo eterno».
No tuvo España mejor embajador, a lo largo de los siglos, que Don Quijote de la Mancha, hombre —nos dice su creador— «que solamente disparataba en tocándole a la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento». Pronto conocido en toda Europa, Don Quijote cruzó el océano para mostrarse a todo lo largo y ancho del Nuevo Mundo. Y, por encima de luchas y vicisitudes, sobrevolando los antagonismos históricos, siguió transitando sin trabas por las tierras de América. Bolívar lo evocaba a menudo en los últimos días de su prodigiosa existencia. Y José Martí, el espíritu más universal y enciclopédico de todo el siglo XIX americano, tenía a su creador por uno de los caracteres más dignos y bellos de la Historia: «Temprano amigo del hombre —decía Martí— que vivió en tiempos aciagos […] , y con la dulce tristeza del genio prefirió la vida entre los humildes».
De niño yo jugaba al pie de una estatua de Cervantes que hay en La Habana, donde nací. De viejo hallo nuevas enseñanzas, cada día, en su obra inagotable… Y ya que citaba al comienzo de estas palabras unos versos de Jorge Guillén, el gran poeta de Cántico vuelvo, pensando que bien podría aplicarse a Don Quijote, universal y eterno, los versos que le fueron inspirados por una lectura del Poema del Cid: «Le crece el corazón… / Y a cuantos llega su irradiación de héroe, / Héroe puro siempre, héroe invulnerable. / Autoridad paterna con su rayo solar».
Habiendo tenido el insigne honor de recibir de manos de Su Majestad el Rey de España el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, debo manifestarle mi profundo y emocionado agradecimiento, así como a la ilustre Academia Real de la Lengua Española, a los representantes de las distintas Academias españolas y latinoamericanas que por unanimidad de criterios hicieron posible que yo me encuentre hoy aquí, en tal alta cátedra, y al Excelentísimo señor ministro de Cultura, en nombre mío y en el de mi pueblo, por esta recompensa impar que viene a coronar mi ya larga vida consagrada al cultivo de las letras… Ninguna frase podría expresar mejor mi estado de ánimo en estos momentos que aquella en que nos dice Cervantes: «Una de las cosas que más debe dar contento a un hombre […] es verse, viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa […]». Viviendo estoy. Impreso y en estampa fui. Buen nombre tuve, pero acaso, gracias a ustedes, mucho mejor lo tenga ahora. Por ello: ¡Gracias!…
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